Ópera interrumpida

Estábamos en el preludio de la ópera más hermosa entre todas las óperas, la más grande. Ese preludio profundo y melancólico, tan lleno de energía cósmica que la muerte y la vida llegan a ser una misma cosa. La música del preludio parece empujarnos hacia un final fatal y por eso no queremos que cesen de tocar los violines, ni los chelos, ni los oboes, ni el delicado timbal, cuya baqueta el intérprete ha envuelto en un pañuelo de seda para que sus golpes se asemejen a latidos. La tensión va creciendo hacia la conclusión de la pieza, que intuimos ya está cerca, pero que no es así porque la tensión sigue en aumento y el final está llegando, pero no llega.

El patio de butacas del Teatro Real de Madrid está al completo, así como los mejores palcos y gran parte del anfiteatro. Yo estoy, estaba, en la fila cuatro de los pares, y podía ver el viento a mi derecha, y a una parte de la cuerda abajo, en el foso. El director dejó que el último acorde se quedara suspendido, enigmático, en el aire y luego comenzó a bajar los brazos para recibir el aplauso del público. En ese momento fue cuando apareció aquel hombrecillo en mitad del pasillo, un ser de apariencia menuda y con gafas de lentes oscuras, que vestía, pese a estar dentro de la sala, una gabardina larga muy usada, y una bufanda. Dio una palmada para llamar la atención del respetable y exclamó:

— ¡Señoras y caballeros! ¡Atención! ¡Escuchen!

La gente pensó, pensamos, que estábamos ante un perturbado. Los acomodadores comenzaron a acudir al pasillo con rapidez. El hombre de la gabardina los intentó detener con un gesto y exclamó:

— ¡Por favor, por favor, escuchen! ¡Las salidas del teatro están bloqueadas por fuera! ¡Estamos atrapados! ¡No se puede salir!

Los acomodadores le rodearon. Yo nunca había visto un número tan grande de acomodadores, no sabía que el Teatro Real tuviera tantos, la verdad, y que acudieran con esa celeridad ante la presencia de un loco en mitad de la sala.

— ¡Auxilio! ¡Auxilio! – suplicó el hombrecillo.

Pero el suplicante fue silenciado, ahogado, por los fuertes brazos de los empleados del teatro. A los acomodadores se había unido el servicio de seguridad

Se escucharon protestas, imprecaciones y también risas. Algunos espectadores se pusieron en pie para mirar lo que sucedía. El hombrecillo había desaparecido de la vista.

Pronto se pudo comprobar que el hecho era cierto, que las grandes puertas de entrada al vestíbulo estaban cerradas sin tener modo de abrirse. Además, había un hecho aterrador: las luces y edificios de la plaza de Oriente estaban apagados y una espesa oscuridad rodeaba al teatro

Pronto se pudo comprobar que el hecho era cierto, que las grandes puertas de entrada al vestíbulo estaban cerradas sin tener modo de abrirse. Además, había un hecho aterrador: las luces y edificios de la plaza de Oriente estaban apagados y una espesa oscuridad rodeaba al teatro. Un muro de tinieblas y de silencio, como si en el exterior todo se hubiera detenido. La ausencia de sonidos callejeros resultaba ominosa.

Si quieren que les diga mi opinión, yo creo que el público del teatro estaba más sorprendido que asustado.

— ¡Nadie nos comunica nada! ¡Ni una sola información, parece mentira! ¡Esta dirección es de vergüenza!

El foyer del teatro estaba a tope y, desde las barandillas de los pisos superiores, la gente, en general joven, se asomaba más curiosa que inquieta.

— ¡Si no va a haber función, que nos devuelvan el dinero!— gritó un chico desde lo alto de la galería de anfiteatro.

Por fin apareció el intendente del teatro —por cierto, bien conocido mío— y dijo que lo mejor era que el público volviera a sus butacas a esperar noticias.

— ¿Se va a reanudar la función mientras esperamos?— preguntó una señora a mi lado.

— ¡Desde luego, desde luego! Ya hemos llamado a los bomberos.

— Ah, los bomberos, claro.

Un habitual del teatro, con el que solía intercambiar comentarios operísticos en los entreactos, se acercó a mí. No conseguía acordarme de su nombre, y él, muy educadamente, lo pronunció para evitarme quedar mal:

— Soy Alfonso Alcalá, por si no te acuerdas.

— Hola, Alfonso.

El hombre era parlanchín:

— La situación es más grave de lo que parece, pero no quieren que cunda el pánico.

Y añadió al oído:

— Hay un miembro de la Casa Real en el palco principal. Una infanta.

Se rascó la cabeza sin que nada le picara. En la megafonía del vestíbulo sonaron las fanfarrias y luego una voz suave, dijo: “Ocupen sus localidades, la función va a reanudarse.”

— Es una grabación, ese aviso no significa nada.

Un poco más allá vi la cabeza blanca y rizada de Margaret Armstrong. Delgadísima, seria, grácil, Maggie me saludó con una sonrisa de circunstancias. Vivía en España desde que dejó la dirección de un periódico progre en el Sur de Estados Unidos —en el Sur, sí— y aquí se curó de un cáncer. Volvía, volvió, a nacer y aquí estaba, encerrada y sola, como yo. Me entró una profunda tristeza que disimulé con el más jovial de mis saludos.

El telón se fue alzando lentamente en el escenario y las luces iluminaron el decorado. Pero no salió ningún cantante, ni se escuchó ninguna música.

De todas maneras, el público aplaudió, por costumbre, al aparecer en el proscenio el director del teatro, serio y correctamente trajeado de oscuro, con una corbata gris perla. Era calvo, con una calva refulgente, obscena.

Dijo que la situación era excepcional, sí, pero que lo más importante era mantener la calma y confiar en la autoridad competente, de la que se esperaban instrucciones.

Después, salió de escena sin más, oyendo algunos silbidos provenientes de las localidades altas.

Unos minutos más tarde, hubo un desmentido sobre una información de cuyo contenido no teníamos noticia, pero que los responsables se apresuraban a negar aun sin decirnos de qué se trataba. Eso exacerbó el nerviosismo y la desconfianza.

Busqué a un conocido del staff para preguntarle si sabía algo. Pero todos los responsables del Teatro Real habían desaparecido.

Intenté aproximarme a una de las puertas laterales; la gente había formado grupos y estaban discutiendo en el vestíbulo y en las galerías. Los porteros y miembros de seguridad impedían acercarse demasiado a las grandes puertas de hierro. Nos protegían de lo invisible.

La gente trataba de llamar por el móvil, pero no se conseguía comunicar con el exterior. Se pensó, pensamos, que quizá la red estaba colapsada, como sucede a la salida de un gran evento deportivo. Esta vez era distinto, había tono de llamada, pero nadie respondía. Los sonidos se perdían en un vacío ilimitado y mudo.

Un muro de silencio.

“Intenté vislumbrar algo del exterior apartando un poco los cortinajes estampados de pájaros heráldicos y grifos. Pero lo que no se veía era igualmente espantable: una negrura envolvente, como un velo de encaje negro”.

Subí al primer piso y utilicé mi tarjeta de espectador vip para entrar en uno de los grandes salones que daban a la plaza de Oriente. El salón estaba en penumbra y nadie guardaba los ventanales. Intenté vislumbrar algo del exterior apartando un poco los cortinajes estampados de pájaros heráldicos y grifos. Pero lo que no se veía era igualmente espantable: una negrura envolvente, como un velo de encaje negro.

Yo estaba solo en el salón y, al acostumbrar mi vista a la semioscuridad, vi cómo un cuerpo ondulante empezaba a tomar forma. Ella —porque era ella, la soprano de la ópera interrumpida— llevaba un traje de lamé dorado cubierto por una larga capa, el traje que lucía en escena. También miraba hacia afuera, hasta que reparó en mí y sonrió.

— Hola, hombre.

Me presenté:

— Soy José López. Ya no se acordará, pero el intendente del teatro nos presentó durante la rueda de prensa. No, no, yo no soy periodista, solo un aficionado a la ópera y admirador de usted. Y escritor y amigo del intendente. Me permitió estar presente en la rueda de prensa precisamente porque quería conocerla.

Su mano emergió de entre los pliegues de la capa y me la tendió.

Me dijo que se había escapado del camerino, pese a que le habían rogado que no saliese de él, porque no soportaba estar encerrada. Y que ahora estaba pensando en regresar, pero que no estaba segura de dar con el camino de vuelta.

Lise Danielsen terminaba algunas frases con un suspiro. Su español latino tenía un tono profundo, como un fiordo de su Noruega natal.

Después, se encogió de hombros y dijo que no tenía ninguna prisa en volver al camerino.

— Me temo que esta noche no va a haber representación.

Y añadió:

— ¿Tendría usted un cigarrillo?

— Solo fumo puros.

— ¿Y tiene uno?

Le dije que sí, y ella me pidió que le dejara encenderlo y darle una o dos chupadas. Mordió el cigarro y le arrancó la boquilla.

— Extraña situación, ¿verdad? ¿Usted qué piensa?

Y antes de que yo contestara, añadió, como si citara una frase:

— ¿Por qué desear cosas si no puedes tenerlas? Ya ve, yo deseaba fumar y esta situación me permite hacerlo. ¿Le espera alguien ahí abajo?

Le dije que no, que había venido solo a verla a ella.

Cuando salimos a la galería pudimos ver que casi todo el mundo se había precipitado a coger sitio ante los bufés de bebidas y canapés. Se guardaba una cola de media hora para una copa de cava. De pronto, ocurrió un hecho que excitó los ánimos más que el encierro mismo, o quizá resultó un detonante. Las luces del vestíbulo se fueron extinguiendo dulcemente, como si fuera un efecto escénico. Se había ido el suministro de energía eléctrica y nos estábamos quedando en tinieblas. La gente empezó a protestar y proferir gritos. Después, algunos empezaron a empujar a otros y se originó una trifulca. Los del servicio de seguridad intentaron poner paz a la luz de sus linternas. Entonces fue cuando unos cuantos energúmenos intentaron arrebatárselas. No se sabe quién golpeó a un anciano, al que yo conocía por asistir a mi mismo abono, y el viejo rodó por el suelo. El veterano aficionado exclamó “¡la luz! ¡la luz!” y se quedó paralizado sobre el mármol amarillo del piso. La perturbación fue en aumento. Los que trataron de calmar a las personas más excitadas recibieron puñadas e insultos, como si tuvieran la culpa de lo que sucedía. Lise Danielsen y yo seguíamos en la galería superior, en la que un joven corría hacia alguna parte con la llamita de un encendedor, que en aquella terrible oscuridad parecía una estrella errante surcando el firmamento.

La calma no volvió hasta que los generadores autónomos del teatro se pusieron en funcionamiento y, tan dulcemente como se fue, la luz volvió. La luminosidad era tenue e insegura, pero suficiente. Al mirarse los unos a los otros, el público enloquecido se calmó y muchos bajaron la mirada al suelo, avergonzados de su comportamiento desaforado. Algunos todavía tenían agarrados por el cuello a otros. Se recompusieron los modales y los más frenéticos procuraron alisarse el pelo y la ropa. Pero ya nada volvió a ser igual. Las sonrisas eran forzadas y las miradas, desconfiadas. Los “por favor”, “después de usted”, “muy amable”, “gracias”, se multiplicaban sin ton ni son. El viejo aficionado había sido retirado del suelo y el cuerpo había desaparecido.

Por mi parte, pregunté a Lise Danielson si necesitaba alguna cosa. Me sonrió y dijo que permaneciera junto a ella, si no tenía otra cosa que hacer. Lise tiene el pelo y la tez morena, y sus ojos son verdiamarillos, resplandecientes, y me recordaban los caramelos que vendía una anciana en un puesto callejero en mi barrio, cuando yo era niño.

— ¡Caramelos de la suerte! ¡Caramelos de la suerte! – proclamaba la anciana.

El salón Vergara, que era el antiguo salón de baile en otros tiempos y que en estos se reservaba como zona vip, fue invadido por los espectadores de anfiteatro. A nadie se le ocurrió objetar en contra.

Estábamos apretujados y Lise me invitó a su camerino.

— La dirección del teatro me ha enviado una botella de vino. ¿Usted bebe? ¿Sí? La podemos compartir. ¡Ánimo, hombre! Le veo a usted muy serio. ¿Es usted así o es que está muerto de miedo? ¿Qué mira usted?

— Sus ojos.

— Ya, ya, tengo los ojitos de rubia, pero soy morena.

— ¡Caramelos de la suerte! ¡Caramelos de la suerte!

La botella ya estaba mediada cuando le dije a Lise Danielsen que su voz, cuando hablaba, tenía un sonido muy distinto que cuando cantaba.

— Porque canto con el corasón.

— Y, cuándo habla, ¿no?

— Depende, hombre.

Lise retorcía y enrollaba los rizos de la peluca rubia, puesta en un soporte, con la que se cubría el pelo para su papel en la ópera. Después peinaba la peluca y estiraba los rizos. Y vuelta a empezar.

— He vivido esto antes, amigo mío. Una vez, en Minsk, vendieron más entradas que lo que permitía el aforo y se suspendió la función. Yo iba a cantar la misma ópera que hoy debía cantar aquí, qué casualidad, ¿verdad?

Lise se colocó la peluca rubia sobre su oscura melena.

— Parte de los frustrados espectadores quisieron forzar las puertas y la policía se interpuso formando una barrera. Pero los que estaban ya adentro, pues allí se quedaron, y nos amenazaron con pistolas para que se celebrara la función.

— ¿Y lo hicieron? ¿Cantaron ustedes?

— No, no. Pero nos quedamos toditos dentro, los espectadores y los cantantes. Muchas horas.

Lise pasó a contar cosas de su familia y de los dos hijos que tenía en Oslo, estudiando. Después describió su casa de campo, en lo alto de un lugar llamado Ekeberg. Y el cielo sobre el fiordo, con las franjas zigzagueantes amarillas y rojas que se pueden ver al atardecer. Un cielo que produce intranquilidad y ansia en vez de sosiego y placidez.

Yo escuchaba su voz melodiosa como si la estuviera oyendo cantar, sin prestar atención a lo que decía sino al sonido de las palabras. Mientras, se colocaba y se quitaba el postizo rubio.

Y así seguimos, bebiendo y dando forma al tiempo y a la peluca, si se me permite la expresión.

La dirección del teatro había provisto al camerino de Lise Danielsen con una bandeja de bombones, pero no de ninguna otra cosa que llevarse a la boca. Ni ella ni yo habíamos probado los bombones.

Lise suspiró:

— Pase lo que pase y sea lo que sea lo que esté sucediendo, me comería muy a gusto un buen bocadillo de jamón ibérico con su tomate y su aceitito de oliva.

Me ofrecí para salir en busca de comida y Lise dijo que ella no se quería quedar sola en el camerino, que mejor íbamos los dos.

Descendimos la escalera principal, que estaba plena de gente sentada o acurrucada. Las discusiones y agitadas conversaciones se habían cambiado por voces susurrantes, en una sordina tensa, viscosa. El conjunto de personas ni hablaba ni permanecía mudo, más bien se oía un rumor continuo y bajo, sin apenas significado. Lise y yo procurábamos no pisar a nadie y saltábamos por encima de los cuerpos rumorosos.

La luz oscilaba, pero se mantenía, empañada y débil como la llama de una vela en una atmósfera densa.

No encontramos nada que comer. El bufé estaba arrasado.

Los altavoces de los vestíbulos, salones y corredores se hicieron oír con su habitual sonería de trompetas: el director nos convocaba para ocupar nuestras localidades en cinco minutos, como si la función fuera a comenzar. Todo el mundo debería asistir a una asamblea para tomar decisiones sobre la situación creada —así llamaban a lo que estaba ocurriendo—. Un amable funcionario se acercó a Lise para rogarle que regresara a su camerino. Los cantantes tenían una consulta aparte.

La penumbra del vestíbulo se iba acentuando según se avanzaba por los pasillos.

En el camino hacia mi butaca, me fui enterando de la situación que al parecer ya todos conocían. Una milicia desconocida y carente de siglas había rodeado el teatro.

— Estamos secuestrados.

Pero, en realidad, nadie sabía lo que había allá afuera.

Lo más extraño era el silencio del mundo entero. Como si todo lo existente estuviera sometido a una misma fuerza.

Tuve un escalofrío cuando ya los demás parecían haber pasado del miedo a la ira, y de la ira a buscar culpables y, a continuación, al estar divididos respecto a la culpabilidad, regresar al miedo democrático y universal.

Un matrimonio conocido se colocó a mi lado mientras desfilábamos por el pasillo hacia la puerta 6 del patio de butacas. Ella había sido ministra en el anterior gobierno, y siempre había sido muy antipática. Ahora parecía más cariñosa y cercana. Les confesé que no me había enterado de la situación porque había estado acompañando a la soprano en su camerino.

— Una mujer muy guapa —dijo la exministra— Bueno, para ser soprano.

En la misma cola de entrada varios conocidos me preguntaron si yo sabía algo distinto de lo que todos sabían. Supongo que me creían muy bien relacionado.

— No sé nada. Hay que mantener la calma.

Mi interlocutor respondió airado.

— ¿Por qué hostias hay que mantener la calma?

— No sé, es lo que suele decirse en estos casos. Pero haz lo que quieras.

Me agarró por la solapa de la chaqueta.

— ¡Te burlas de mí!

Lo sujetaron entre varios y me abstuve de hacer más comentarios.

En la penumbra distinguí a Maggie Armstrong haciendo la cola. Me acerqué a ella dando algún que otro empujón.

— ¿Cómo estás? ¿Tú sabes algo?

Maggie estaba muy pálida. Me agarró por el brazo.

— Esto es real. No es ninguna película surrealista mexicana, ni un estado de hipnosis colectiva.

Mi conocido del teatro, Alfonso Alcalá, intervino sin que nadie le preguntara nada. Tenía la mirada un poco perdida, como nunca le había visto antes. Era una persona formal.

— El planeta se ha sumido en un sueño profundo. Un letargo en el invierno del mundo, que limpia la sangre y consolida los recuerdos. Todo lo que está ahí afuera está dormido, menos nosotros y los que nos acechan en la oscuridad…

Los achuchones de la cola me separaron de Maggie, que había soltado mi brazo. No sabía si seguirla a ella o continuar escuchando a Alfonso Alcalá y sus extravíos.

Alfonso continuó, muy serio:

— Sé que eres muy escéptico y que no te creerás lo que te estoy diciendo. Y que prefieres escuchar a esa vieja embaucadora. No te fíes de ella.

Maggie me hizo una seña, o por lo menos a mí me pareció que hacía un gesto para que me acercara. Pero dejé de verla, perdida entre la concurrencia.

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“El espacio estaba pobremente iluminado, como el resto del edificio, hasta que, de pronto, la gran lámpara de bronce dorado se encendió por completo, con sus mil bombillas brillando a la vez”.

La gran sala se iba llenando, tanto la platea como palcos y balcones, mientras muchas cabezas asomaban por la delantera de anfiteatro. El espacio estaba pobremente iluminado, como el resto del edificio, hasta que, de pronto, la gran lámpara de bronce dorado se encendió por completo, con sus mil bombillas brillando a la vez. Todas las miradas se elevaron hacia el techo, parpadeando deslumbradas. Las ninfas, diosas y caballos alados se agitaron allá arriba, en el cielo pintado, mientras el público estallaba en un aplauso grandioso. Los focos laterales iluminaron el proscenio, a telón bajado, y asomó la calva reluciente del director del teatro. Le rodeaba el staff en pleno; uno de ellos era mi amigo el intendente, que llevaba unos papeles en la mano.

El director fue muy claro en sus planteamientos, adelantando que las resoluciones que se tomaran serían discutidas por todos los presentes —estuvo a punto de pronunciar “del público presente”, pero se corrigió—. Había que pensar —dijo con voz grave— en un asedio por tiempo indefinido, deseablemente corto, pero sin excluir que se alargara. Podía, pues, ser un aislamiento breve o, por el contrario, ser largo. Se pasó un pañuelo por el cráneo enfebrecido y continuó diciendo que nadie sabía lo que había ahí afuera, pero que alguna vez esa pesadilla terminaría y todo volvería a ser como antes.

— Mientras no restablezcamos la comunicación con el exterior, la dirección del teatro asume toda la responsabilidad y se constituye en la única autoridad competente.

Después de enumerar una serie de normas de convivencia elemental, añadió que nos iba a comunicar una buena noticia:

— Señoras y señores, tenemos comida y música. Sí, eso es una gran ventaja.

Los músicos de la orquesta del Real y los cantantes que iban a actuar esa noche estaban dispuestos a colaborar y a entretener a los sitiados. Lamentaba decir que la representación de ópera se aplazaría para mejor ocasión, por la larga duración de esta y para no tener que interrumpirla si se producía algún hecho nuevo. Se cantaría a una sola voz, qué suerte tener para nosotros esas voces maravillosas. Respecto a la comida, el teatro estaba unido por una galería a dos tiendas gourmets en las calles Felipe V y Carlos III. Viandas y vinos exquisitos. Eso sí, para que duraran, habría que limitar el consumo. Había muchos platos congelados, cocinados por los mejores chefs. Pescados, mariscos y carnes, junto a conservas excelentes. Los vinos, cervezas y licores estaban a la altura de todo lo anterior, como no podría ser de otra manera.

— Arte y gastronomía, distinguido pu… queridos, amigos.

Mi amigo el intendente leyó una fantástica lista de productos en los papeles que llevaba en la mano y a continuación hubo un turno de palabras.

Se produjeron bastantes intervenciones, más ordenadas de lo que haría temer un público tan numeroso. En algún momento parecía que la reunión se haría muy larga, pero en cuanto se dijo que el primer turno de entrega de cenas estaba listo en el foyer, en el salón Vergara y en el salón Goya, la sesión se levantó con un acuerdo sorprendente tomado en el último momento.

Se lo conté a Lise Danielson a mi regreso al camerino.

— Cuando todos ya se habían resignado a racionar los víveres, se levantó una pareja, un chico y una chica, que parecían salidos de una revista de moda, rubios, gráciles, casi alados. Sí, eso es lo que quiero decir, que eran muy guapos, simplemente. Son del cuerpo del ballet del teatro, quizá alguna vez tú hayas trabajado con ellos. En esta ópera no tenían participación, por eso se encontraban entre el público. Y opinaban por libre. Defendieron que era mejor comer, beber y escuchar música sin tasa; que el tiempo de encierro tenía que transcurrir con alegría y que luego ya se vería qué resolución se tomaba… Yo no sé si la propuesta hubiera triunfado o no, pero en ese momento va y se levanta un hombre algo curvado de espalda, de ojos pequeños, y que arrugaba el entrecejo como un gesto de actor sin recursos, con un habla profesoral, resabiada… Sí, ya sé, ya sé, amiga mía, que no se debe uno burlar de los defectos físicos, yo no me burlo, pero… Vale. El hombre aquel argumentó en contra de los dos bailarines, tachándolos de frívolos y casi de desalmados. Su intervención tuvo la virtud de poner a todo el mundo en contra de lo que decía, y de paso en contra de la primera propuesta, la del racionamiento. Bueno, pues eso te estoy diciendo, que se votó a favor de la propuesta de los guapos. Qué quieres que te diga, la belleza es un valor irrebatible, que no necesita fundamento. Así que… ¿Cómo? ¿Y quién dice que haya sido lo correcto?

Lise dio un suspiro musical.

— ¿Para cuánto tiempo hay víveres?

— No ha habido tiempo para hacer una evaluación.

Después, pensé que debía decirle lo que sabía:

— Mi amigo el intendente me ha dado una estimación.

Lise se levantó; su pelo ondulado brilló oscuramente por el camerino.

— Tres días —le dije— Hay para tres días.

Me tomó la mano y yo se la apreté. Era como un pacto para recorrer juntos un corto camino.

Oímos estampidos que venían de alguna parte del teatro. Dos o tres muy seguidos y, después, varios más a intervalos, como si fuera un intercambio de disparos. Escuchamos con atención: eran los corchos de las botellas de champán saltando alegremente. Salimos del camerino al aire enrarecido del teatro.

Un olor a guiso se estaba extendiendo entre las paredes de estuco rojo, de las que colgaban los retratos de grandes cantantes y personas regias. Los salones Vergara y Goya estaban abiertos al que quisiera y servían a manera de gran bufé. Las alfombras atemperaban el sonido de platos, cubiertos y conversaciones. En el Salón Azul se estaba fumando. Alguien protestó y recibió como contestación que para lo que les quedaba de vida no les iba a hacer mucho daño a la salud. Hubo brindis y también algunos vivas. Alguien exclamó:

— ¡Viva la madre que nos parió!— y fue coreado por otros.

La orquesta del Real empezó a tocar en algún lugar del segundo piso, fuera de la sala grande, y todo el mundo se quedó callado, escuchando el dulce lamento de la melodía. Una música sin contornos ni límites definidos, un sonido inagotable en el que la pasión tiene su mejor expresión sin nombrarla. Unos acordes que se van transformando casi sin darnos cuenta y que parecen no tener rumbo. “¿Sólo yo oigo esta melodía, tan maravillosa y suave, dulcemente conciliadora?… En la marea ondulante, en el sonido que resuena, en el universo que suspira… anegarse, abismarse, inconsciente, supremo deleite.”

Al amparo de aquella música —que era la de la ópera suspendida— los sentimientos rebosaban de los cuerpos, y la gente comía y comía con cierta desesperación, como si quisiera suicidarse con música y foie gras.

Se hizo un silencio tras el último compás, una calma inquietante. Habían dejado de comer. Poco después, las mandíbulas empezaron a entrechocar, sin saberse muy bien si castañeaban o volvían a masticar.

Lise rehusó cualquier plato y solo aceptó una copa de champán. Y especificó:

— Pol Roger, si es posible, rosé.

Se había comprometido a cantar algún trozo escogido de su repertorio, al igual que casi todos los otros cantantes. La velada musical extraordinaria la comenzaría el tenor, al que estaba viendo, vi, en un ángulo del salón, pálido y rígido como estatua de yeso.

— Es un hombre muy guapo, pero miedoso. Tengo que hacer un gran esfuerzo para creérmelo en su papel de caballero bretón.

Se encogió de hombros y suspiró una vez más.

— Si cierras los ojos, te gusta cómo canta.

El canto empezó de pronto, sin avisar, mientras la gente conversaba, se quejaba o protestaba. Todos se quedaron callados.

“¿Vendrá mi ángel del cielo?

¿Vendrá mi ángel del mar?”

La voz directa, sin florituras ni adornos, del tenor, sonaba suave como el mar en calma y el cielo sereno que invocaba. Cielo e mar era una de sus arias más frecuentadas y la que el público esperaba oírle. Al escucharle, el aire tibio y salino parecía soplar sobre nosotros.

“Aquí en la sombra, donde espero con el corazón anhelante, ven, ven al beso de la vida,

de la vida y el amor.

¡Ah! Ven, ven.”

Las agitaciones y emociones de cada uno quedaron suspendidas un momento, agrupadas todas en el sentimiento único de la música. El miedo y los temores se cambiaban por la ilusión y la esperanza, aunque fuera un ensueño que duraba solamente lo que duraba el aria.

Pero fue suficiente para que Lise y yo nos besáramos por primera vez, sin esperar a que se extinguiera la voz del tenor. El beso fue más bien una celebración de vida que cualquier otra cosa, pero ninguno de los dos se detuvo a considerarlo. Por si sí o por si no, nos volvimos a besar. Y esta vez el beso fue claramente lo que se considera un beso, con su deseo, su cariño, su carnalidad.

No éramos los únicos en besarnos. Cuando miramos alrededor, Lise y yo nos echamos a reír. Había más parejas besándose. Quizá eran personas que hacía tiempo no se besaban, o simplemente lo hacían porque podían hacerlo, el encierro aquel justificaba muchos comportamientos que de otra manera no podrían admitirse. Besos por contagio, por imitación, porque sí

No éramos los únicos en besarnos. Cuando miramos alrededor, Lise y yo nos echamos a reír. Había más parejas besándose. Quizá eran personas que hacía tiempo no se besaban, o simplemente lo hacían porque podían hacerlo, el encierro aquel justificaba muchos comportamientos que de otra manera no podrían admitirse. Besos por contagio, por imitación, porque sí. La penumbra dorada de los pasillos, palcos y galerías encubría todo aquel festín de mimos y caricias.

También se procuraba manifestar alegría, una alegría provocada, con tintes teatrales. Al fin y al cabo, ¿no estábamos en un teatro?

En un palco de platea, Margaret Armstrong se besaba con una acomodadora en un beso largo y rendido. Había grupos bebiendo y entrechocando las copas. Antiguos conocidos hablaban entre ellos en un tono jovial, y un reducido grupo de jóvenes muy altos y delgados comentaba algunos arriesgados montajes que habían visto, realizados sin complejos ni concesiones, decían.

Yo comencé a aplaudir, y a los pocos momentos mucha gente me imitó, aunque no había final de acto al que dar un aplauso: la escena éramos nosotros. Una ovación a la existencia, cualquiera que sea su sentido.

Se descorrieron las cortinas en el palco regio, velado hasta el momento. Entonces aparece, apareció, la joven infanta, rubia y esplendente, como si saliera del envoltorio de una caja para regalo. Hasta ese momento había estado protegida contra cualquier contratiempo por secretarios y personal de palacio, y ahora se ofrecía al público desde su palco dorado.

Agitó una mano para saludar y sus labios de movieron para decir algunas palabras que no oímos, lejana y sola.

El público devolvió el saludo y algunos volvieron a aplaudir. Por simpatía con la juventud y con la promesa de vida que emanaba de su persona.

Me fijé en uno del público que era de los pocos que no aplaudía ni saludaba. Era el hombre aquel que perdió la votación por el racionamiento. Con su ceño fruncido y sus ojos pequeñitos, pequeñitos…

Bueno, yo tampoco aplaudía a la infanta, es verdad, pero yo soy el que cuenta esta historia y estoy fuera de toda sospecha.

* * *

La luz de escena es la que crea el día y la noche. Si no fuera así, todas las horas serían iguales en el interior del Teatro Real. Lise y yo estamos abrazados y permanecemos de esa manera un largo rato tras haber cantado ella el aria Casta Diva, de Norma. Noto el sudor del esfuerzo en su cuello y en el arranque de sus pechos.

— Ahora sí que quiero comida —dice—, tengo un hambre de loba.

Y me muerde la oreja en que me habla como si quisiera comérsela.

Conseguí lo que me pedía en el extenso surtido procedente de las tiendas gourmet, tan repletas de comida y bebida que parecían inacabables, como suele parecer a primera vista con este tipo de cosas.

Le serví una sopa de cebolla, después, perdices a la moda de Alcántara, seguidas de quesos Taleggio y Stilton, rematado todo con un suflé de frutos rojos. Lise comió con el apetito de una diosa bajada del Olimpo para una jornada de amor y caza. Yo la contemplaba comer como un poco antes la había escuchado entonando Casta Diva.

Lise, en escena, estuvo majestuosa, firme, segura, resplandeciente, cautivadora, persuasiva. Las palabras y la melodía conseguían ser una misma cosa. No era un canto adornado y florido, sino puro, en el que la respiración era el hilo de la trama. No parecía cantar, verdaderamente, sino modular una larga imprecación estremecedora. “Cuando el colérico y sombrío dios pida la sangre de los romanos…” Y aunque también hablaba de amor, los oyentes no podíamos olvidar que poco después iba a intentar matar a sus propios hijos, en un arrebato de horror y venganza. Un sacrificio cruento.

— Salud y suerte.

Lise levantó su copa de Pol Roger y yo la mía.

Mientras estábamos en el camerino ocurrió un hecho estremecedor. El chico aquel que había defendido la decisión —por otra parte, la más sensata— del racionamiento de víveres, propuso al conjunto de sitiados que se entregara la joven infanta a los sitiadores. Quizá un sacrificio los aplacara.

— Sacarla a la terraza y dejarla allí como una ofrenda a lo irracional.

Una propuesta inconcebible, que solo se podía calificar como acto de barbarie.

— ¿Para defender muchas vidas no merecería la pena entregar una?— había declarado en voz suficientemente alta para que le oyeran unas veinte o treinta personas. Estas repetirían, repitieron, el mensaje que rebotó por todo el teatro.

— Múltiples vidas a cambio de una sola.

No se tomó ninguna decisión, pero la idea quedó sembrada en los atemorizados corazones. La muerte estaba a las puertas del teatro.

Cuando Lise y yo volvemos a la sala grande, las cortinas del palco regio están de nuevo corridas, opacas. Unos hombres discuten fuertemente con otros bajo el palco de la infanta, pero pronto se oyen las trompetas que convocan a ocupar las butacas. “En toda situación extrema o rara, siempre surge un profeta”, me dice Maggie mientras se me acerca brevemente en el pasillo. Así comienzan a llamar, precisamente, al joven del racionamiento: el Profeta.

El público está inquieto, un tanto excitado, quizá por el consumo de vino y licores, quizá por la conducta permisiva, quizá, simplemente, porque la situación misma es excitante, o más bien porque la música y la muerte se sienten como una misma cosa

El público está inquieto, un tanto excitado, quizá por el consumo de vino y licores, quizá por la conducta permisiva, quizá, simplemente, porque la situación misma es excitante, o más bien porque la música y la muerte se sienten como una misma cosa. ¿Y si además fuera cierto que los sitiadores quieren la cabeza de la infanta, y ella sea la causa del asedio?

Unos siseos pidiendo silencio acallan los rumores, la orquesta ataca la introducción al aria de Rigoletto que va a cantar, que está cantando ya, el barítono.

Suplicante por un lado, amenazadora por otro, amplia, cantada a flor de labio, a media voz, con cierto campaneo en la zona alta, el aria Cortigiani, vil razza dannata! llena la cóncava sala. El jorobado, furibundo en las semicorcheas, agitato, feroz, increpa mirando al público:

Quella porta, assasini, assasini,

m´aprite la porta, la porta,

assasini, m´aprite!

El público se encoge en sus asientos y sublima sus temores. El barítono es aplaudido y agradece la ovación, serio. Lise le sigue aplaudiendo mientras él se retira lentamente, sin prisas por abandonar la escena.

— ¡Bravo, bravo, bravo!

Nadie hace mención de la propuesta del Profeta; se habla de cualquier cosa menos de la infanta. El Profeta es objeto de todas las miradas y también sale despacio por el pasillo, sin mirar a nadie.

* * *

Las provisiones se estaban acabando. Por el contrario, los baños estaban llenos de desechos orgánicos. Un balance equilibrado. “El miedo va en aumento”, avisé a Lise.

— Bæsj og frykt— suspiró en noruego, y luego en un cantadito español latino:

— Caca y miedo, no más.

Mientras estábamos hablando, la luz bajó de intensidad. También el generador comenzaba a fallar. Pronto nos quedaríamos a oscuras.

Al director del teatro le brilló la calva en un postrer destello y dispuso que se utilizaran como alumbrado las luminarias para decorados y tramoyas: los quinqués de La Bohème, los candelabros de Il puritani, las antorchas de Il trovatore y así toda clase de velas, bujías, cirios, candelas y candiles.

Los espectadores sitiados tuvieron, tuvimos, que rastrear casi a ciegas los vinos exquisitos y los platos sofisticados de las tiendas gourmet, y que tantear en busca de una pechuga villeroy, de una copa de rioja, de unas albóndigas de rape y langostinos, de un trago de Macallan fine and rare.

La orquesta comenzó a hacer sonar sus instrumentos en la oscuridad, y me di cuenta de que estar a oscuras es parecido a estar solo. Y que la música era como una nodriza arrullando a un niño miedoso. Yo intentaba poner nombre a la que oía… ¿Cómo se llamaba? ¿Cuál era el título de aquella melodía que traspasaba el aire todo? El nombre me rondaba dentro de la cabeza como un abejorro en un día de verano…

“Me di cuenta de que estar a oscuras es parecido a estar solo. Y que la música era como una nodriza arrullando a un niño miedoso”.

Quería encontrar a Lise. Pero Lise estaba preparando su nueva actuación en alguna parte desconocida del teatro. De pronto, se escuchó una detonación. No pude discernir si era el corcho de una botella de champán o el disparo de un arma de fuego. La música, asustada, vaciló un momento, como un disco a menos revoluciones, percibí la nota falsa de un violín y luego la orquesta volvió al dulce orden de la melodía. Escuché la voz de Lise: estaba ensayando un lied con los músicos. Empezaban, se interrumpían y recomenzaban, en busca de la perfección final.

Me orienté hacia el lugar en el que pensé estaba tocando la orquesta. Un camino tortuoso entre sombras y bultos.

— ¡Cuidado! – me dijo una de las sombras.

En los lugares tenebrosos se podían escuchar ayes y úhes. Estaba pasando algo en la parte de arriba del teatro, pero era difícil saber qué.

En medio de la oscuridad, estaban los claros de luz que producían los candelabros y hachones escenográficos. En uno de los claros vi al Profeta rodeado de personas que le escuchaban con atención. Algunos lloraban y otros reían, quizá todos algo ebrios, ya se sabe que el vino produce efectos distintos según quien lo beba.

La historia estaba circulando por todos los grupos; siempre era la misma, pero su grado de credibilidad se hacía depender de quien la contara. Los hechos eran los narrados, sin lugar a duda o a interpretación: habían sacado a la infanta del palco para entregarla a los sitiadores, lo habían hecho al principio con engaños, y luego, ante su resistencia, a rastras. Entonces la arrojan a la fuerza sobre las baldosas de la terraza, donde aun ondean las banderas, y allí la dejan para que se cumpla su destino, como una doncella entregada a un dragón devorador de vírgenes.

La princesa ha ido dejando por el camino un olor a colonia Nenuco y cabellos rubios. El sacrificio se ha consumado.

Margaret Armstrong escribiría después esa historia, despojándola de toda fobia ideológica o de adornos literarios, que vienen a ser a la postre cosas parecidas si se distorsionan los hechos.

Los autores no dieron la cara, y el Profeta, en mitad del charco de luz temblorosa, se desmarcaba del acto. Además, no se había tomado ningún acuerdo previo, o sea que quienes lo llevaron a cabo lo habían hecho fuera de control. La culpa era de la dirección y su staff de gobierno.

El director del teatro era un fracaso y el Profeta se ofrecía como nuevo director.

En aquel ambiente de turbiedad y revuelta, seguí buscando a Lise por si necesitaba ayuda.

Bajé y subí escaleras hasta darme cuenta de que arpa, trompas y violines se habían trasladado al escenario principal, en la sala grande. Las incansables trompetas —esta vez, en vivo— reclamaban una y otra vez que el público ocupara sus asientos. Los dispersos espectadores retrasaban su presencia y el lied estaba empezando, empezaba ya, con la sala casi vacía, desolada.

Los dulces tonos del arpa, seguidos de los violines, me llevaban a una remembranza innominada, hasta que Lise hizo su entrada, radiante como la última mañana del mundo, y el abejorro volador se posó suavemente en mi memoria.

Mañana el sol volverá a brillar

y encontraremos el camino.

Era Morgen!, de Richard Strauss, cantado en un pianissimo que se iba reduciendo y reduciendo como si solo se fuera a detener al borde del abismo. Su timbre era soberbio: de metal brillante en las notas altas, amplio y asentado en el centro, penumbroso y extenso en los graves. Lise declinaba todo lucimiento y conducía la expresión hacia el interior, como si fuera el silencio quien hablara.

Calladamente nos miraremos a los ojos

y el silencio de la felicidad descenderá sobre nosotros.

En medio del temor y la tiniebla, proclamaba la esperanza de que existiera un mañana y que nosotros estuviéramos allí para vivirla, “en el seno de esta tierra embriagada de sol”.

Después, tras los aplausos, Lise y yo brindamos con la última botella de champán. Las provisiones se habían terminado.

 

Encontraron al hombrecillo de la gabardina y las gafas oscuras en el palco número 5. Fue el primero que dio la alarma y luego, qué extraño, había desaparecido. Cuando lo hallaron, por azar, el hombrecillo pareció querer esconderse agachándose tras las cortinas y luego se puso a reptar por el suelo como una sabandija. Le persiguieron sobre todo porque huía. Logró burlar a sus perseguidores y desaparecer durante un breve lapso. Porque en seguida lo volvieron a coger en lo más alto del teatro, en un hueco abuhardillado de la cúpula del edificio. Chillaba y protestaba su inocencia respecto a lo que estaba sucediendo.

— ¡Cabrones, cabrones! ¿Qué queréis hacerme? ¡Encima de que os he avisado!

Se encaramó de un salto hasta el ventanuco de la buhardilla. Aquello le salvó: a través del ventanuco se pudo ver un trozo de cielo. Le soltaron. El velo negro se había desgarrado como el rompimiento de gloria de un gran cuadro religioso. La vista estaba despejada y no había nadie en la Plaza de Oriente.

Por el cielo cruzó una paloma con una ramita verde en el pico.

 

15 de mayo 2020

 

 

 

 

 

 

 


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