Ir a la fotogalería ‘Tres siglos de la plaza de España de un vistazo’
La historia de la plaza de España —la mayor de Madrid en su momento— es la historia del enorme hueco que dejó un edificio imponente. Y también la del ingenio de un arquitecto que quiso dotar a la ciudad de un lugar de reunión monumental, pero también práctico. Quería que conectara con el centro la Estación del Norte, angosta y encajada en una franja bajo el monte, a la que llegaban cada vez más viajeros para probar fortuna en una ciudad donde los tenderos iban quedando rezagados ante el poderío de los industriales.
Mucho antes de que aquel arquitecto, Jesús Carrasco-Muñoz, coja escuadra y cartabón y trace un elegante rectángulo sobre el mismo sitio donde hoy levantan tierra las retroexcavadoras, otro arquitecto más trascendental para Madrid recibe un encargo para el mismo sitio. Carlos III encomendó a Francesco Sabatini el proyecto de un enorme convento para los frailes gilitos. Estorbaba el edificio de aquellos religiosos para los planes monumentales de la futura plaza de Oriente. El italiano ideó un nuevo convento que recordaba en su disposición al cuartel de Conde-Duque, también con tres patios, el central con la peculiaridad de una fachada interior curva como única concesión a una fábrica bien sobria.
Aquella mole dejaba ante sí un respiro: delante de su fachada, orientada al sureste, se abría la plaza de San Marcial. Y en ella tenemos que imaginar el transcurso de un siglo XIX militón y cuartelero, porque el convento de los gilitos pasó a ser cuartel de orden de José Bonaparte, y será años más tarde el escenario de un pronunciamiento militar contra Isabel II que precedió en dos años la revolución de La Gloriosa de 1868. “Madrid empieza a llenarse de cuarteles ya tras el Motín de Esquilache, y sobre todo después de la Guerra de la Independencia”, ilustra el historiador Francisco Marín Perellón, director de la Imprenta Municipal, que ha estudiado la evolución urbanística de la ciudad.
A finales de siglo se plantea concentrar ese reguero de cuarteles cerca de Atocha, donde un antiguo convento se utiliza como cuartel de inválidos, apunta el experto. Y el poder civil le pone el ojo a los terrenos que ocupa el cuartel de San Gil. En 1903 se ordena tirarlo abajo, una labor que comenzaría tres años después y que se demorará largo tiempo. “La operación urbanística de la demolición tiene como efecto la creación de una gran plaza urbana que estructure la conexión del centro de la ciudad a través de la calle Preciados, abierta en 1840, con la plaza de España y el dieciochesco paseo de San Vicente”, apunta el historiador.
Y en 1910, Jesús Carrasco-Muñoz, arquitecto municipal, plantea dejar el espacio diáfano y crear alrededor de él una serie de edificios eclécticos, con más regusto decimonónico que moderno, que convertirán el espacio en una especie de delta espectacular donde desembocará como una avenida-río la Gran Vía, que está naciendo a golpe de piqueta en su otro extremo, el de la calle Alcalá.
Carrasco-Muñoz imagina un lugar espectacular, fruto de una ensoñación de un arquitecto apegado al estilo eclecticista de la época en Madrid: idea una estación de metro bien lujosa y un Hotel España propio del París finisecular, da sitio a edificaciones para acoger la Presidencia del Consejo de Ministros y Tenencia de Alcaldía, y prevé también unas escuelas municipales que recuerdan a edificios más habituales de los Países Bajos.
“El arquitecto plantea un estilo muy ecléctico en cuanto a la arquitectura, una especie de canto a un estilo que se considera noble en sus expresiones, podríamos decir que falsamente historicista porque termina generando un estilo que no existió nunca”, detalla el arquitecto José María Ezquiaga.
En el amplio espacio de la plaza, con dos franjas bien definidas para la vegetación, ubica dos monumentos. Uno a Carlos III, el involuntario predecesor de la plaza en cuyas mediaciones pasará un tiempo su madre, la intrigante Isabel de Farnesio, y otro a Cervantes. En 1906 se cumplía el tricentenario de la publicación del Quijote y en 1916, la de la muerte del escritor. Dan cuenta los periódicos en 1913 que ya se está ejecutando la Gran Vía, la nueva Necrópolis, con 8,4 millones de pesetas de presupuesto, y el Matadero, con casi 8, pero están pendientes los presupuestos de unas obras que “hermosearían de una manera extraordinaria la entrada de Madrid”. Y también otra a cuestión concreta: tiene que “conferenciar” el Ayuntamiento con el Ejército para que le cedan los terrenos. Ya en 1915, Alfonso XIII visita una exposición que exhibe nada menos que 47 maquetas de escayola, ampulosas para el gusto actual, con las que se quiere celebrar el centenario cervantino.
A un extremo, paralelo al actual Edificio España, Carrasco-Muñoz imagina una galería monumental cubierta, para salvar y embellecer el desnivel con la calle de Leganitos, que entonces se extendía su traza hasta casi pisar la de la actual calle Princesa. Una gran galería abierta con tres cuerpos salientes: el central, jalonado por dos torres monumentales unidas por un arco que cubre el monumento a España: una alegoría de las artes, las letras, las ciencias, la industria y el comercio. A los lados, otras torres, una dedicada al Ejército y otro a la Marina, lucirán banderas.
Quizá haya que hermanar esa galería con el monumento, más fastuoso, a Alfonso XII que preside el estanque del Retiro, con el que comparte época. Ezquiaga desliza esa referencia y la de la espectacular plaza que Aníbal González crea en el parque de María Luisa de Sevilla, también dedicada a España. “En esa época hay una especie de temor al espacio abierto, en el que la visión de pierde, y esa visión la centra la galería de columnatas, una muestra de arquitectura suntuaria”, detalla el arquitecto. Reconoce el mérito de su colega Carrasco-Muñoz al pensar en un problema: el del desnivel de la plaza con respecto a las calles que en ella desembocan, que no se resolverá hasta los años cuarenta.
Aquel diseño espectacular de la plaza caerá en el olvido. Los estragos de la Guerra Civil se dejan notar en la zona: al acabar la contienda, el estado es deplorable, apenas una explanada de aspecto barroso. Pero pronto servirá de escenario para el nuevo régimen, que escogerá la plaza de España como símbolo de modernidad, e impulsará la construcción del mastodóntico Edificio España —cumple la misma función de fachada que el arquitecto municipal quería darle a la galería— y más adelante de la Torre de Madrid. Durante décadas, la silueta de los dos rascacielos luciría como telón de fondo de postales y películas con la que el franquismo se las da de moderno y que deslumbra a un pazguato Paco Martínez Soria recién llegado del pueblo, calándose la boina hasta las cejas, en La ciudad no es para mí.
“El proyecto original de Carrasco-Muñoz tiene una lección para nosotros. Es inspirador, en el sentido de que la estructura de la jardinería es muy limpia y racional”, celebra Ezquiaga. Contrasta con los parques paisajísticos de inspiración romántica que rodean el cercano cuartel de la Montaña. “El trazado general de su proyecto es, por minimalista, moderno: plantea un gran foro y espacio libre para exhibiciones, muestras o verbenas”, precisa.
Una aparente última noticia aparece en el diario La Mañana en julio de 1915; en una breve nota, se comenta el interés en sacar adelante el proyecto. Sin más. “Ese mismo año llegó el parón de la construcción de la Gran Vía, acrecentado en 1916, motivado por la primera guerra mundial; probablemente el consistorio prefirió centrarse en ella antes de emprender otros proyectos”, apunta Juan Ramón Sanz, jefe de Difusión de la Biblioteca Virtual memoriademadrid. De aquel proyecto solo se salvó la idea del monumento a Cervantes, que tardó décadas en finalizarse.
Quizá lo más parecido a la idea espectacular de Carrasco-Muñoz que sobrevivió sean los dos edificios que ocupan las esquinas de la plaza actual, uno anterior a su proyecto, el de la Compañía Asturiana de Minas, junto a la calle Bailén, y otro casi coetáneo, la Casa Gallardo, en Ferraz. Pero su imaginación sí llegó a hacerse piedra en otro lugar de Madrid: a él se debe el espléndido hotel Reina Victoria, que se enfrenta al Teatro Español en la plaza de Santa Ana, de un eclecticismo híbrido con el modernismo.
Un túnel monumental para coger pronto el tren
Como complemento a la plaza, el arquitecto concibe construir una gran avenida, de 30 metros de anchura, que dedicará a la reina Victoria. Partiría de la nueva plaza de España y llegaría hasta la Estación del Norte, actual de Príncipe Pío, donde desembocaría en forma de plaza circular que daría acceso directamente al andén de llegadas de viajeros. Para salvar el monte, plantea oradarlo con un túnel monumental. El resultado: una limpia línea recta que enderezaría la trayectoria sinuosa de la vía alternativa, la calle de Irún, y que, a juicio del arquitecto José María Ezquiaga, resuelve bien un problema que aún persiste en nuestros días. “Es muy interesante que pusiera tanto énfasis en la Estación del Norte”, apunta. Jesús Carrasco-Muñoz se plantea una cuestión interesante: el flujo del tráfico interior. Trasladada a nuestros tiempo, ese problema podría plantearse en tres preguntas, esquematiza Esquinaga, que participó en el jurado para el actual proyecto de reforma de la plaza, ahora en ejecución: “¿Qué volumen de tráfico asignar a la cuesta de San Vicente? ¿Cuánto tráfico se le inyecta a Madrid Central desde la M-30? ¿Cómo se relaciona la Gran Vía con la calle Princesa?”.
Este reportaje pertenece a la serie Érase una vez Madrid, dedicados a aspectos poco conocidos del pasado de la ciudad y que se publicarán semanalmente a lo largo del verano. Puede leer aquí el reportaje Las otras ‘Gran Vía’ que no pudieron ser y ver la fotogalería Así sería el Madrid del futuro.
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