Asegura Jean Paul Gaultier que la moda es hoy más que nunca una cuestión de egos. Todo el mundo quiere ser más importante que su vecino, sea diseñador, estilista, periodista o fotógrafo. En el fondo, todo el mundo aspira a ser Diana Vreeland (París, 1903-Nueva York, 1989), y tal vez por eso la figura de la editora estadounidense está más de actualidad que nunca. El documental The eye has to travel, que puede verse en Canal + (traducido como Diana Vreeland: La mirada educada), es el penúltimo intento de desentrañar el misterio de una personalidad fundamental para la moda del siglo XX. Un esfuerzo que no han logrado antes los incontables perfiles y biografías publicadas. Ni siquiera la suya propia.
Diana Vreeland fue editora de moda de Harper’s Bazaar entre 1936 y 1962 y directora de Vogue de 1962 a 1971. Pero eso no da idea de su trascendencia. Original y fantasiosa, sentó las bases de un cargo que hoy suscita respeto por su capacidad de influencia y poder, pero que nadie ejerce como ella. Convirtió las revistas de moda en un espectáculo en lugar de una guía de consejos. “Uno solo puede pensar en siete u ocho mujeres realmente originales. En América hemos tenido muy pocas. Emily Dickinson fue una. Pero Mrs. Vreeland es una mujer extraordinariamente original. Ha contribuido más que nadie al gusto de las mujeres americanas en la forma en que visten, se mueven y piensan. Es un genio. Pero la clase de genio que muy poca gente reconocerá”, aseguraba Truman Capote de forma poco profética.
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La biografía de Vreeland es un resumen del siglo XX. Nació en París, de madre americana y padre británico. “De su padre sacó una reserva puntuada por su apetito por el drama. De su madre, una cazadora y notoria adúltera, un espíritu de conquista”, asegura la periodista Judith Thurman en el libro The eye has to travel (Abrams). Con su madre mantuvo una relación tortuosa. “No nos caíamos muy bien. Ella era muy guapa. Un día me dijo: ‘Es una pena que tengas una hermana tan guapa y que tú seas tan extremadamente fea’”, escribió.
En 1914, la familia se trasladó a Nueva York. Allí se casó con Reed Vreeland y llevaron la clase de existencia, entre Europa y EE UU, que retrató Scott Fitzgerald. Con 30 años y dos hijos, volvió a Nueva York. Los Vreeland no eran ricos, pero habían mantenido un ritmo de vida trepidante en Londres, donde se beneficiaban de un dólar fuerte y de los descuentos que Chanel hacía a Diana. En Nueva York, Diana tuvo que empezar a trabajar. Una noche, su traje blanco de encaje llamó la atención de Carmel Snow, directora de Harper’s Bazaar. Al día siguiente le ofreció trabajo. “Nunca he estado en una oficina, ni me he vestido antes de mediodía”, protestó Diana. “Pero pareces saber mucho de ropa”, respondió Snow.
Así nació, en 1936, la columna Why don’t you?, un reflejo de la mente anárquica e inventiva de Vreeland. Algo que no solo se notaba en su aspecto. También en su forma de hablar. Christopher Hemphill calificaba su discurso de rococó: “Su voz casi te permite ver las cursivas cuando habla, pero su elección de vocablos es todavía más atractiva”. “Como un poeta, da la impresión de inventarse su propia sintaxis”, escribió Jonathan Lieberson. “La fuente de esa poesía era un exagerado horror a lo prosaico, seña de identidad de una sacerdotisa de la moda”, asegura Judith Thurman.
Las frases lapidarias y la exigencia con sus empleados alimentaron una fama despótica que reflejaron los personajes de dos películas inspiradas en ella: Una cara con ángel (1957) y ¿Quién eres tú, Polly Magoo? (1966). Eso pasó a formar parte del código de la directora de revista moda –ahí está El diablo se viste de Prada (2006)–, pero el fotógrafo Richard Avedon la describía de forma más compleja: “Lo que presentaba no era lo que era. Prefería ser percibida como frívola. Trabajaba como un perro, pero no quería que se supiera. Vivió para la imaginación, regida por la disciplina, y creó una profesión nueva. Vreeland inventó la editora de moda. Antes eran señoras de sociedad que les ponían sombreros a otras como ellas”.
Cuando Vreeland no fue considerada para reemplazar a Carmel Snow como directora, empezó su desencuentro con la revista a la que había dotado de una identidad única de la mano de Avedon o Man Ray. En 1963, Vreeland dejó Harper’s Bazaar para dirigir Vogue. La revista, menos relevante, se convirtió en un fenómeno en sus manos. Supo incorporar los cambios de los años sesenta. Mick Jagger, Anjelica Huston, Twiggy o Verushka encarnaron su alegato por la belleza de lo diferente.
“Se convirtió en el arquetipo y estereotipo de una editora de moda”, escribe el diseñador Marc Jacobs en el prólogo de Allure. “Nadie ha sido como ella. Ha habido personalidades fuertes, pero no ha habido otra Diana Vreeland. Anna Wintour es igual de poderosa, si no más poderosa. Pero es diferente. El espíritu de descubrimiento y la celebración de lo singular y nuevo es lo que hace a una gran editora. Mrs. Vreeland fue pionera en esa clase de acercamiento”.
Con la llegada de los años setenta, debido a los gastos –tan extraordinarios como su imaginación– y a una nueva consumidora, Vogue despidió a Vreeland. Fue remplazada por su asistente, Grace Mirabella, quien pintó de beis su oficina roja. Ella se reinventó en un último personaje. Entre 1972 y 1989 fue consultora del Costume Institute del museo Metropolitano y organizó exposiciones que atrajeron un número insólito de visitantes. También en eso le ha tomado el testigo Anna Wintour, actual directora de Vogue.
“No aprendes moda. Tienes que llevarla en la sangre. Yo nunca veo otra cosa que un perfectamente maravilloso mundo de moda a mi alrededor”, dijo en The New York Times en 1984. Aunque ninguna de sus citas como esta: “Un vestido nuevo no te conduce a ninguna parte. Lo que importa es la vida que llevas con ese vestido”.
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