Ocurrió el pasado sábado por la noche. Hombres armados a bordo de motocicletas entraron en la localidad de Seytenga, en el norte de Burkina Faso, y asesinaron al menos a 79 personas, según el último balance gubernamental, difundido este martes. Se trata del último de una larga serie de ataques yihadistas que ha provocado al menos 300 muertos en los últimos tres meses en este país. El mismo día, en la vecina Malí, dos funcionarios de Aduanas y seis civiles fueron asesinados por terroristas en un ataque en Kutiala, mientras los radicales han lanzado una ofensiva por hacerse a tiros con el control de varias localidades de la región de Ménaka. El yihadismo golpea con dureza a los regímenes militares que nacieron hace solo unos meses de levantamientos que tenían como objetivo precisamente combatir su avance.
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La intensidad de los ataques yihadistas coincide con la retirada de los militares franceses de Malí. Este lunes entregaron la base de Ménaka al Ejército maliense y se prevé que a finales de julio hagan lo propio con la base de Gao, el último punto donde quedan soldados de la Operación Barkhane que lideraba París. El-Ghassim Wane, emisario de Naciones Unidas para Malí, expresó su temor ante un posible ataque a la propia ciudad de Ménaka, donde hay más de 5.000 personas refugiadas de la violencia. Tanto el Gobierno de Burkina Faso como el de Malí, en este último caso con el apoyo de mercenarios rusos de la compañía Wagner, anuncian regularmente la eliminación de yihadistas, supuestamente miembros del Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM) y de la Provincia del Estado Islámico en el Sahel, los dos grupos más activos en la región.
La ola de golpes de Estado que sufrió África occidental en los últimos meses, en países como Guinea-Conakry, Burkina Faso y Malí, alumbró regímenes militares bajo el compromiso de una vuelta a la democracia en un plazo razonable. Sin embargo, las transiciones se empantanan y las juntas castrenses remolonean y se dan hasta tres años, como en el caso de Malí, para ceder el poder a los civiles, con el peligro de que el apoyo popular a las asonadas militares comienza a desvanecerse a medida que los nuevos dirigentes muestran su incapacidad para lograr sus objetivos, como frenar el yihadismo. La difícil coyuntura económica que alumbraron primero la covid-19 y ahora la guerra de Ucrania, con la subida de precios de alimentos y combustible, se perfila como un nuevo elemento desestabilizador.
Plazos inaceptables
El lunes 6 de junio, un decreto firmado por el coronel Assimi Goïta, al mando en Malí desde el golpe de Estado de agosto de 2020, ponía fecha a su salida del poder: marzo de 2024. Es decir, tres años y medio de régimen militar en el caso de que se cumpla esta promesa. En la vecina Guinea-Conakry, el teniente coronel Mamady Doumbouya se ha dado 36 meses para devolver la manija a los civiles tras unas elecciones, el mismo tiempo estipulado por el teniente coronel Damiba en Burkina Faso. La Comunidad Económica de Estados de África Occidental (Cedeao) considera estos plazos inaceptables, pero ha reaccionado de distinta manera en cada caso: duras sanciones a Malí y dudas sobre qué hacer con los otros dos países, sobre los que tomará una decisión el próximo 3 de julio.
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En Malí y Burkina Faso, los militares se hicieron con el poder con el objetivo declarado de derrotar a la violencia yihadista que avanza por ambos territorios. Sin embargo, amplias zonas de ambos países continúan fuera del control del Estado y en ellas los grupos armados llevan a cabo atentados, ataques y enfrentamientos constantes. “No hay avances en materia de seguridad y me parece sintomático desde la óptica de que la respuesta no puede ser solo militar, tiene que ver también con la protección de los civiles y una presencia estatal más constructiva”, asegura Lori-Anne Théroux-Bénoni, responsable regional del Instituto de Estudios de Seguridad (ISS).
Por ello, la paciencia comienza a agotarse. En Malí, el influyente imam Mahmud Dicko, a quien se considera inspirador de las manifestaciones que forzaron el golpe de Estado de 2020 y firme defensor del cambio de régimen, calificó hace dos semanas a los militares en el poder de “arrogantes” y el movimiento ciudadano que acogió la caída del presidente Keita con los brazos abiertos ya está pidiendo cabezas. “Hay una rápida decepción que es proporcional a las elevadas expectativas que se crearon con la llegada de los militares”, añade Théroux-Bénoni. Según considera, “el apoyo popular a los golpes de Estado fue más por encontrar una salida a los regímenes precedentes que un cheque en blanco a los nuevos dirigentes; fueron percibidos más bien como un vehículo de liberación”.
Mahmud Dicko da un discurso para pedir la dimisión del entonces presidente de Malí, Ibrahim Boubacar Keita, en agosto de 2020 en Bamako.STRINGER (Reuters)
A juicio de Gilles Yabi, fundador del grupo de reflexión Wathi, “no se pueden esperar resultados espectaculares o profundos después de unos meses, ya sea por un poder militar o civil; la degradación de la situación en materia de seguridad es tal que ningún poder político puede aportar soluciones rápidas o convincentes. Es pronto para decir si van a fracasar o tener éxito, hay mucha incertidumbre”. En Guinea-Conakry, la motivación del golpe de Estado de septiembre de 2021 no fue el yihadismo, sino el intento del anterior presidente, Alpha Condé, de mantenerse en el poder y la represión política que puso en marcha. Sin embargo, el divorcio entre la clase política que aplaudió la asonada y los militares que la protagonizaron es total nueve meses después.
Retroceso democrático
“Abundan las señales de un posible retroceso democrático en algunos países de África occidental”, asegura el investigador ghanés Gyimah-Boadi, cofundador del Afrobarómetro, en un reciente informe para la Fundación Kofi Annan. A juicio de este experto, hay una crisis del modelo occidental de democracia estimulada por factores internos, como la imposibilidad de alternancias pacíficas y el empeño de presidentes por aferrarse al poder, y externos, con el oportunismo de la violencia yihadista a la cabeza. La responsable regional del ISS coincide en que los golpes de Estado son solo el síntoma de una crisis más profunda. “La población está exigiendo una democracia real y no solo de fachada. Mientras tanto, la Cedeao ofrece una doble vara de medir: condena los levantamientos militares, pero no reacciona ante los golpes constitucionales”, expresa Théroux-Bénoni.
A esta volatilidad se suman ahora las consecuencias de la guerra de Ucrania. A finales de mayo, una manifestación contra el alza de los precios de la gasolina acabó con un muerto por herida de bala en Conakry, donde los militares han prohibido toda reclamación callejera. Además, el pasado miércoles, manifestantes de la oposición senegalesa incluían la subida del coste de los productos de primera necesidad entre sus quejas durante una protesta en Dakar. La covid-19 primero y la guerra de Ucrania después han disparado los precios del aceite, el pan o el arroz, y la inestabilidad se empieza a notar. “Es un elemento añadido”, sostiene esta experta, que va a meter más presión aún a los Gobiernos africanos, sobre todo a los que carecen de legitimidad democrática.
Otros dos países africanos que vivieron recientes golpes de Estado, Chad y Sudán, se enfrentan a problemas parecidos, aunque en un contexto diferente. El proceso de diálogo nacional para poner en marcha una transición democrática en Chad está estancado, sobre todo en torno al punto de la reforma de las Fuerzas Armadas, que es una de las exigencias de grupos rebeldes y partidos políticos. En Sudán, los militares derrocaron a Omar al Bashir en 2019, pero se resisten a dejar el poder y reprimen con violencia las continuas manifestaciones ciudadanas que reclaman elecciones y democracia.
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