Abres el móvil para ver qué tiempo hará mañana y acabas entrando en Twitter, Instagram, Facebook, otra vez en Twitter, de nuevo en Instagram, echas un vistazo a Slack, vuelves a Twitter y te quedas con el móvil en la mano, intentando recordar para qué lo habías cogido y, encima, sin saber qué tiempo hará mañana.
Todas las webs y apps quieren que pasemos tiempo usándolas. Normal. La forma habitual de hacerlo es ofrecer un producto útil y atractivo. Pero a veces eso no basta y webs, apps y redes sociales se apoyan en una arquitectura que convierte los móviles en agujeros negros de tiempo. Un tiempo que, de media, supera las dos horas diarias por persona en caso de las redes sociales, según datos de Statista.
Como escribe el ensayista holandés Geert Lovink en Tristes por diseño, las redes sociales se están convirtiendo en “el nuevo estado de lo normal”. Corremos el riesgo de no preguntarnos qué es lo que nos obliga a compartir, del mismo modo que abrimos el grifo para que salga agua, sin que nos preguntemos cómo ha llegado hasta nuestra cocina. Y eso a pesar de que a menudo tuiteamos o entramos en Facebook por culpa de mecanismos de los que no siempre somos conscientes.
¿No sabes qué ver? Deja que te aconsejemos
Imaginemos a un recién llegado a YouTube. Sus usuarios suben 500 horas de vídeo a la plataforma cada minuto. ¿Por dónde empezar? El algoritmo recomienda contenidos ya desde la portada: una entrevista de La Resistencia, quizás algo de música, a lo mejor lo último de algún youtuber.
Y cada vez que pinchamos en uno de esos vídeos, la columna de la derecha se va llenando de nuevas recomendaciones con clips similares. Aunque la plataforma no detalla cómo funciona su algoritmo, sabemos que tiene en cuenta las preferencias personales, cuánta gente ha visto cada vídeo antes y si lo ha visto entero o solo en parte. El algoritmo es tan efectivo que el 70% del tiempo que pasamos en la plataforma es gracias estas recomendaciones, según datos de la propia empresa. Normal, si además tenemos en cuenta que nada más terminar un vídeo comienza el siguiente.
Quizás sea incluso demasiado efectivo: al proponernos vídeos que nos gustan, se refuerzan sesgos y puntos de vista. En lo que se llama efecto “madriguera de conejo”, en referencia a Alicia en el país de las maravillas, es fácil que tras ver un par de vídeos de política o de conspiraciones, acabemos rodeados de vídeos extremistas y conspiranoicos.
El algoritmo de recomendaciones no es exclusivo de YouTube. Facebook también usa el suyo para decidir qué publicaciones o qué noticias nos muestra. TikTok, red social de vídeos breves, sigue una estrategia parecida, con una pestaña de recomendaciones personalizadas. Como explicaba The New Yorker, la aplicación “analiza cada vídeo y sigue el comportamiento del usuario para poder ofrecer una cascada sin fin de TikToks, optimizada para mantener tu atención”.
La dopamina de las notificaciones
En 1971, el psicólogo Michael Zeiler inició una serie de experimentos con palomas. Cuando apretaban un botón con el pico, se abría un compartimento con semillas. Durante algunas pruebas, Zeiler programaba el botón para que diera comida siempre. En otros casos, solo daba comida de vez en cuanto. Estos animales apretaban el botón con más insistencia cuando la comida aparecía entre un 50 % y un 70 % de las veces. Es decir, cuando no estaban seguras de si habría o no premio.
Cuando Twitter o Facebook nos avisan con una nueva notificación, se activa el circuito de recompensa del cerebro, lo que nos proporciona una dosis placentera de dopamina. Son nuestro premio, nuestras semillas. Que una foto que hemos publicado sume centenares de me gusta en Instagram es un aliciente para seguir compartiendo contenido.
Pero, como en el caso de las palomas y como cuenta el psicólogo Adam Alter en su libro Irresistible, también lo es que la siguiente publicación pase desapercibida. Esta impredecibilidad de la respuesta nos anima a compartir más contenidos en busca de más premios.
Además de eso, las notificaciones no solo nos llegan cuando hemos publicado contenido y este se está compartiendo y comentando. También son una de las formas que tienen las redes sociales de llamar nuestra atención de forma periódica. En Facebook, por ejemplo, hay notificaciones cuando nos llega un mensaje, cuando un amigo publica en un grupo en el que estamos, cuando un grupo organiza un evento, cuando nos etiquetan… En total hay 15 categorías diferentes de notificaciones (amigos, vídeos, grupos…) que podemos recibir, ya sea en la app, por correo electrónico o incluso por mensaje de texto.
Hay dos opciones: “Sí” y “Claro que sí”
Harry Brignull es un ingeniero especializado en experiencia de usuario. Hace unos años, acuñó el término dark pattern, patrón oscuro, con el que se refiere a cómo están diseñadas webs y apps para aprovecharse de nuestros sesgos e ideas preconcebidas. Por ejemplo, algunas webs aún ponen el botón de cancelar en verde y el de aceptar en rojo, confiando en que no leeremos la palabra que hay dentro de cada caja. Otras solo dan dos opciones a la hora de evitar notificaciones: aceptarlas o pinchar en “ahora no” (sin que exista la opción “ni ahora ni nunca”).
En su web, Brignull habla de 11 tipos de patrones oscuros, muchos de ellos aplicables a las redes sociales. Algunos ya lo hemos mencionado: por defecto, las redes proponen las opciones que facilitan pasar más tiempo en la red social, como las notificaciones o, en el caso de Twitter, que muestre los tuits más populares al inicio del timeline, aunque no sean los más recientes.
Cuando no hacemos caso a las sugerencias de las plataformas, podemos encontrarnos con lo que Brignull califica de “castigos”. Por ejemplo, usar redes en el navegador del móvil es una experiencia casi dolorosa. El objetivo es que el usuario se baje la app para que, al final, pase más tiempo en la plataforma (y sea más fácil recibir notificaciones).
Otro ejemplo de castigo: cuando nos llega un mensaje de un amigo a Facebook, no podemos leerlo en el navegador del móvil; la plataforma nos obliga a bajarnos otra app, Facebook Messenger.
Algunas notificaciones corresponden a lo que Brignull llama “misdirection” (desvío de la atención). Vemos el globo rojo y creemos que nos ha llegado un mensaje importante. Pero luego no suele serlo.
Por ejemplo, mientras escribía este texto me llegó esta notificación de Facebook (y no es la primera vez que me llega): “Tu información de contacto no está actualizada. Actualízala para tener acceso a tu cuenta en todo momento”. Facebook tiene mi mail y mi número de teléfono, ¿qué más puede necesitar de mí? ¿Una muestra de ADN? La plataforma quería que le diera permiso para enviarme mensajes de texto.
El primer mes es gratis
Más conocida es la llamada continuidad forzada. Es más habitual en otros servicios. Por ejemplo, Netflix y HBO, que ofrecen el primer mes gratis confiando en que olvidaremos darnos de baja. Pero también lo hacen algunas redes sociales: si queremos probar Linkedin Premium gratis durante un mes, lo primero que nos pide la plataforma es la tarjeta de crédito. Si nos olvidamos de cancelar la suscripción antes de que terminen esos 30 días de prueba, la plataforma automáticamente nos cobrará los 29,98 euros mensuales.
Otro patrón oscuro que además hace difícil que nos demos cuenta de que somos víctima de estas tretas es la ilusión de control. Las plataformas ofrecen multitud de opciones de configuración para darnos la impresión de que podemos gestionar cómo interactuamos con ellas. Por ejemplo, podemos ir a las 15 categorías de notificaciones de Facebook y decidir una a una si queremos recibirlas o no. Pero hay tantas opciones que a menudo resulta más fácil dejar las que vienen por defecto.
La trampa para cucarachas
Muchas de estas técnicas para captar nuestra atención (y nuestro dinero) no solo son en ocasiones poco éticas, sino que pueden ser contraproducentes. Pongamos que nos hartamos y decidimos borrar la cuenta. Hasta en ese punto hay patrones oscuros.
Desde hace unos años, la cuenta de Facebook se puede eliminar de forma permanente en este enlace, pero en los primeros años de la plataforma solo se podía suspender la cuenta, lo que no la eliminaba. Ni pidiéndolo expresamente a la empresa se podía cerrar del todo el perfil, como explicaba The New York Times en 2008.
En Twitter hay un plazo de 30 días para recuperar la cuenta antes de que se borre definitivamente, lo que hace más posible que nos arrepintamos. Y en Instagram es muy fácil encontrar el botón de desactivar temporalmente (en configuración > editar perfil). En cambio, el enlace para eliminar la cuenta está escondido en su web y no a la vista en la configuración de la cuenta: aquí está, por si alguien lo necesita.
Es lo que Brignull llama “roach motel” o trampa para cucarachas: está todo diseñado para que sea muy fácil entrar, pero casi imposible salir.
El efecto red
Pero los patrones oscuros no son el único motivo por el que nos cuesta tanto dejar las redes sociales. De hecho, la mayor parte de las críticas a estas redes las leemos en las mismas redes que se están criticando.
Además de que es posible que los beneficios superen las desventajas, hay otro factor que ayuda a explicar que sigamos entrando cada día en ellas: el efecto red. Este efecto consiste en que un producto o servicio es más valioso cuantas más personas lo usan. Y en Twitter, Linkedin, Instagram y demás redes tenemos a nuestros amigos, familiares, compañeros de trabajo y (si somos muy optimistas) futuros contratadores.
Como escribe también Geert Lovink, por culpa de este este efecto red parece que “todo el mundo está involucrado (o al menos asumen que deberían estarlo)”, hasta el punto de que “la sugerencia misma de dejar las redes sociales del todo está más allá de nuestra imaginación”.
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