Hoy en día asociamos el vino y la cerveza sobre todo al fin de semana o a las noches, después de la jornada laboral. Nos sirven para acompañar una buena comida o tomar algo con los amigos. Pero hasta no hace tanto estas bebidas rivalizaban en Europa con el agua: se bebían a lo largo del día, incluyendo las mañanas, y lo hacían hombres, mujeres y niños. Eso sí, aunque suene contradictorio, se hacía evitando los excesos.
El consumo de alcohol cada día y a cualquier hora era algo generalizado hasta bien entrado el siglo XVIII, como cuenta a Verne la historiadora Isabel Lugo, profesora de Historia de la Gastronomía en la Escuela de Turismo, Hostelería y Gastronomía de la Universidad de Barcelona y autora de En la mesa del César. Las bebidas fermentadas, vino y cerveza, no tenían la misma consideración que tienen ahora, sino que se veían como un alimento más, recomendado incluso por médicos, como detalla a Verne por teléfono la historiadora María Ángeles Pérez Samper. El vino en España y en el sur de Europa era “parte integrante de la alimentación, por su aporte calórico, complemento sustancial de la dieta, especialmente de las dietas más pobres”, escribe en su libro Comer y beber: una historia de la alimentación en España. Y se consideraba que desayunar con vino daba ánimo y energía. Lo mismo ocurría en el norte y centro de Europa con la cerveza.
Ya en la Edad Media, “el alcohol tenía la reputación de un santo -recoge Iain Gately en Drink: A Cultural History of Alcohol (“Beber: Una historia cultural del alcohol”)-. No había ni receta médica ni comida completa completa sin él”. Gately cita en su libro a Arnau de Vilanova, médico valenciano del siglo XIII, que en su Liber de Vinis (“Libro del vino”) decía que, en su justa medida, el vino era adecuado para cada edad, cada tiempo y cada región. Vilanova apuntaba que emborracharse de vez en cuando podía ser saludable, al ayudar a purgar el cuerpo de humores nocivos. Eso sí, no más de dos veces al mes.
La reputación de santidad llegaba incluso a los monasterios. Las normas de estos centros especificaban de cuánto vino podía disponer cada fraile: en su regla del siglo VI, San Benito habla de una hemina de vino al día, el equivalente a un cuarto de litro, aunque el abad podía aumentar las raciones según las necesidades, siempre velando por la moderación. De hecho, hay normas de monasterios que llegaron a los dos litros diarios.
Muchos monasterios tenían sus propios viñedos. Donde el clima no lo permitía, los monjes elaboraban cerveza. También las monjas. Según recoge Gately, en el siglo XII, santa Hildegarda de Bingen fue la primera en añadir lúpulo a la cerveza para aromatizarla y conservarla mejor. Hasta entonces no se parecía mucho a la que bebemos ahora. En Una borrachera cósmica, Mark Forsyth compara la cerveza previa a la introducción del lúpulo a una especie de sopa de cebada “con trozos dentro”. La única forma de que supiera bien era “aromatizándola con hierbas y especias”.
Un vino pasado por agua
Las botellas diarias de los monjes no eran extraordinarias: Lugo recuerda que no era raro beber entre dos y tres litros diarios de vino en España y cantidades similares de cerveza en el centro y norte de Europa. Pero hay que decir que se trataba de un vino diferente y que además se consumía de manera distinta a la actual.
De entrada, a menudo se tomaba rebajado con agua. Incluso a veces -quien podía y cuando podía- lo refrescaba con nieve, como ya hacían los griegos. Su consumo se espaciaba a lo largo del día, por lo que la gente no iba haciendo eses por la calle. Además, a menudo se tomaba mojando pan en él, por ejemplo, para desayunar. Esta era otra costumbre también de la Grecia clásica: su desayuno típico era el pan de cebada mojado en vino.
El vino en ocasiones se especiaba y aromatizaba, “como vino de rosas, de anís, de peras, de laurel, de salvia, de aguamiel”, escribe Pérez Samper. El mejor valorado era el tinto y se prefería joven, sobre todo porque se habían olvidado las técnicas de envejecimiento de griegos y romanos, y la bebida se conservaba mal y se picaba y agriaba pronto.
Gately habla en su libro de las exportaciones de vino de Burdeos a Inglaterra durante el siglo XIV, y explica que debido a la mala conservación en barriles de madera, estos vinos ya eran vinagre “antes de llegar a su segundo cumpleaños”. Era un vino sin cuerpo, casi rosado, “que se podía volver ácido en cualquier momento”. Aun así, el comercio y consumo era inmenso: las exportaciones de vino de Burdeos a Inglaterra de ese siglo no se superaron hasta los años veinte del siglo pasado. Y eso que la mayor parte de la población inglesa bebía cerveza, como escribe este autor: “Hombres, mujeres y niños bebían cerveza para desayunar, a mediodía y antes de irse a la cama por la noche”.
Por supuesto, aunque se considerara un alimento y a menudo se comiera con pan, también se bebía en tabernas y se usaba como excusa para socializar. Estos locales tenían mala fama, ya que en ellos se perdía el tiempo, se apostaba y se bebía hasta la embriaguez. Que el vino se viera con buenos ojos no quiere decir que se aprobaran los excesos ni que dejara de verse la templanza y la moderación como una virtud. Por no hablar de que las tabernas abrían los domingos por la mañana y muchos se perdían la misa por pedir otra ronda.
La mala fama del agua
El vino no solo se bebía a diario porque se considerara un alimento. También tenía que ver la mala reputación del agua: esta bebida no siempre estaba en buenas condiciones y podía transmitir enfermedades. Y cuando se podía beber sin riesgo, su sabor no siempre era agradable. Pérez Samper recuerda que Carlos I y Felipe II, cuando tenían la Corte en Madrid, se hacían traer el agua de la fuente del Berro, famosa por su calidad. Pero la mayor parte de la población no podía escoger pozo, fuente o río. Por supuesto, se bebía agua cada día, y había abstemios y críticos del alcohol. Pero en ocasiones resultaba más seguro tomar algo de vino, que además se valoraba por “sus cualidades energéticas, higiénicas y euforizantes”.
Lo que apenas se bebía era leche: era más fácil conservarla, transportarla y venderla en forma de queso o mantequilla. Otras bebidas solo tenían implantación regional, como la sidra asturiana, o tenían demasiado alcohol como para beberse a menudo, como los primeros licores y aguardientes, que empiezan a destilarse a finales de la Edad Media.
En España, el consumo de cerveza era minoritario y la bebida no era de muy buena calidad. Pero la había. Pérez Samper cuenta que Carlos I, educado en los Países Bajos, se trajo a nuestro país a maestros cerveceros y la puso de moda en la Corte. Pero como bebida popular, explica la historiadora, no comenzó a asentarse hasta el siglo XIX y, sobre todo, a mediados del XX.
Mejor desayunar con café
A finales del XVII y principios del XVIII, las clases acomodadas en España empiezan a beber chocolate traído de América. En ese momento era un lujo, pero había quien podía permitirse tomarlo para merendar o para desayunar. También comienza a popularizarse el café, primero como bebida de sobremesa y, después, a todas horas en las primeras cafeterías. Desayunar café con leche es algo que no será común hasta el siglo XIX, explica Pérez Samper, que recuerda que incluso entonces era relativamente habitual, por ejemplo, que los obreros catalanes bebieran un vaso de aguardiente antes de entrar a trabajar
En gran parte de Europa también se comenzó a beber café a partir del siglo XVII. Enseguida se ganó buena reputación entre intelectuales, comerciantes y oficinistas. Como explica Tom Standage en La historia del mundo en seis tragos, hasta entonces seguía siendo habitual desayunar cerveza o vino. Pero quienes bebían café por las mañanas contaban que “empezaban el día alerta y estimulados, y no relajados y un poco bebidos, y la calidad y cantidad del trabajo mejoró”. Esta bebida empezó a verse como la antítesis del alcohol. Standage cita un poema inglés anónimo del siglo XVII que decía que el vino ahoga nuestra razón y nuestras almas, mientras que el café “anima el espíritu sin volverte loco”. Todo esto, cuenta Standage, ya lo sabían los árabes, de donde venía el café y donde (en principio) no se podía beber alcohol.
El siglo XX se levanta con resaca
A partir de los siglos XVIII y XIX comienza a cambiar la consideración del vino y la cerveza, a medida que se conocen mejor los efectos negativos del alcohol y mejoran gradualmente las condiciones de vida, incluyendo el acceso cada vez mayor al agua corriente. Lugo apunta que se trata de un proceso “gradual, muy lento y asimétrico”. Fue más rápido y fácil en las clases altas y en el entorno urbano, por ejemplo. Y no todas las costumbres se han perdido: hoy no echamos agua al vino de dudosa calidad, pero sí gaseosa o incluso Coca-Cola.
Además, fue un proceso que se alargó hasta bien entrado el siglo XX. Tanto Lugo como Pérez Samper recuerdan haber merendado de niñas pan con vino y azúcar. Y en la publicidad de los años sesenta y setenta ya vimos cómo la cerveza, que empieza a popularizarse de verdad en España, se comenzó a vender como una bebida de la que también podían disfrutar los niños. Las botellas de litro se ofrecían en los supermercados y los fabricantes las presentaban como un refresco familiar. Aunque ya para horas decentes, como las dos de la tarde, y no para el desayuno.
Hoy en día ya hay quien se lo piensa dos veces antes de beber, incluso a una hora y a una edad razonables. Por ejemplo, hay veinteañeros que renuncian al legado de los goliardos y prefieren ser abstemios. Aunque pueda sorprender, dado nuestro pasado, lo cierto es que ahora casi todos sabemos más sobre el alcohol que Arnau de Vilanova. Pero a lo mejor no más que San Benito: “Convengamos al menos en no beber hasta la saciedad sino con moderación, porque el vino hace apostatar hasta a los sabios”, escribía. Y si en algún monasterio no hay nada de vino (o, añadimos, algún monje no quiere beberlo), “bendigan a Dios los que allí viven y no murmuren”.
* También puedes seguirnos en Instagram y Flipboard. ¡No te pierdas lo mejor de Verne!