Rupert Everett, la estrella que brilló en Hollywood después de trabajar como chapero


De Rupert Everett se pueden decir muchas cosas, pero no que no tiene sentido del humor. O al menos cintura para tomarse con ironía su desesperada lucha por volver a brillar en el cielo de Hollywood. Así lo retrata el primer extracto de su tercer volumen de memorias que se publicará el próximo mes, Tainted Glory: Travels With Oscar. En esta ocasión su libro se centra en retratar con mordaz precisión su intento de dirigir la película de El príncipe feliz de Oscar Wilde, un proyecto que tardó una década en llevar a la pantalla y que cuando se estrenó se convirtió en otro jarrón de agua fría para el intérprete que había puesto en este proyecto todas sus esperanzas para recuperar el esplendor que vivió en su carrera.

Cuando Everett apareció elegante, cínico, tierno y cómplice junto a Julia Roberts en La boda de mi mejor amigo y después se codeó con Madonna en Algo casi perfecto, pareció que el actor británico tenía Hollywood a sus pies. Las confesiones de que había trabajado como chapero para pagarse la heroína y de que su agente le envió a hacer el bien a Etiopía para mejorar su imagen no le pasaron factura. Todo el mundo puede tener uno, dos o más resbalones en su vida. Pero visto en perspectiva sí parece que le marcó para siempre que los estudios explotaran su imagen de amigo gay (el papel que también interpretaba en la película junto a Madonna). Se habló de él para sustituir a Pierce Brosnan en la saga Bond, pero la sobreexposición como icono homosexual y las deplorables críticas por su interpretación truncaron la idea.

Desde entonces, Hollywood se alejó de su carrera y él no ha dudado en declarar después que “sigue siendo imposible ser gay y triunfar en la industria del cine”. Según su interpretación, el actor que salga del armario conseguirá “salir adelante durante un tiempo, pero al primer síntoma de fracaso chocará con un muro y te bloquearán”.

Su imagen de vieja gloria ha dado paso a un personaje brillante en otro sentido, porque escribe con la misma acidez con la que le han tratado y retrata el mundo que le rechazó con la misma ironía que se dedica a sí mismo. En uno de sus libros, por ejemplo, ha escrito: “Julia Roberts es tan caprichosa como un caballo de carreras, hermosa y teñida de locura, y en una ocasión se ofreció a acercarme al rodaje… a bordo del jet privado de Sony. Entonces presencié toda la maquinaria en acción, la grandeza de Hollywood transportando su mercancía de un lugar a otro”. O a Sharon Stone como una diosa a la que vio de otra forma al comenzar a trabajar con ella: “Solo cuando comenzaron los ensayos comprendí algo que se me había escapado: que está absolutamente trastornada. Pero no lo digo como una ofensa, estar desquiciada es un requisito para trabajar en el show business”. Las lindezas que le dedicó a Madonna en el mismo libro le sirvieron para que la cantante, a quien describió como una mujer que en los ochenta “exigía una respuesta sexual por parte de todo el mundo, daba igual que fueses gay”, provocó que ella dejara de hablarle y él afirmara que era el único homosexual que no disfruta hablando de Madonna.

Tras muchas etapas en el paro y muchos intentos de volver a estar en el candelero Everett escribió un guion sobre los últimos años del escritor Oscar Wilde. No solo era el escritor sino también quería ser el protagonista y director de su propia obra. Ahora, con 61 años, revela que escribir guiones fue para él un sueño para crearse un trabajo como actor ya que nadie más parecía interesado en tenerle en cuenta para sus películas. Rupertt Everett dice en su nuevo libro de memorias que elegir a Oscar Wilde resultó una elección obvia: era regresar al prototipo de gay en el que le había encasillado Hollywood.

Escribió el guion de El príncipe feliz y todo fueron felicitaciones, pero cuando el productor le dijo que quería a Philip Seymour Hoffman para interpretar el papel protagonista que se había reservado para él, se negó en redondo y ahora reconoce que cometió una de sus grandes equivocaciones: “Debería haber dicho que sí. Hoffman, por supuesto, habría sido brillante y mi carrera como guionista se habría establecido al más alto nivel”.

Pero se negó, seguía teniendo planes grandiosos para sí mismo y le costaba renunciar a ellos. Dos años después, seis directores habían rechazado hacerse cargo del proyecto con él como protagonista y él volvió a encontrarse varado y solo con su guion. A través de amigos recurrió a productores alemanes, cambió rasgos de su proyecto para hacerlo más barato, acudió al festival de Berlín para hablar con unos y otros y pasaron 10 años hasta que lo hizo realidad y por unas cosas y otras pasó con más pena que gloria por las taquillas. Sin embargo su nuevo libro también retrata la intrahistoria de un festival que, según Everett, puede ser “lugar infernal”. “Los poderosos flexionan, los impotentes se arrastran y el resto de nosotros hacemos malabarismos hacia arriba y hacia abajo”, escribe el actor. Y añade: “Todo esto se desarrolla en teatros y vestíbulos de hoteles, en cenas y proyecciones, en desayunos y grupos focales. Las estrellas pasan, envueltas en joyas prestadas, seguidas por flotillas de ‘su gente’. Todo sucede año tras año, y nada cambia, excepto que las caras se hacen más grandes (rellenos) y las películas se reducen (presupuestos)”. Y con estas descripciones tan satíricas, es casi obligado preguntarse por qué Rupert Everett no renunció definitivamente a su carrera como actor, para centrarse en brillar como guionista.


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