El pasado viernes, le tocó a John Wayne. El Partido Demócrata del condado de Orange, un reducto republicano al sur de Los Ángeles, California, presentó una resolución para pedir que el aeropuerto regional deje de llamarse John Wayne. El actor, argumentan, era racista y lo dejó muy claro en una conocida entrevista en la que dijo: “Creo en el supremacismo blanco mientras los negros no se eduquen hasta alcanzar cierto nivel de responsabilidad”. El condado de Orange hoy es un lugar diverso que no tiene nada que ver con el de 1979, cuando se le puso el nombre del actor al aeropuerto y allí se colocó una estatua suya en la entrada vestido de vaquero. No es la primera vez que se cuestiona el nombre del aeropuerto John Wayne. Pero, por primera vez, es pertinente preguntarse cuánto tiempo estará esa estatua en ese sitio.
Porque la petición se produce en un contexto en el que una mayoría en Estados Unidos parece no estar dispuesta a tolerar la más mínima ambigüedad respecto a la discriminación racial. La ola de indignación provocada por la muerte de George Floyd ha desatado una corriente de denuncias y protestas similar al Me Too pero antirracista. La derivada más visible está siendo la caída de los pedestales o destrucción de estatuas que simbolizan el racismo institucional enraizado en EE UU desde su fundación. Se ataca al racismo en su vertiente más monstruosa, esa esclavitud, representada por las estatuas de los líderes confederados que pelearon en la Guerra de Secesión; y también en su vertiente más anecdótica, como podrían verse esas opiniones xenófobas de un actor.
“Hay una especie de furia colectiva”, dice Roberto Ignacio Díaz, profesor de Literatura Hispana de la Universidad del Sur de California y especialista en la herencia española en Norteamérica. “No en un sentido negativo. Es una rebelión en sentido positivo y épico”.
En esta rebelión, todos los homenajes públicos están siendo cuestionados. Se empezó atacando a figuras racistas obvias, como el general Robert E. Lee (líder del Ejército confederado que se rebeló contra Washington para mantener la institución de la esclavitud). Pero pronto se extendió a otras más ambiguas. Ahora se está poniendo en cuestión figuras como George Washington y Thomas Jefferson, que fueron propietarios de esclavos. La Universidad de Princeton decidió el sábado prescindir del nombre del presidente Woodrow Wilson en una de sus facultades, pues el líder estadounidense que firmó el Tratado de Versalles tenía posiciones racistas indefendibles. Una estatua ecuestre de Theodore Roosevelt frente al Museo de Historia Natural de Nueva York va a ser retirada porque está acompañado de un indígena y un negro semidesnudos.
En este contexto, la herencia española en Estados Unidos también está siendo señalada. El pasado fin de semana, una manifestación contra el racismo derribó una estatua de Fray Junípero Serra (fundador de las primeras misiones de California) en San Francisco. Al día siguiente, un pequeño grupo hizo lo mismo en Los Ángeles. Unos días antes, un grupo había intentado quitar a la fuerza la estatua del conquistador Juan de Oñate en Albuquerque. Los que atacan estas estatuas son activistas indígenas que llevan años pidiendo que se quiten. “Los pueblos indígenas sienten que ellos también son parte de esa historia de represión, aunque sea menos visible”, apunta Díaz.
La estatua de Serra en el centro de Los Ángeles la tiró un pequeño grupo de personas en 30 segundos atando una soga al cuello de la figura. Entre ellas estaba Jessa Calderón, artista y activista indígena. “Esto es solo el principio del cierre de las heridas de nuestro pueblo”, dijo cuando cayó la estatua. Calderón considera que la historia de las misiones de California es de horror, brutalidad y opresión para imponer la religión y las leyes de otro Continente a los indígenas. “Para nosotros, ver esa estatua es como si a un judío le obligas a pasar por delante de una estatua de Hitler todos los días. Eso es Serra para mí”, dice Calderón a EL PAÍS.
El movimiento contra fray Junípero puede ser pequeño, pero se produce en el contexto de un cambio profundo en la forma en que Estados Unidos honra a sus personajes históricos y la forma en que escucha a las voces minoritarias de ese relato. Serán unas decenas de personas las que tiran las estatuas, pero lo están haciendo en un momento tan intenso que ni el Ayuntamiento de Los Ángeles, ni el condado, ni el Estado de California se han pronunciado sobre la destrucción de propiedad pública retransmitida en Twitter. Ni un solo agente de policía apareció en la manifestación. Lo mismo está pasando con los símbolos confederados. Cuando Donald Trump se indigna y amenaza a los manifestantes, está muy solo.
Manisha Sinha, profesora de Historia de la Universidad de Connecticut y autora de Historia de la Abolición, ha formado parte desde hace años del movimiento para quitar las estatuas de la Confederación. “Lo único que representan es el triunfo del supremacismo blanco en el Sur después de la Guerra de Secesión”, dice Sinha. “Luego la conversación ha ido creciendo e incluye a otras figuras que tuvieron un papel notorio en la esclavitud de los nativos americanos, como la del conquistador de Nuevo México, Oñate. Lo que estamos haciendo en Estados Unidos es revisar las estatuas que tenemos del siglo XIX y pensar si representan la democracia multicultural que es hoy EE UU”.
Hay un elemento de caos en todo esto que no responde a ninguna lógica. Los que están tirando las estatuas son muchas veces pequeños grupos que, si bien empezaron protestando contra la brutalidad policial, cada vez tienen una motivación más amplia y difusa. En San Francisco, por ejemplo, el grupo que derribó la estatua de Fray Junípero dañó de paso con pintadas todo el conjunto ornamental de Golden Gate Park, que incluye un monumento a Cervantes. No consta que nadie tenga nada contra el autor de El Quijote. En Madison, Wisconsin, los manifestantes tiraron una estatua de Hans Christian Heg, un abolicionista que luchó contra la esclavitud y murió peleando en el bando de la Unión.
“Yo soy parte del movimiento para quitar las estatuas y siempre se nos ha criticado eso de que acabaríamos tirando todas. Se utilizan incidentes aislados. Pero el movimiento es solo contra las figuras verdaderamente problemáticas”. Esas, para Sinha, “son las de la Confederación”. “Yo pondría la línea en las estatuas de Jefferson y Washington. Hicieron cosas en su vida que tienen valor. Si hay algo en el legado de esa gente representada en las estatuas que podemos valorar como país en nuestra época, se deben conservar”.
Entre los personajes más señalados en EE UU estos días está Cristóbal Colón, que a pesar de no haber puesto un pie en Norteamérica es considerado el símbolo de todo el sufrimiento que trajo para los indígenas el choque con la conquista europea del continente. En EE UU, Colón no es un símbolo español, sino italiano, y la mayoría de sus estatuas se erigieron en los años 20. Era una forma para la comunidad italiana de integrarse en la historia del país. Donde es un símbolo español es en Iberoamérica, y ahí no es tan polémico.
En el caso de la herencia española en EE UU, los valores varían incluso de una punta a otra del país. “Mi madre está en Miami preocupadísima porque puedan tirar la estatua de Ponce de León”, apunta el profesor Díaz, de origen cubano. El exembajador español Javier Vallaure ha servido como cónsul en los dos extremos, Miami y Los Ángeles, y coincide en que “seguramente con relación al legado de España es más cómoda y tranquila Miami, y más agitada y hostil LA”. En su experiencia, es “menos revisionista la primera y más indigenista la segunda, curiosamente, qué gran paradoja, atizada por descendientes de colonos blancos”.
El movimiento revisionista es muy difuso y no faltan ejemplos de paradojas como la que apunta Vallaure, dependiendo de quién se ponga a la cabeza de la manifestación. La Universidad de Stanford decidió en 2018 retirar el nombre de Junípero Serra de su campus. Sin embargo, los pintorescos claustros del campus están construidos precisamente inspirados en las misiones de California. Además, el gobernador Leland Stanford promovió y financió cacerías de indígenas casi un siglo después de Serra. No hay planes de que la universidad se cambie el nombre.
Todos los profesores consultados coinciden en comprender la ira de los que tiran las estatuas, cuando el debate nunca pudo abrirse por otros canales democráticos. A España le costó 30 años de digestión democrática, hasta 2005, quitar una estatua ecuestre del dictador Francisco Franco del centro de Madrid. ¿Se podía haber tirado al suelo la estatua de Franco con una soga al cuello? A lo mejor. Quizá la reacción mayoritaria habría sido parecida a la reacción del establishment de Estados Unidos ante la retirada de los monumentos confederados: ya era hora. No gustan las formas, pero nadie se opone. No parece que nadie vaya a pelear por volver a ponerlos.
Así ha sido, por ejemplo, con la exhumación de Franco de Valle de los Caídos en 2019, un mausoleo construido con el trabajo forzado de prisioneros políticos y profundamente ofensivo para muchos españoles. Estuvo allí 44 años. Casi un año después de la exhumación, es como si nunca hubiera sucedido. “Quien se ocupa de la historia debe ser revisionista siempre”, resume Erika Pani, historiadora del Colegio de México. La historia se actualiza “como se actualiza la medicina”.
“Mirado fríamente, derribar estatuas es vandalismo”, concluye el profesor Díaz. “Pero la historia puede hacer que esto acabe siendo como la revuelta del té de Boston, que también era vandalismo, pero hoy es un hecho épico”. Para Díaz, la reflexión que hay que hacer es “hasta qué punto se puede seguir viendo las estatuas como monumentos. Quitarlas no es borrar la historia. La historia se escribe en libros. El monumento, por lo general, se hace para honrar los eventos de los que un país está orgulloso y sobre los que quiere reflexionar”. La profesora Sinha lo resume en una frase: “La Historia es muy compleja y las estatuas son la peor forma de contarla”.
YÁSNAYA E. AGUILAR GIL: “La simbología importa, para erigirlas y para tumbarlas”
La lingüista mixe y activista mexicana por los derechos indígenas Yásnaya E. Aguilar Gil considera que “las estatuas son simbología y la simbología importa”. “Mucha gente ni siquiera sabe quién es el personaje, ni qué hizo, es cierto que Colón no estuvo en Estados Unidos, por ejemplo, pero el derribo de una estatua no siempre va contra un personaje concreto, sino contra la carga simbólica que representa. Cuando las pusieron eran un símbolo de celebración y tumbarlas es un símbolo también, contra la opresión, contra la esclavitud, contra el colonialismo. En muchos casos no suponen un gran valor patrimonial y tampoco sirven para concienciar de nada, porque la gente desconoce el significado”, dice la analista. “Pero hay una excesiva fiscalización de estos comportamientos, de la forma en que nos manifestamos. Si una mujer denuncia acoso varias veces y no la hacen caso, cuando tira una estatua resulta que la que se enojó es ella, la histérica es ella. Con las estatuas ocurre lo mismo, no cuentan los años de opresión, sino el tachar de vándalos a quienes tiran la estatua. Yo no cuestiono que se tiren”. Aguilar Gil señala, antes de nada, que el derribo de estatuas se ha dado en todas las épocas y en todos los pueblos. “Lo que hay que ver es quién las puso y por qué”, dice. “Es interesante también reflexionar sobre quién debe tomar hoy en nuestras sociedades esas decisiones, es decir el poner o quitar símbolos. Si decimos ‘esto debiera hacerse así o de otra manera’ estamos de nuevo fiscalizando el proceso”. Para esta analista, recurrir en exclusiva a un proceso democrático puede no ser la solución total. “Porque las democracias actuales son también excluyentes en realidad, apenas garantizan libertades individuales. Puede ocurrir y ocurre que a veces cambia lo simbólico y la opresión continua. Hay un racismo institucional, por ejemplo en el sistema judicial, que condena a inocentes o un racismo en el sistema de salud que pone en riesgo tu vida. Eso es lo urgente, no el simbolismo, sino hacer el debate y la solución transversal. Pero lo simbólico es muy potente y ayuda al debate”.
ERIKA PANI: “¿Y si vestimos a Franco de mujer, o le desnudamos?”
La profesora de Historia del Colegio de México Erika Pani propone en este asunto de las estatuas, nuevas intervenciones artísticas. Comprende a quienes las derriban, pero sostiene que es improductivo cargar contra un trozo de bronce mudo que representa a personajes que la mayoría no conoce. “Ya no estamos para estatuas”, dice, pero todavía se colocan algunas de nula bondad artística y fuerte polémica. De seguir así, llegará el día en que los del Estado de Tlaxcala, que en aquel siglo se aliaron con Hernán Cortés contra los excesos de Moctezuma, pidan o echen abajo la estatua del líder que gobernaba el antiguo México, Tenochtitlan. Consciente también, la profesora de que es difícil no echar abajo algunas, como las de Francisco Franco, o Stalin, por ejemplo, cree que una intervención artística sobre ellas podría ser aleccionadora. “Por ejemplo, vestir a Franco de mujer, o desnudarle, o quizá poner al lado una foto de ese tenor”, sugiere. Pero sabe que también sería polémico. “La Historia está para que nos entendamos mejor, no para causar más heridas”, reconoce.
ALFREDO ÁVILA: “Nadie derriba el David de Miguel Ángel”
El historiador de la Universidad Nacional Autónoma de México Alfredo Ávila enarbola en primer lugar un criterio estético. Si la estatua es de valor o no lo es, que casi nunca lo son, dice. “Nadie se imagina derribando el David de Miguel Ángel”. Pero lo que ahora está sucediendo es una decisión que no es nuestra, añade, “simplemente ocurre y por buenas razones”. También está en desacuerdo con un argumento que estos días se está usando mucho en las academias españolas y para cualquier revisión de la historia, ese que dice que no se puede juzgar el pasado con los ojos del presente. “Claro que se puede, puesto que cuando se erigieron muchas de esas estatuas también se hizo de acuerdo a una visión de aquel presente, con criterios de aquel presente. Muchos de los confederados de Estados Unidos levantaron aquellos bustos por revanchismo o porque perdieron la guerra, o en otros, casos, porque quieren ensalzar a alguien del pasado desde una perspectiva del presente”. En efecto, ¿cuántas estatuas de Colón se han levantado cientos de años después a gusto del regidor de turno? El presente evocaba el pasado. Y eso vale también para los que tiran las estatuas.
“La comprensión del pasado”, sigue Ávila, “tiene más que ver con la socialización histórica y la investigación académica y con el trabajo de los historiadores”. El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, deplora de que se celebre el día de la revolución mexicana un 17 de noviembre cuando ocurrió un 20. “Eso da igual, lo importante es que se enseñe bien la revolución en las escuelas. Lo mismo pasa con las estatuas, algunas habría que derribarlas de tan feas que son, como la de Juárez en Iztapalapa [un barrio de la Ciudad de México] y eso que lo considero un gran gobernante. “Claro que cabe el camino intermedio de poner mensajes al lado, cartelas que expliquen las bondades o maldades del personaje, pero la decisión de tirarlas, insisto, no está en nuestra mano, siempre se tiraron, en todas las épocas, con una diferencias, desde la Revolución francesa es el pueblo el que suele encargarse de derribar mitos con los que ya no está de acuerdo. Ocurrió con Stalin o con Sadam Husein”, dice el investigador mexicano.
SANDRA BORDA: “¿Vandalismo? Mejor preguntarse por qué lo hacen y qué mensaje mandan”
La profesora de ciencias políticas en la Universidad de Los Andes (Colombia) y analista política Sandra Borda opina que el asunto requiere un diálogo social amplio donde las respuestas de la ciudadanía pongan orden en lo que hay que derribar o mantener. Borda trae a colación el mundo taurino, con mucha presencia en Colombia. “Claro que es parte de nuestra cultura, como es parte de nuestra historia la cultura española, pero quizá las sociedades ya están resignificando estas actividades y consideran que hoy en día los toros no deben seguir formando parte de nuestra identidad”, dice. “Por eso no es lo mismo tirar una estatua de Colón que derribar el Palacio Nacional de México, que ya ha sido resignificado durante siglos con muchos valores aceptados por la sociedad”. Borda no está ni mucho menos en contra de que se acabe con estatuas si la población ha llegado a acuerdos tácitos. “Si convenimos en que la supremacía blanca es algo a extinguir, si ya prácticamente nadie la defienden, ¿por qué no vamos a tirar los símbolos que la encarnan y la celebran en el espacio público?”, se pregunta la analista política.
Consciente de que es un debate complejo, sabe que el consenso es difícil en un mundo en el que ahora todo está tan polarizado. Aunque apela a mayorías democráticas, incluso a referendos, no ignora que las mayorías cambian y las opiniones de la gente también y que lo que ahora se derriba otros llegarán a construirlo de nuevo. “Hay épocas y quizá la actual lo sea, en que el mundo parece tener la necesidad de revisar el pasado con más fuerza, por ejemplo en los sesenta, contra la segregación, pero después de ese ímpetu llegan las negociaciones y los debates acaban en términos medios que han de ser revisados años más tarde”, lamenta. Cierto, pero si el cambio es radical en un momento en que buena parte de la población aún no está madura, se corre el riesgo de una involución, en lugar de avanzar poco a poco, ¿no? “Sí, es muy complejo”. “Si en Colombia se hiciera ahora un referéndum sobre el matrimonio gay ganaría el no”, dice como ejemplo que de que no siempre los cambios consultados son los mejores para todo el mundo. La discusión seguiría en pie años después hasta que la sociedad haya alcanzado acuerdos mayoritarios.
No le gusta usar la palabra vandalismo, cree que la motivación para cambiar puede llegar desde muchos sitios, gentes y momentos. “Me gusta más que nos preguntemos por qué lo hacen y qué mensaje están mandando cuando lo hacen? Por la misma razón también nos podríamos preguntar por qué ciertas élites políticas toman decisiones sobre lo que colocan en los espacios públicos, como un crucifijo, por ejemplo. La evaluación, hoy en día, sobre los símbolos con los que nos sentimos identificados o no es legítima. Creo que con el supremacismo ya se ha llegado a un consenso amplio”.
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