Confinamientos la libertad sin amistad sólo es un largo bostezo
Por Salvador Mendiola
[Esta es la última entrega de nuestra serie Confinamientos, en la cual intentamos dar espacio a hombres y mujeres brillantes intelectualmente hablando, para que nos compartieran sus experiencias durante el distanciamiento social llevado a cabo durante la actual pandemia de COVID-19. Para cerrar este ejercicio que, seguramente, retomaremos posteriormente con otra temática importante, el poeta y periodista cultural nos entrega una breve reflexión desde su confinamiento donde los años parecieran transcurrir con inusitada claridad en los pensamientos…]Lo peor de todo es tener que nacer. La única cura era morir joven. Envejecer ha sido estar en contra y soportar el castigo, como toro de lidia, hasta la suerte final y el deseo absurdo del arrastre lento. No habrá más. La paz eterna. Los cojines en el ruedo vacío.
Llegar de viejo a este confinamiento es no sentirlo. Sólo es un miedo claro. Porque la misantropía ya me tenía convertido en un monje cartujo disidente.
Quizá la única diferencia sea que pienso más claro. Me quito ilusiones y veo sin parpadear el tamaño de la catástrofe “invisible”. Nos toca lo desconocido, lo que más tememos. La parálisis de la cuarentena es sana respuesta a tal horror.
Lo más temido está aquí, muy presente. Se puede morir en cualquier instante. Como siempre. Pero esta vez la conciencia de la muerte no es por caminar hacia ella todo el tiempo, sino porque ahora parece que ella camina, corre, vuela hacia nosotros, con cada extraño en la calle, sin distinciones. Todos los desconocidos nos pueden contagiar. Y yo soy el desconocido absoluto para todos los demás. Risa loca.
Pero hay que romper la burbuja ideológica. Reconocer el confinamiento como hecho voluntario, como pleno respecto al contrato social, para no comunicar la violencia de la enfermedad a nuestra comunidad, sociedad, humanidad. Y todo cambia. Se siente y entiende mejor de qué se trata la historia entera como trabajo de sobrevivencia: individual y colectiva.
He leído y estudiado a los clásicos de las epidemias. Releo a Shakespeare para confirmar su presencia constante en el habla de sus personajes. Recuerdo lo de Edipo y la ciudad de Tebas. Daniel Defoe y Samuel Pepys, el desdichado Camus. Hasta entender con más luz las sombras negras del fin de Santa María en las novelas profecía de Juan Carlos Onetti. No vendrá una mejor humanidad en lo ético y lo efectivamente cotidiano, pero sí en la higiene y los hábitos de socialidad pública y privada, será diferente el trato con todo mundo. Habrá que pensarlo más. De allí puede salir la imaginación de mejores medidas para la realización diaria de lo social: mercado, Estado y opinión pública.
Ahora son más sagrados los besos y las caricias. La escasez les da mejor aprecio. El riesgo sacraliza el amor erótico del cuerpo a cuerpo, la tibieza con que los orgasmos ayudan a cruzar la existencia sin tantas ganas de suicidarse.
Despierta la imaginación clerical en el confinamiento. Por el lado turbio del Divino Marqués se desarrolla ese negro deseo del incesto y la pedofilia, y la polifilia y la eficacia del porno en la red. En el lado de la memez mística, los viejos como el Don Guido de Antonio Machado entran en religión y se apendejan hasta creer en el alma y la vida eterna. En el lado del no te entumas, la gente se pone a estudiar y a entender, gracias al archivo sin fin de la red: Internet. No todo deviene paparruchas o pleitos de cantina, se puede aprender física cuántica de verdad en línea, lo mismo que el modo menos tonto de hacer periodismo o la mejor manera de cultivar orquídeas en una unidad habitacional multifamiliar. Y así así.
Hasta querer saberlo todo. Ese deseo que bien distrae de querer acabar ya con todo, comenzando, éticamente, por uno mismo.
Gana en definitiva la amistad. Aunque sea sólo con uno mismo. Porque la gran verdad de este valle de lágrimas en cubículos de Biblioteca de Babel es saber que la amistad vuelve tolerable el peor calabozo y la tortura, mientras que la libertad sin amistad sólo es un largo bostezo.
Cuídense mucho.
El poeta Salvador Mendiola