Sinceramente, algo muy raro ha pasado en la última década. Convencidos de que la cultura y la racionalidad son como los megas del wifi de casa, que no dejan de crecer, creíamos que los discursos regresivos no calaban en el personal. Pero ha sucedido al revés. Sin percibirlo, la tierra se ha movido bajo nuestros pies. Para darse cuenta basta un ejemplo. El fallecimiento de la anciana jueza del Tribunal Supremo estadounidense, la inefable Ruth Bader Ginsburg, ha dejado en evidencia que la izquierda de su país la necesitaba como icono y baluarte de resistencia frente a un reaccionarismo creciente y avasallador. Ya hace años escribimos que su relevancia pop era una anomalía de nuestro tiempo. Porque seamos sinceros, Ruth Ginsburg era una mujer moderada, que aplicaba el sentido común, lejana de radicalismos y ferviente defensora de que la justicia escribe leyes para ordenar la vida de los ciudadanos de manera clara, sencilla y ajustada al avance social. Es decir, que su conversión en una especie de mito izquierdista atendía más bien a la extraordinaria capacidad del mundo conservador para hacer pasar las políticas sociales, los mecanismos de inclusión y la fiscalidad de reparto como elementos revolucionarios intolerables.
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