Llegó Nadal, llegó la luz


Un grupo de escolares juguetean bajo un porche del Parque de los Príncipes y lucen orgullosos sus camisetas: Ici c’est Paris. Efectivamente, esto es París, el París otoñal, así que el viento sopla con fuerza y la atmósfera es desapacible. Las nubes encapotan la ciudad, sombría y gris, y descargan cuando les viene en gana, viene y va la lluvia. Efectivamente, esto es París, pero no Roland Garros, o al menos no el que se conoce porque la historia es radicalmente diferente. El frío aprieta, no hay rastro de las tradicionales colas en el Boulevard d’Auteuil (solo se aceptan 1.000 personas en el recinto) y la acción transcurre bajo una especie de clandestinidad aceptada. Hay tenis, sí, pero estas son las reglas. Todo es diferente. Y para unos más que para otros.

“No voy a esperar dos minutos aquí sentada, estamos a ocho grados. ¡Ocho grados! Vivo en Florida y allí hace calor… Esto es ridículo, ¡hace demasiado frío!”, protesta la bielorrusa Victoria Azarenka, que en esos momentos debuta en la Suzanne Lenglen a cielo abierto, con unos leggins en las piernas y una chaqueta impermeable envolviéndole el torso. El agua ha detenido de forma momentánea su partido y, siguiendo sus propias leyes y desatendiendo la petición de la supervisora, decide refugiarse en el vestuario durante la pausa. Lejos de ese barrizal, a Garbiñe Muguruza se le ve con un anorak grueso y por el subsuelo de la Chatrier, donde teclean los pocos periodistas que cubren este año el torneo in situ, desfila Novak Djokovic.

“¡Holaaa, amigooo!”, dice contento el número uno cuando reconoce a uno español, que se acerca para saludarle y es interceptado de inmediato por un empleado de la ATP. “Lo siento, pero no se puede”, se le advierte por eso del presente y el coronavirus. Lo dicho, todo es distinto, extraño, diferente en esta edición desacompasada que se presenta como todo un ejercicio de adaptación en el que, seguramente, triunfarán aquel y aquella que más rápido y mejor se amolden a las circunstancias. No necesariamente los mejores.

Rafael Nadal, por ejemplo, echa en falta ese sol inspirador e intermitente de la primavera parisina y acepta porque no le queda otra la aparición definitiva de esa cubierta retráctil (acompañada de la luz artificial) que protege a la central de París y que también quitará vuelo a su bola alta. Al balear, que este lunes (hacia las 18.00, Eurosport) debuta contra el bielorruso Egor Gerasimov, de 27 años y 83º en el ranking, tampoco le hacen ni pizca de gracia las nuevas pelotas de Wilson (“son como una piedra, muy lentas y muy pesadas”) que han sido la comidilla previa al estreno, debatiéndose sobre si favorecerán al golpe plano de Nole o al poderoso repertorio del austriaco Dominic Thiem, esta vez algo más que un aspirante.

Dice Nadal que no es fácil moverla y que dibuja poco efecto, de modo que entre una cosa y otra, unido a la falta de ritmo porque decidió no competir en Nueva York y lleva un mes de retraso con respecto al resto de los favoritos, con solo tres partidos de preparación, el mallorquín se enfrenta a su asalto más complicado al grande francés.

Él y el resto de las figuras, sin embargo, disfrutarán de las privilegiadas condiciones que ofrece la central, nada que ver con las inclemencias que sufren el resto en las pistas exteriores. La neblina climatológica ha difuminado hasta ahora la verdadera cuestión de fondo en este torneo. Una cuestión nada menor: por primera vez, Nadal tiene ante sí la oportunidad histórica de igualar los 20 majors de Roger Federer. Con el suizo fuera de combate, lesionado, se dirimirá estas dos semanas un triunfo que podría ser capital en la disputa entre los tres gigantes. Si el español (34 años) logra su decimotercer título en Roland Garros, el golpe de efecto sería mayúsculo, lo mismo que si lo hace Djokovic (33).

El serbio, que esta temporada no conoce la derrota —31 triunfos y la descalificación por el pelotazo a la jueza de línea en Nueva York—, no tiene reparos en reconocer abiertamente que va a por la plusmarca. “Lo daré todo por alcanzarlo”, afirma Nole, que se rodó en Cincinnati y Nueva York, y antes de aterrizar en París logró un intimidatorio éxito en Roma. Solo ha elevado una vez la Copa de los Mosqueteros, en 2016, pero cree que si existe un momento oportuno para derrocar a Nadal de nuevo es el actual, ya que las condiciones le conducen a pensar que el balear es más abordable.

Mientras, Thiem aparece para completar la historia a tres bandas en la que se traduce a priori el torneo. El austriaco, vencedor en Flushing Meadows, llega con el pecho hinchado y sin complejos, a sus 27 años en una espléndida madurez y habiéndose quitado un gigantesco peso de encima al levantar su primer Grand Slam. Eso sí, después de entronizarse en Nueva York aún no ha competido sobre arcilla. “Rafa siempre es el favorito aquí. Está él, después Novak y supongo que luego estoy yo. Las pelotas de antes eran perfectas para mi juego, al igual que para el de Nadal, y creo que las nuevas afectarán a los resultados”, resuelve mientras todo el mundo, incluido el propio torneo, trata de asimilar una realidad difícilmente reconocible.


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