Grey Filastine cuenta esta historia desde el smartphone que compró hace unas semanas en Hawái, gracias a la parada de emergencia que el gobierno estadounidense les permitió hacer para abastecerse y poder sobrevivir en el océano Pacífico, a la espera de que las fronteras se abran o de que “algún país haga con nosotros una excepción”. Cuando el grupo zarpó de México el 21 de febrero, el coronavirus no había conquistado el mundo por completo, pero mandó a la deriva su aventura, a la que llamaron Arka Kinari. A estos músicos les pilló en medio del mar, en un velero de 23 metros, mientras cubrían una gira de conciertos multimedia en cubierta, en la que Grey y Nova Ruth imaginan y ponen banda sonora –techno y tradicional- a la vida después de la economía del carbono y la lucha contra el cambio climático. Desde entonces navegan sin rumbo, hasta que las costas indonesias vuelvan a darles cobijo.
Zarparon a finales de agosto de 2019, desde Róterdam con rumbo a Indonesia, “por la ruta más larga, pero menos arriesgada”. Se refiere a la que atraviesa el Atlántico, Caribe, Canal de Panamá y Pacífico. “Hemos pasado diez meses de navegación, ensayos, work-in-progress [trabajo en marcha], con actuaciones en Marruecos, Tenerife, Kuna Yala [en las islas san Blas] y también Oaxaca, entre otros. Mil historias y con el proyecto apenas empezado”, explica Filastine a este periódico. Crearon un espectáculo en vivo desde el agua, no parecía mala idea. El último concierto fue a principios de febrero, cuando el virus se convirtió en pandemia y alteró los planes y las buenas ideas de todo el mundo.
El radar da problemas a la tripulación del Arka Kinari desde el primer día y no pueden comunicarse con nadie. De hecho, navegan con su iPhone. “El capitán Cook cruzó el Pacífico con menos información”, dice Gray. “Tenemos Internet a 2 kbs. por satélite. O sea, un décimo de la velocidad de los primeros routers. ¿Teléfono? Sí, tenemos 150 minutos por mes, pero no vale la pena, es puro ruido”, añade. Sí les permitió escuchar que las islas del Pacífico, donde iban a actuar, habían cerrado sus fronteras. Entendieron que el planeta entero se acorazaba y ellos se habían quedado en medio de la nada, antes de llegar a Indonesia. Su destino es el origen de la degradación a gran escala del medio ambiente, uno de los espacios con mayor contaminación de productos plásticos: el entorno más degradado era el mejor escenario para su mensaje.
La vida improvisada
“Habían pasado unas semanas desde que zarpamos de la costa mexicana y escuchamos el mensaje. El mundo se cerraba y cambiamos nuestra ruta para ir a Hawái y abastecernos. Los EE UU nos dieron 30 días para hacerlo, 14 de ellos los pasamos en cuarentena, atracados en el puerto”, explica Filastine. Compraron el teléfono para mantenerse en contacto con ese mundo conquistado e inmóvil y se lanzaron “al Pacífico sin puerto previsto”. Tres semanas después de su parada técnica en Hawái, apenas les queda comida fresca y con la enlatada podrán llegar hasta julio. El equipo desalinizador funciona continuamente, gracias a la energía solar, y les abastece de agua dulce. Cuentan que pescan con cebos improvisados y plantan lechugas en cubierta. La vida se ha convertido en un experimento sin destino, en el que un basurero nuclear puede ser un buen refugio. Pero ni siquiera el atolón Johnston administrado por los EEUU y diana de pruebas de armas químicas, también les negó su suelo (contaminado).
Junto a Grey y Nova viajan otras siete personas más, incluidos técnicos de iluminación y sonido, portugueses, españoles y británicos. Este era el proyecto de sus vidas, la consumación de su desobediencia a todos los límites, incluso a las fronteras. Hasta que los límites los marcó la covid-19 y ellos, los evangelistas de las terribles consecuencias de la debacle climática, quedaron atrapados en la peor de sus canciones. “Nova y yo vivíamos en Barcelona hasta empezar el proyecto, Soy ciudadano español desde hace un par de años, nacido en EE UU, y Nova es indonesia y residente en España. Además, el director de la performance, Ricard Soler, y muchos de la producción técnica también son españoles”, cuenta Grey Filastine.
Arka Kinari es una revisión del mito del arca, cuando los humanos abandonan la tierra y vuelven al agua. Vendieron su casa en Seattle y se hicieron con la embarcación que les permitiría revivir una historia de cuento, en la que las telas del velero se inflan con el viento cuando están en la mar y se convierten en pantallas sobre las que proyectan sus audiovisuales, cuando están en puerto. Todo cuento necesita financiación, sobre todo si es “subversivo, inmersivo y parcialmente sumergido”, como este: pidieron prestados 300.000 euros para empezar a escribir su historia, con la esperanza de que en algún momento del trayecto les reportaría beneficios. Antes del coronavirus, Arka Kinari era uno de esos relatos arriesgados, que llevan a la extenuación emocional y financiera a sus autores.
Quizá en este momento despunte el sol por el horizonte y el turno de la mañana se esmere en esas rutinas que les han convertido en marineros a la fuerza. Limpian la cubierta, los paneles solares, comprueban y anotan la ruta. A la tarde, reparan y mantienen la madera, arrancan el óxido del casco de acero del velero. Y por la noche, turnos de dos horas de guardia. Gray cuenta lo que sucede entonces, la soledad, el mar infinito, el cielo oscuro las noches sin luna y el camino que la luz de los planetas reflejan sobre el agua. Cuando el horizonte se despeje, “Arka Kinari estará lista para unir a las personas y ayudar a catalizar un futuro mejor”. Es el último mensaje que añadieron a su web.
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