Belén Bermejo (Madrid, 1969) ha muerto y el mundo es bastante más feo que al amanecer. Hemos perdido a una lectora que no tenía suficiente con los libros y sacaba su cámara para peinar cada gesto de la calle. Le importaban los detalles, por eso miraba de cerca.
Belén era una editora generosa incluso con los autores ajenos. Nunca se desesperaba ante la deriva cultural que nos forma y deforma. La lectura era el pan suyo de cada día. Devoraba periódicos, leía a sus amigos y amigas con cuidado y mimo, compartía su asombro y su indignación ante un mundo, a veces, inexplicable. La muerte lo es, sobre todo, cuando se lleva a quien siempre celebra la alegría con tanta vehemencia.
Ni en sus peores días, asediada por la cura que debería haberle librado de la enfermedad, tuvo una mala palabra o un mal gesto
Ni en sus peores días, asediada por la cura que debería haberle librado de la enfermedad, tuvo una mala palabra o un mal gesto. Ella y José eran una unidad indestructible. Ella siempre fuerte y valiente, con tanto coraje, con tantas ganas de preguntar, que habría sido una enorme periodista o una fotógrafa privilegiada. Y de alguna manera lo fue.
Ahí está su libro Microgeografías de Madrid, obra de una paseante que no se deja confundir por lo exótico, ni por los hechos consumados. Una mirona sonriente que se deja sorprender por lo invisible, que no da nada por supuesto ni está dispuesta a caer en el cinismo. Pero fue editora, porque su devoción por el mundo empezaba en la palabra (y en Galdós).
En Espasa puso empeño en convertir a la poesía en interés general y en un bien común, desde una gran editorial como Planeta. Y vaya si lo consiguió, y abrió un camino al que otros editores se sumaron. Belén tenía pendiente volver al Museo del Prado, al que tanto cuidó y admiró. No puede haber reencuentro sin ella.
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