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10 rincones que se descubren con una novela en la mano

Viajar no significa desplazarse. Generaciones enteras conocieron el mundo gracias a Tintín o a Astérix y Obélix. Mientras Hergé se documentaba de manera obsesiva para sus álbumes de aventuras —hasta los árboles que dibuja en Tintín en el Tíbet son efectivamente los que crecen en las laderas del Himalaya—, Albert Uderzo y René Goscinny se tomaban libertades considerables en las andanzas de los irreductibles galos, lo que no impidió que acabasen por moldear el mundo. Lograron, por ejemplo, que Córcega quedase identificada para siempre con quesos tan fuertes que son capaces de hacer saltar un barco por los aires cuando se abren. Pero ningún tebeo ha simbolizado con tanta fuerza lo que significa viajar desde el papel como la serie de Corto Maltés, las hazañas del marino creado en los años sesenta del siglo pasado por el italiano Hugo Pratt, que también fue un ciudadano del mundo, y ahora retomadas por los españoles Rubén Pellejero y Juan Díaz Canales. Pese a que es un personaje siempre errante, que se presenta a los lectores en su primer episodio como un náufrago en mitad del Pacífico, Corto Maltés está obsesionado con una ciudad, Venecia, tan bonita que le hace temer que le impida volver a viajar, pero sobre todo con un libro: Utopía, de Tomás Moro. Es más consciente que nadie, porque también lo era su creador, de que el viaje más largo, más definitivo, está en un libro, en este caso en una obra que habla de un lugar que no existe, pero en el que quisiéramos estar todos, inventado por un humanista inglés del siglo XVI.

Corto Maltés, protagonista del cómic creado por Hugo Pratt.

Casi todos los grandes viajeros han sido grandes lectores. Los escritores, además, han construido el mundo de tal manera que resulta imposible verlo sin lo que nos han contado. Para cualquier lector de Patricia Highsmith, pasar por una oficina de correos de un país mediterráneo produce cierta inquietud porque eran los lugares favoritos de Tom Ripley para sus estafas y suplantaciones —aunque eran, en realidad, oficinas de American Express que ya no existen—. Y esa misma mirada se construye también hacia el pasado. Para cualquiera que haya leído Memorias de Adriano (1951), de Marguerite Yourcenar, resulta imposible pensar en la Antigua Roma sin recordar aquella maravillosa frase de Flaubert que la escritora belga recoge en sus cuadernos y que sostiene que le impulsó a escribir su novela: “Cuando los viejos dioses ya no existían y el cristianismo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que el hombre estuvo solo”. Y la narradora apostilla: “Gran parte de mi vida transcurriría en el intento de definir a este hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo”.

Corto Maltés está obsesionado con Venecia, tan bonita que teme que le impida volver a viajar

Los libros, como los viajes, son al final una experiencia solitaria pero que nos conecta con todo. Y además nos permiten viajar en el tiempo y en el espacio y, como los viajes, están sometidos a un ritual. Así lo explica Irene Vallejo en su maravilloso El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (Siruela): “Leer es un ritual que implica gestos, posturas, objetos, espacios, materiales, movimientos, modulaciones de la luz”. Toda lectura es un viaje moral, pero también físico. Todo lugar, y no solo la isla de Utopía que visitaba a menudo Corto Maltés, es imaginario porque ha sido moldeado por nuestras lecturas, al igual que todos los libros —los de filosofía, de cocina, de ensayo, de pintura, de bricolaje, las novelas, los tebeos— son obras de viajes.

Para los lectores de Patricia Highsmith, toda oficina de correos en el Mediterráneo produce cierta inquietud

Esto ya lo sabían los que inventaron nuestra literatura: los antiguos griegos. Óscar Martínez, helenista, ensayista y traductor de Homero, tiene una teoría muy interesante sobre la Odisea: en realidad se trataba de un libro de viajes por el Mediterráneo, una especie de guía que preparaba a los griegos que entonces estaban explorando y buscando nuevos asentamientos en el Viejo Mar para todo aquello que podían encontrarse en su camino. Así lo describe el también profesor en Héroes que miran a los ojos de los dioses (Edaf), una historia de la Antigua Grecia: “Impulsados por la necesidad o por audaces iniciativas colectivas, los griegos se aventuraron en busca de nuevos paisajes y oportunidades en un mar que se transformaba ante sus ojos a un ritmo vertiginoso. Por eso, a pesar de los intentos de plasmar el itinerario de la Odisea sobre un mapa, el interés de su público original no debió de centrarse tanto en la geografía como en el tipo de situaciones que aguardaban a quienes se veían forzados a cambiar la azada por el remo. A través del relato de su regreso, Odiseo desplegará ante los griegos no solo un fascinante relato de aventuras, sino también un modelo de actuación en ese nuevo universo”.

Un sherpa lee ‘Tintín en el Tíbet’ en el campo base del Everest. getty images

El viaje de Ulises, con sus cíclopes y sus comedores de loto, con sus sirenas y su interminable regreso a casa, es el principio de un largo recorrido en el que lo imaginario se mezcla con lo real. Pero sobre todo marca lo que la literatura ha sido desde entonces: un instrumento fundamental para explorar el mundo. Todo viaje es una lectura, y toda lectura, un viaje. Resulta imposible resumir todos los desplazamientos mentales que ofrece la literatura universal. Si uno se centra, por ejemplo, solo en Sicilia —porque todos vivimos momentos en los que los golpes de la luz mediterránea contra el mar o el olor de una pasta con pescado y tomate recién hecha resultan muy bienvenidos en nuestra mente—, me refugiaría en cualquier novela del comisario Montalbano, de Andrea Camilleri (publicadas por Salamandra). Aquellos que no lo hayan leído nunca tienen ante sí la perspectiva de un largo viaje al interior de la isla más grande del Mediterráneo, porque ya hay publicados en castellano casi 30 volúmenes, y la promesa de unos atracones de salmonetes y pasta a la Norma en la Trattoria da Enzo, para luego bajarlos durante un paseo por el muelle.

El acantilado Scala dei Turchi, en la provincia siciliana de Agrigento, que inspiró los escenarios de las novelas del comisario Montalbano de Andrea Camilleri. getty images

Y al evocar Sicilia es imposible no pensar en El Gatopardo (Anagrama), la obra maestra póstuma de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, aquel aristócrata un poco excéntrico, inmenso lector y genio de la literatura que nunca llegó a publicar en vida. La frase más famosa de esas páginas —“Todo tiene que cambiar para que todo siga igual”— adquiere una lectura extraña desde el aislamiento del coronavirus. Es difícil no querer que todo cambie y que construyamos una sociedad basada en los afectos y en la solidaridad, un lugar utópico en el que siempre pensemos en el otro. Pero también se le puede dar la vuelta y pensar que todo ha cambiado, pero que todo tiene que seguir igual, que encerrados en casa tenemos que construir un mundo exterior. Visitar, por ejemplo, con el Príncipe de Salina, el protagonista de esta gran novela publicada a mediados del siglo XX, el jardín de su casa señorial, en la que se han refugiado durante la revolución garibaldina con la que nació la Italia moderna. “Ya se estaba poniendo el sol y sus rayos, cesada toda violencia, iluminaban amablemente las araucarias, los pinos, las robustas encinas que eran la gloria del lugar. La avenida principal descendía en suave declive entre altos setos de laurel que enmarcaban anónimos bustos de diosas sin nariz; se oía el murmullo lejano de los surtidores cuya fina lluvia rociaba la fuente de Anfitrite”.

Simonetta Agnello Hornby es una escritora —y prestigiosa jurista— que vive en Londres, pero cuyo mundo literario es Sicilia, su lugar de origen, al que vuelve a menudo. Ha publicado novelas extraordinarias, como La Mennulara (Tusquets), pero también estupendos libros de recuerdos como Unas gotas de aceite (Gatopardo). El escenario de este último es Mosè, la finca familiar cerca de Agrigento. Agnello Hornby recuerda el drama que se abatió sobre su primera adolescencia cuando sus padres descubrieron que empezaban a interesarle los chicos y en pleno verano se quedó recluida, ya que no podía salir a la calle sin una sólida escolta masculina familiar. Enclaustrada en casa, no paraba de quejarse ante su madre de aburrimiento. “Me sentía prisionera”, escribe. “Fue entonces cuando mamá puso a mi disposición un montón de libros y me permitió leer los que quisiera. Y así se acabó el aburrimiento. Había de todo, desde las grandes novelas del siglo XIX —Tolstói, Balzac, Flaubert, Maupassant, Dickens, Zola, Verga— hasta poesía —Villon, Foscolo, Leopardi, Gozzano— y libros de arte. Me refugiaba en el estudio y, cuando tenía los ojos demasiado cansados para continuar leyendo, emergía de todo aquel mundo imaginario con unas ganas tremendas de ver y crear cosas bellas”.

Y en eso también se parecen los viajes y los libros: en la búsqueda de la belleza, en la emoción silenciosa que produce la contemplación del Panteón de Roma, de la Alhambra de Granada, de las cumbres nevadas de los Alpes desde las elegantes plazas de Turín, que apenas se puede distinguir emocionalmente de experiencias como la lectura del arranque de Justine (1957), el primer tomo de El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell: “Otra vez hay mar gruesa y el viento sopla en ráfagas excitantes: en pleno invierno se sienten ya los anticipos de la primavera. Un cielo nacarado, caliente y límpido hasta mediodía, grillos en los rincones umbrosos y ahora el viento penetrando en los grandes plátanos, escudriñándolos…”. La gran novela coral de Durrell puede resultar también una lectura muy ilustrativa para estos días de encierro, en los que todos compartimos una misma experiencia, pero cada uno la vive (y la contará) de una manera. Es el relato de una ciudad que ocupa un lugar central en la memoria de la cultura, pero también narra la misma historia contada de manera diferente por cuatro personajes: Justine, Balthazar, Mountolive y Clea. Así empieza por ejemplo el segundo tomo, Balthazar: “Tonalidades del paisaje: del castaño al bronce, horizonte escarpado, nube baja, suelo de perla, con sombras nacaradas y reflejos violetas. El polvo leonado del desierto: tumbas de los profetas que viran al zinc y el cobre cuando el sol se pone en el antiguo lado”.

Gerald Durrell nos muestra con sus descripciones los paisajes, gentes y animales de la isla griega de Corfú

Lawrence Durrell es capaz de construir paisajes reales en nuestra imaginación, meterse en nuestra mirada hasta apoderarse de ella. Su hermano Gerald, el gran naturalista y autor de uno de los libros más divertidos de todos los tiempos, Mi familia y otros animales (Alianza Editorial), tenía también una gran capacidad para la descripción, pero en su caso no solo se centra en los escenarios —la isla griega de Corfú y su mar—, sino en sus personas y, sobre todo, en sus animales. De todos los viajes que propone la literatura, los títulos dedicados a la observación de la naturaleza se encuentran entre los más interesantes porque se trata de periplos que nosotros nunca podremos hacer —y por nosotros me refiero a todas aquellas personas que no tengan a su disposición meses y años para dedicarse solamente a observar lo que hacen algunos bichos—. La literatura ofrece muchas veces viajes con los que solo podemos soñar o que nunca nos atreveremos a hacer. En el caso de los libros sobre animales es todavía más complejo porque se trata de experiencias esenciales para comprender el mundo en el que vivimos, pero a las que solo los especialistas pueden acceder y que exclusivamente los grandes divulgadores nos pueden transmitir.

El casco histórico de Corfú, la isla griega que inspiró a Gerald Durrell. getty images

Dos de ellos, Frans de Waal, en El último abrazo. Las emociones de los animales y lo que nos cuentan de nosotros (Tusquets), y Carl Safina, en Mentes maravillosas. Lo que piensan y sienten los animales (Galaxia Gutenberg), llegan a la misma conclusión tras pasar años observando, en libertad o en zoos, a mamíferos superiores como chimpancés, gorilas, lobos, orcas o elefantes. Los animales sobreviven y son capaces de construir sociedades complejas porque cooperan. El mundo que describen no es el de una lucha de todos contra todos, sino historias de empatía, inteligencia y solidaridad. Safina relata, por ejemplo, la vida de una manada de lobos en el parque de Yellowstone (EE UU), uno de los paisajes más emocionantes y ricos en fauna del mundo. La supervivencia de la manada depende del trabajo conjunto y la cooperación, y sus integrantes son conscientes. Ese mismo patrón se repite en el resto de los grandes mamíferos de los que hablan estos dos naturalistas. Otra cosa es lo que ocurre entre diferentes animales, pues sus observaciones solo se refieren a los miembros de una misma especie.

Dos lobos en el parque nacional de Yellowstone (EE UU), uno de los paisajes observados por el ecologista y escritor Carl Safina. getty images

Los chimpancés pueden ser tremendamente agresivos, es cierto, pero Frans de Waal cuenta la historia de una hembra que renuncia a una parte de su comida para compartirla con una chimpancé mayor… y ciega. ¿Empatía, generosidad, solidaridad? No importa el nombre, lo esencial es la sensación de que en estos tiempos oscuros de virus, encierros, miedos y promesas de crisis, las estepas heladas de Yellowstone representan uno de los grandes viajes de nuestra vida porque allí los miembros de una misma manada (y en esto del coronavirus somos todos una misma manada universal) se ayudan para sobrevivir en un mundo hostil. Como ya hizo aquel bardo ciego, Homero, del que apenas sabemos nada, con los antiguos griegos y, al final, con todos nosotros: escribió, recitó en su caso, la Odisea para guiarnos en tiempos de zozobra y, de paso, para enseñarnos a viajar.

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