“El fado está hecho para ti, Roberto”, le decía Ramón Cid, y Robert Zotko asentía. Zotko era melancólico y sentimental, y a veces alegre, y vivía en Lisboa y le apasionaban Portugal y el triple salto, pero no era portugués, sino ruso, y alguna vez, en una de las visitas que le hacía a su amigo en San Sebastián, la ciudad en la que querría haber nacido, le decía algo más. “Cuando los Juegos de Moscú yo fui al infierno, Ramón. He estado en el infierno, y, te digo, es muy difícil salir de allí”.
En 1980 Zotko había traicionado lo que más amaba, y no dejaba de mortificarse por ello. Se había traicionado a sí mismo. Vivía su vida como una expiación.
El triple salto es un arte, poesía, ritmo, decía Zotko, un esteta, nómada en misión. Y la historia del triple salto, que inventaron los irlandeses, fecundaron los japoneses, despreciaron los norteamericanos, convirtieron en ciencia los polacos y los soviéticos en acero y en música los brasileños, no le llevaba la contraria.
Adhemar Ferreira da Silva, hijo de ferroviario y lavandera en los suburbios de São Paulo, se hizo atleta porque la primera vez que la oyó le enamoró el sonido de la palabra atleta y, aunque no sabía lo que era, quería ser uno, y se hizo saltador de triple porque era la especialidad más armónica, la que le permitía tener un cuerpo esbelto, clásico, el cuerpo que mantuvo hasta su muerte. Murió en enero de 2001, dos meses después que Zátopek, y había sido su amigo desde que los dos salieran coronados de los Juegos de Helsinki 52, el checo como triple medallista de oro (5.000 metros, 10.000 y maratón, algo único) y el brasileño como campeón del triple y recordman mundial (16,22 metros), y, entre series eternas de saltos a la pata coja y multisaltos, fumaba una cajetilla diaria. En Melbourne 56, ganó un segundo oro olímpico, acrobático como un bailarín a quien la gracia nunca abandona, y después fue también actor e interpretó el papel de la muerte en Orfeo negro, la película de Marcel Camus en la que vibraba el carnaval.
El triple y el arte se condensaron de nuevo en Brasil dos décadas más tarde en el cuerpo esbelto, altísimo, elástico, veloz, ágil y flexible de João Carlos de Oliveira, la perfección, y cuando saltaba, los ojos grandes bien abiertos, admirados quizás de lo que su cuerpo era capaz de hacer, la lengua se introducía entre sus dientes, y se acanalaba, y no había músculo de su cuerpo que no estuviera a pleno funcionamiento. La belleza. El carisma de alguien que ilumina la vida cuando aparece, un saltador que en 1975, a los 21 años, salta 17,89 metros, y bate el récord del mundo de Saneyev por 45 centímetros, el mordisco más gordo de la historia. Aquel día desapareció João Carlos de Oliveira y nació João do Pulo (João del Salto), el nombre por el que sería conocido por siempre jamás. El récord duró 10 años, hasta que Willie Banks lo batió por ocho centímetros. En los últimos 40 años, solo 11 triplistas han logrado volar más lejos.
En Montreal 76, Oliveira saltó lesionado (y además se empeñó en disputar tanto triple como longitud) y fue bronce (16,90) en la competición en la que Víktor Saneyev logró su tercer oro consecutivo. Cid vio a Oliveira poco después, y habló con él por primera vez. “Me cayó muy bien, un menino da rua que había sido lavacoches, un rapaz de Pindamonhangaba, una ciudad del Estado de São Paulo, muy humilde, muy agradable y expresivo”, recuerda el triplista donostiarra. “Y años más tarde, en Moscú, me echó una bronca por fumar en el estadio, pero me la echó tranquilo, sin exaltarse”.
De Moscú, de los Juegos de 1980, salió Cid cabreado porque se quedó a un puesto de pasar a la final, y Oliveira llorando en el autobús que le devolvía desde el estadio Lenin a la Villa Olímpica, con una medalla de bronce colgada al cuello y su entrenador, Pedro Henrique Toledo, Pedrão, ofreciéndole el hombro. Era el 25 de julio de 1980, ya había anochecido.
Seis días antes, a las cuatro de la tarde moscovita, la fanfarria imponente e irónica de la Obertura festiva de Shostakóvich anunciaba el comienzo de la ceremonia de organización de unos Juegos celebrados, sin asomo de humor, bajo el lema “¡Oh, deporte!, eres la paz”. Después del desfile y los discursos, Víktor Saneyev, camiseta blanca con las franjas del arcoíris en el pecho, pisó la pista de tartán del estadio Lenin bajo la mirada severa, resguardada por sus imponentes cejas visera, de Leonid Bréznev y su traje gris acero, acompañado en el palco presidencial por el presídium del soviet supremo, por el presidente saliente del Comité Olímpico Internacional (COI), Lord Killanin, y por el jefe de protocolo de los Juegos y presidente del COI electo, Juan Antonio Samaranch. No desfilaron la bandera ni el equipo de Estados Unidos, ni los de otros 30 países, que, a iniciativa de Jimmy Carter, el presidente de la gran potencia occidental, habían decidido boicotear los Juegos para protestar por la invasión soviética de Afganistán. Era la gran ocasión, en el crepúsculo de su vida, de demostrar la superioridad del sistema soviético y Saneyev, triple campeón olímpico de triple salto, era su símbolo, y por eso fue el atleta elegido para entrar con la antorcha olímpica en el estadio. Todo estaba preparado para que Saneyev saliera de los Juegos con su cuarta medalla de oro, igualando el récord que mantenía en solitario el discóbolo norteamericano Al Oerter, campeón olímpico en Melbourne 56, Roma 60, Tokio 64 y México 68.
“En Moscú no se veían ni niños ni perros”, recuerda, poético, Cid. En Moscú solo se veían soldados y agentes del KGB, recuerdan los cronistas de la época.
“Me han robado el oro, me han robado el oro”, se lamentaba Oliveira en el autobús después de la final de triple, y Pedrão le daba la razón. “Nunca le había visto llorar en mi vida”, declaró después Pedrão. Ramón Cid en el autobús observaba y lamentaba. “Como no me clasifiqué para la final, vi la competición desde las gradas, y vi clarísimo un salto gigantesco de Oliveira. Saltó 18 metros o 17,90 como poco, récord del mundo, y era válido seguro, pero el juez del paso intermedio después de dudar un poco y de comprobar que era larguísimo, levantó la bandera roja para darlo nulo. Y ordenó enseguida borrar las marcas de la arena para que no pudiera reclamar. João levantó al cielo brazos estirados y mirada incrédula, como clamando una justicia que no llegó. Nadie le escuchó. Y lo mismo le hicieron a Ian Campbell, un australiano, al que dieron nulo un intento válido de 17,50. Eran nulos de raspado del pie libre, el izquierdo, en el segundo impulso del salto, el step, de los que no puede haber prueba porque son de apreciación, y en 1990 los borró la IAAF de su reglamento. Son nulos que se cantaban por ruido, indemostrables, una posibilidad maravillosa de putear a alguien”.
Las marcas de los falsos nulos le habrían proporcionado el oro a Oliveira, a quien le dieron como válidos solo dos de los seis intentos de la final, y se quedó en bronce con 17,22 metros, y la plata a Campbell, a quien solo dieron como bueno uno de seis, que fue quinto con 16,72 metros. El oro, sin embargo, no fue para el atleta designado, Saneyev, que estaba tocado, y solo pudo llegar a 17,24 metros, y en su sexto intento, sino para su compatriota Jaak Uudmäe, estonio, que sorprendió a todos con un salto de 17,35 metros. Fue una victoria soviética y una derrota del sistema.
Uudmäe no tardó en volver al anonimato de una carrera en la que sus únicos éxitos habían sido un par de medallas en campeonatos de Europa. “Todo estaba preparado para que ganara Saneyev, pero saltó lesionado y no pudo batirme”, explicó luego Uudmäe en una entrevista. “Incluso durante los Juegos estaban rodando una película relatando la vida y victorias de Saneyev, desde su nacimiento en la capital abjasia de Georgia, Sujumi”.
Víktor Saneyev nunca alcanzaría los cuatro oros de Al Oerter, tampoco protagonizaría una película heroica.
Harry Seinberg, el entrenador de Uudmäe, solo tuvo ocasión de hablar con João do Pulo en 1992, cuando el mundo era otro, cuando el campeón brasileño se preparaba para participar en los Juegos Paralímpicos de Barcelona. “Todo fue un fraude, te robaron con falsos nulos”, se disculpó Seinberg ante Oliveira, y habló también con un periodista del Jornal do Brasil. “Solo con la caída del telón de acero podemos decir la verdad: João había llegado a los 18 metros. En su momento pensé en denunciarlo ante el COI, pero di marcha atrás. Ahora estoy aliviado, al menos puedo pedir disculpas en mi nombre, en el de Uudmäe y en el del pueblo de Estonia”. “Ya lo sabía”, respondió Oliveira. “Ya sabía que yo había vencido en la prueba y, probablemente, alcanzado un nuevo récord mundial. No creí que hubiera hecho nulo y por esa injusticia lloré por primera vez en la vida”.
Año y medio después de Moscú, en las Navidades de 1981, la vida le siguió dando motivos para llorar. Y a Pedrão, para tomar una decisión que nunca habría deseado tener que tomar.
“Pedrão, no hay otra, o la pierna o la vida’, me dijo el doctor en el hospital”, explicó años después el entrenador, quien también sabía que era un falso dilema. ¿La pierna o la vida?; no, era la pierna y era la vida. Cuando le amputaran la pierna derecha, João do Pulo moriría, aunque João Carlos de Oliveira siguiera respirando y su corazón latiera. “Su mundo se derrumbó, y el nuestro. Todo lo que le hacía ser João do Pulo era la pierna. Para él fue el fin, ¿no?”, dijo su hermana Ana María, para quien también el mundo se hundió la noche del 21 de diciembre de 1981. João conducía su Passat por una autopista de São Paulo cuando un automovilista borracho perseguido por la policía chocó de frente. Oliveira entró en coma en el hospital. El parte señalaba fractura craneal, dos fracturas abiertas en la pierna derecha, la pelvis destrozada y la mandíbula fracturada. La pierna se gangrenó y se le amputó por encima de la rodilla. Tenía 27 años. Murió 18 años más tarde, alcoholizado y solo.
Los reportajes que hablan de Sujumi en 2020 describen una ciudad fantasma, ruina sobre ruina, capital de una república fantasma, Abjasia, un territorio autónomo en la costa del mar Negro, no muy lejos de Sochi, perteneciente a Georgia. Arqueología de la guerra que en 1989, cuando la visitó, le pareció a Ramón Cid tan hermosa como los valles y los bosques del País Vasco. “Entonces era el centro del atletismo soviético, que organizaba allí concentraciones de tres meses con los mejores atletas y los mejores técnicos, solo la élite”, cuenta el entrenador español, entonces responsable nacional de saltos. “En Sujumi había nacido Saneyev y allí le conocí, en un viaje con varios técnicos españoles más. Los rusos querían entrenarse en España con vistas a Barcelona 92 y a cambio nos permitieron ver a sus técnicos y sus sistemas de preparación. Y allí me encontré también con Robert Zotko, que era el director técnico nacional de saltos. Saneyev, a quien se homenajeaba en un festival atlético, héroe nacional 10 años antes, tímido y coloradote, nos pidió trabajo. Zotko, que había aprendido español en Cuba, simplemente nos dijo: “Me habéis caído bien”, y se entregó a nosotros. Ordenó a los grandes técnicos, Vitaly Petrov y compañía, ponerse a nuestra disposición el tiempo que necesitáramos. Nosotros los interrogábamos y Zotko hacía de intérprete. Por la noche se bebía dos vodkas y, melancólico, nos recitaba poesías rusas que nos traducía al castellano”.
A la URSS llegaron la glasnost, la perestroika, Gorbachov, luego Yeltsin, los conflictos armados y el desmembramiento. Saneyev, cargado de medallas —la Orden de Lenin, la Orden de la Bandera Roja, los oros olímpicos, la Orden de la Amistad entre los Pueblos—, pero sin un rublo, emigró a Australia con su esposa y su hijo de 15 años. En Melbourne repartió pizzas, pasó hambre y estuvo a punto de vender sus medallas. Finalmente encontró trabajo de profesor de gimnasia. Vive en una casa con jardín donde crecen limoneros y granados frondosos, gracias a su mano verde y a sus conocimientos de ingeniero agrícola por la Universidad de Tiflis.
Yeltsin no era de quienes creían que los éxitos deportivos reflejasen el poder de un país y miles de técnicos perdieron su trabajo de funcionarios del Estado. Zotko encaró la diáspora como un peregrino con la mochila cargada de la semilla del triple salto. “Pensamos invitarle a España, pero se adelantó Italia, que se lo llevó a Formia”, dice Cid. “Nosotros le visitamos un par de veces. Un día nos llevó a Pompeya, y él hizo de cicerone. Si hasta nos enseñó durante el Mundial, callejeando, rincones de Sevilla que ni conocíamos… Y aparecieron los portugueses en una de esas, y José Barros se lo llevó a Lisboa”.
En Lisboa, a donde llegó el año 2000 como responsable de saltos de la dirección técnica encabezada por Barros, Zotko sentó las bases de la revolución técnica del atletismo portugués. Enseñó a entrenadores y a atletas. Impartió cursos y seminarios. Sembró todo lo que sabía. En su habitación de Lisboa algunas noches cocinaba una sopa de remolacha, roja, “la sopa comunista”, la llamaban, y después bebían un trago y hablaban. “Era un momento importante. Era casi sagrado cuando te invitaba a la habitación a compartir la sopa, y a hablar y a beber”, recuerda Barros. Las conversaciones se convertían a veces en interrogatorios amables en los que Barros intentaba, con prudencia y tacto, profundizar en la vida del ruso que le fascinaba tanto. “El atletismo”, le explicaba a Barros, “es movimiento, el entrenamiento tiene que ser antes que nada una escuela de movimiento, y el triple tiene que ser poesía, magia. Música. Tiene que ser limpio, limpio. No juzgo a los saltadores por la marca, sino por la estética, por el movimiento de sus pies, sus pisadas. Solo la estética importa. Y yo lo traicioné todo en los Juegos de Moscú. Yo fui al infierno, y no volví”.
“Esas explosiones”, recuerda Barros, “ocurrieron un máximo de dos, tres veces. No añadía más. Era algo tóxico que le estaba matando. No era alcohólico. Bebía mucho, pero sabía cuándo parar. Necesitaba olvidar. Sin decir el motivo. Él sabía que yo sabía. Llevé su cuerpo a Moscú cuando murió y su hijo me lo reconoció: ‘Has sido una de las personas más importantes en la vida de mi padre’. Ha sido uno de los momentos más duros de mi vida”. Zotko murió el 12 de febrero de 2004, a los 67 años.
A Cid le llamó Barros para decírselo, y Cid inmediatamente echó de menos las llamadas a cualquier hora de la madrugada que siempre sabía que eran de un Zotko emocionado e impaciente por contarle algo y que él hacía como que le fastidiaban. También se acordó, sobre todo, de una noche cenando en Madrid con Zotko. “Cuando estábamos ya con el café, Roberto sacó una foto vieja de la cartera, ya arrugada, y nos la mostró. Era él con 20 años menos, camisa clara de árbitro de atletismo, sentado en una silla junto a una pista y levantando un banderín rojo para anular un salto durante los Juegos de Moscú. A su lado, una silla vacía, y empezó a explicarnos por qué siempre llevaba un velo de pena, un fado que no era melancolía sino arrepentimiento. ‘Yo fui el que le dio los nulos a Oliveira en la final de los Juegos. Yo impedí que ganara. En la Unión Soviética, el triple solo lo podía ganar un soviético, y preferiblemente Saneyev’. Y yo creo que llevaba la foto en la cartera como quien lleva un cilicio, para mortificarse, para decirse constantemente, ‘soy un cabrón’. Y me deja perdido ver al verdugo sufriendo. Le veo como víctima y verdugo. El padre de Zotko era un profesor ucraniano, y había sufrido las deportaciones de Stalin, por eso, en su interior, guardaba rencor a un sistema que despreciaba la cultura y a la gente que la propagaba. Y, sin embargo, hizo toda su carrera protegido por el sistema. Era un convencido obligado. El ladrón fue una maravillosa persona”.
Solo cuatro días después de la muerte de Zotko, Nelson Évora, un chaval portugués que no ha cumplido aún los 20, compite en Moscú. Salta 16,85 metros. Consigue la mínima olímpica para los Juegos de Atenas. Su entrenador, João Ganço, pide que el locutor de la competición anuncie por los altavoces del pabellón que dedican este resultado a Robert Zotko, maestro y amigo.
“Yo no soy muy especial. Yo soy muy trabajador, sé lo que valgo, tengo mi forma de saltar, mi magia, pero no soy un supertalento. No tengo cualidades muy especiales. No lo soy yo, y, sin embargo, ya en 2002, con 17 años, Zotko me dijo que después de analizar a todos los jóvenes europeos solo había visto dos esperanzas para ser algo grande, y que yo era una de ellas”, cuenta Évora, a quien aún le cuesta entender qué vio Zotko en él, un rapaz de Cabo Verde nacido en Costa de Marfil, hijo de un capataz que emigró a Portugal cuando él tenía seis años y solo sabía hablar francés. “No entendía por qué lo dijo, pero me sentó muy bien. Me obligó a trabajar para demostrarle que no se había equivocado. Luché mucho. Le quería mucho. Me gustaba cómo me hablaba, y cuando me decía que yo era bueno porque entendía a la primera lo que me quería decir, lo asimilaba y lo llevaba a la práctica. Y yo pensaba muchas veces que no entendía lo que me decía”. En 2007, Évora se proclamó campeón del mundo de triple en Osaka, y al año siguiente, campeón olímpico en Pekín. El ruso que privó a un brasileño de un oro olímpico había sentado las bases para que un portugués lo lograra 28 años más tarde. “Toda acción en la vida tiene un precio que hay que pagar”, le decía Zotko a Barros, y quién sabe si el oro de Évora, la gloria del rapaz de Odivelas, le hubiera parecido un pago por la deuda que contrajo en Moscú. Su redención. El punto final de sus búsquedas. “Pero no es el punto final de todo”, aclara Cid. “Este solo llegará cuando el COI le devuelva a Oliveira el oro que le robaron”.
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