Después de más de cuatro años de obras, Israel acaba de completar la construcción de una barrera subterránea a lo largo de 65 kilómetros de la frontera de la franja de Gaza. Este muro invisible, que ha costado unos mil millones de euros y cuenta con sensores y radares para detectar la infiltración de milicias islamistas a través de túneles, intensifica la sensación de bloqueo a la que viven sometidos dos millones de palestinos en el enclave costero desde hace cerca de 15 años. En respuesta al aislamiento, reforzado cíclicamente por Egipto en la frontera del sur, decenas de miles jóvenes gazatíes secundaron entre 2018 y 2019 las protestas semanales de la llamada Gran Marcha del Retorno, en las que murieron más de 200 palestinos y otros 8.000 resultaron heridos por disparos de los francotiradores del Ejército israelí. Más de 150 sufrieron amputaciones.
Monser Nader Abali, de 27 años, dejó de estudiar Economía en la Universidad Islámica de Gaza el 13 de abril de 2018, cuando las balas israelíes le destrozaron la pierna derecha, poco después del inicio de las protestas en la frontera. Desde entonces también ha perdido el interés por la vida. “Me acerqué demasiado a la verja, a unos 20 metros, por simple curiosidad, junto a muchos otros manifestantes”, recuerda en el campo de refugiados de Shati, convertido en barriada marítima de la capital del enclave. Ahora lleva una prótesis que apenas le permite caminar y subir las escaleras de su casa.
El Gobierno palestino le ha asignado una pensión de invalidez de 1.300 shéqueles (370 euros) al mes, el doble del alquiler del apartamento en el que vive con su esposa, después de haber pasado un año en una silla de ruedas y otro año más con muletas. “Espero que mi caso llegue algún día a La Haya para que los culpables sean castigados, pero no confío en que Israel asuma su responsabilidad”, se resigna. “Pregunté en el hospital cuánto costaría una pierna artificial moderna para poder volver a hacer mi vida de antes”, confiesa. “Es mejor no saberlo”, dice que le respondieron.
El Centro Palestino de Derechos Humanos (PCHR, por sus siglas en inglés), una ONG con sede en Gaza y financiada por donaciones internacionales, ha presentado este mes una investigación conjunta con la organización pacifista Israelí B’Tselem en la que se responsabiliza a la justicia militar de “encubrir” los presuntos crímenes de guerra cometidos por las tropas durante la Gran Marcha del Retorno.
“Trabajamos entre tres fuegos: el de la ocupación y el bloqueo de Israel; el de la Autoridad Palestina, en Cisjordania, y el del movimiento islamista Hamás en Gaza”, describe Rayi Surani, director desde hace tres décadas del PCHR, la dificultad del trabajo de una organización independiente. “Nuestros investigadores y abogados están sobre el terreno, y donde se presenta un caso con indicios de constituir un crimen de guerra recopilamos todos los datos”, precisa Surani en su despacho en la capital gazatí la misión de identificar testigos y documentar pruebas para ponerlas a disposición de la justicia internacional.
La Fiscalía del Tribunal Penal Internacional (TPI), con sede en La Haya, abrió en marzo una investigación por crímenes de guerra en Palestina dirigida tanto contra Israel como contra las milicias islamistas en Gaza. Israel no es país signatario del Estatuto de Roma, el tratado por el que nació en 2002 el TPI. Pero Palestina lo ratificó en 2015 y reconoció la jurisdicción del tribunal sobre su territorio. Palestina fue admitida como “Estado observador no miembro” por la Asamblea General de la ONU en 2012.
La versión oficial del Ejército israelí no ha variado en los últimos tres años, según han reiterado los portavoces castrenses. Las tropas respondieron de forma proporcionada para “neutralizar el peligro” que suponía la ola de violentos disturbios masivos –y “acciones terroristas”– organizados por Hamás con el objetivo de lanzar ataques al otro lado de la frontera. Los comandantes dieron la orden de abrir fuego “en defensa propia”, sostiene Israel.
Por encima de todo, el Gobierno israelí teme que la investigación penal internacional pueda desembocar en imputaciones contra responsables militares y civiles, como sospechosos de haber cometido crímenes de guerra o contra la humanidad en territorios palestinos. En consecuencia, pueden ser arrestados en el extranjero en virtud de órdenes de detención dictadas por el TPI.
“Los jueces de La Haya, sin embargo, actúan bajo el principio de complementariedad. Si un Estado efectúa una investigación completa y ofrece reparación a las víctimas, la justicia internacional se abstiene de intervenir”, puntualiza Surani. “Pero si no hay una respuesta legal o se prueba que la jurisdicción israelí ha encubierto la investigación, entonces sí es posible acudir al TPI. Investigadores israelíes y palestinos hemos presentado hechos, nombres y todo tipo de evidencias que el sistema legal israelí ha ocultado en su investigación”, asegura el director del Centro Palestino de Derechos Humanos.
“Arruinaron mi vida y mi futuro”
A May Abu Rowaida, de 22 años, una bala forrada de goma le reventó el ojo derecho el 6 de diciembre de 2019 en Al Biureji, en la frontera central de la franja de Gaza. La joven ondeaba una bandera palestina en la fase final de las protestas de la Gran Marcha del Retorno, en un momento en el que apenas se registraban incidentes. Ha interrumpido sus estudios de secretariado sanitario y apenas ha vuelto a salir con sus amigas en el campo de refugiados de Maghazi, en el centro de la Franja. Suleiman Abu Rowaida, funcionario local de 54 años, menea la cabeza mientras escucha las palabras cargadas de amargura de su hija. “Practicaron puntería con mi ojo. Yo no suponía ningún peligro”, relata un año después de haber recibido una protésis ocular. Arruinaron mi vida y mi futuro. Me siento desfigurada”, lamenta la joven, que ahora recibe una pensión mensual de 600 shéqueles.
May Abu Rowaida acudió hasta las oficinas militares israelíes del paso fronterizo de Erez para presentar una denuncia. “Nadie me ha llamado para investigar mi caso en Israel”, alega. “Pero tampoco tengo esperanzas de que pueda lograr una compensación a través de la justicia internacional. Perdí el ojo sin ninguna razón, solo por llevar una bandera palestina”.
“Hemos intentado agotar todas las instancias en Israel, aunque su jurisdicción militar no aplica el derecho internacional, solo investiga si los hechos se han producido de acuerdo con las disposiciones castrenses”, aclara Rayi Surani, abogado palestino especializado en la defensa de los derechos humanos. “Israel no trata de evaluar si ha habido muertos o heridos y por qué causas”, concluye, “sino si se han producido violaciones de las normas del Ejército, como por ejemplo cometer saqueos o robos”. Cree que en el fondo todo este proceso solo es una “cortina de humo”.
Las investigaciones israelíes solo han afectado a militares de bajo rango. Se han centrado en 143 casos con resultado de muerte y no han abordado los miles de casos con heridos y amputados. Cerca de un centenar de denuncias han sido archivadas sin abrir diligencias. “Israel se ha dedicado a encubrir y proteger a los jefes políticos y militares que aprobaron la práctica del fuego a discreción”, concluye el informe conjunto del PCHR y B’Tselem. “Declarar que hay en marcha una investigación (para eludir al TPI) no es suficiente. Tiene que haber una investigación efectiva y dirigida a los altos mandos. Israel no cumple estos requisitos”, remacha el informe conjunto de ONG de Palestina e Israel.
Tan solo una investigación militar israelí ha desembocado hasta ahora en una condena. Es el caso del chico palestino Othman Heles, abatido a tiros en la frontera de Karni, próxima a la capital gazatí, el 13 de julio de 2018. Cuando EL PAÍS le visitó en 2019 en Ziyahia, una barriada periférica de Gaza, Rami Heles, padre del fallecido, había recibido recientemente la noticia de la sentencia a 30 días de trabajos para la comunidad impuesta a un francotirador israelí por haber disparado contra Othman. “Fue una trágica chiquillada, se encaramó a la valla. Pero al menos los israelíes podían haber pedido perdón si creen que todo fue debido a un error”, se quejaba entonces de la leve condena impuesta a un soldado, que no fue identificado por el Ejército tras el acuerdo de admisión de culpabilidad que alcanzó con la Fiscalía
Jugar al fútbol tras perder una pierna
El 25 de octubre de 2018, con 15 años, Mohamed Barbagh era un fanático del futbol. Tres años después ha tenido que aprender a jugar sin la pierna derecha. Ahora se encuentra en Egipto, en un centro de rehabilitación para amputados acompañado por su madre. Su padre, Yasir Barbagh, de 48 años, posa junto a un cartel del muchacho, celebrado como un “héroe” por las organizaciones políticas de Gaza, en el salón de su casa en las afueras de Jan Yunis (sur de la Franja). “Era la primera vez que acudía a las marchas. Iba con sus amigos, junto con una multitud”, asegura. Como más de la mitad de los gazatíes, está en paro. Hasta 2006, cuando se cerró la frontera era uno más entre decenas de miles de temporeros que cada día trabajaban en la agricultura o la construcción en Israel.
En un viernes típico de protestas a lo largo de la Marcha del Gran Retorno, como los que presenció este corresponsal, miles de familias coreaban cánticos nacionalistas a unos dos kilómetros de la valla, mientras algunos centenares de jóvenes tiraban piedras a los soldados en la verja, entre humaredas de neumáticos quemados y gases lacrimógenos arrojados desde drones. “Un familiar me telefoneó desde Hoshma, en la misma frontera, con este mensaje: ‘Tu hijo ha sido tiroteado y va camino del Hospital Europeo de Jan Yunes’. Tras una operación de siete horas de duración, pudo ser evacuado hasta el hospital palestino de Makassed, en Jerusalén Este (en un último intento de salvarle la extremidad). Cuatro días después, le amputaron la pierna por encima de la rodilla”, relata Yasir Barbagh. Asegura que su hijo estaba jugando al fútbol en una zona alejada de la valla fronteriza.
“Siente muchas molestias al caminar con la prótesis que le han colocado. La que él necesitará cuesta unos 15.000 dólares y ahora solo recibe una ayuda de 300 shéqueles mensuales del Gobierno palestino”, lamenta el padre. “Lo peor es que Mohamed ya no es como antes. No quiere salir de casa. Se ha quedado sin ilusiones. Eso no se lo devolverán nunca en el Tribunal de La Haya”.
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