Me encanta la fruta, pero no la consumo habitualmente. No soy el único atrapado en tamaña incongruencia: según el Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente, cada español come de media 13,29 kilos de frutas y hortalizas al año; unos míseros 36,4 gramos al día (una ciruela pequeña). Tras analizarlo concienzudamente durante cinco largos minutos he llegado a la conclusión de que la fruta, aunque deliciosa, se nos resiste por un cúmulo de catastróficas desdichas.
Ir a comprarla es un suplicio: en la mayoría de supermercados —donde la adquirimos el 53,6 % de españoles— comprar estos productos es lo que más tiempo lleva, e implica recorrer uno a uno los cajones provisto de incómodos guantes y bolsas que cuesta mucho abrir, sin mencionar que luego hay que pesarlas y hacerles un nudito. Cuando comemos fuera, las descartamos automáticamente alegando que las consumimos en casa (¡mentira!) y preferimos salirnos de la rutina eligiendo una tarta fabricada en un polígono industrial.
“Una naranja, dos kiwis y una ciruela. Dado que mi opción habitual es un café con leche, dos tostadas y un vaso de zumo de naranja, tengo la sensación de estar en el desayuno bufé de un todo incluido de Cancún”
Sentimientos encontrados también provocan las verduras, las cuales, pese a que no soy capaz de encontrarles el intenso sabor que dicen que tienen, consumo en cierta medida dada su idoneidad como guarnición de platos de carne o pescado, o en forma de ensalada.
Pero parece que nos estamos quedando cortos, mucho más de lo que cabría pensar. Aunque la Organización Mundial de la Salud (OMS) había establecido que 400 gramos de fruta y verdura al día era la medida más saludable, una exhaustiva revisión de 95 estudios realizada por el London Imperial College (Reino Unido) ha puesto el listón todavía más alto: sostiene que en relación con infartos, ictus, enfermedades cardiovasculares y mortalidad por todas las causas (incluido cáncer) “el riesgo más bajo se observó con un consumo de 800 gramos al día (10 raciones al día)”. ¿Cuánto es una ración? Según la OMS, una naranja, un plátano, dos kiwis, dos ciruelas, una rodaja de melón o piña (similares proporciones para la verdura). Más estudios, esta vez llevados a cabo por la Universidad de Otago (Nueva Zelanda): comer alimentos ricos en fibra reduce el riesgo de enfermedades coronarias y cardiovasculares.
Para averiguar si 10 raciones al día de estos alimentos entran dentro de lo humanamente razonable o, por el contrario, hacen que uno termine aborreciendo todo lo que crece en la tierra o cuelga de un árbol, en ICON me propusieron probar la dieta en mis propias carnes durante solo cinco días. Este es el resultado. Pasado ese tiempo, pedí al doctor Juan José López Gómez, miembro del área de Nutrición de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN), que hiciera una evaluación general de mi reto.
Día O: mi nevera estalla con cuatro kilos de verduras y frutas
Hago la compra. Paso por el tortuoso trámite de las bolsas, los guantes, los cajones y el peso, y regreso a mi domicilio arrastrando cuatro kilos de fruta y verdura. Primer dilema: ¿dónde la guardo? Como no hay espacio en la nevera, la dejo a temperatura ambiente; de hecho, decido que dentro de la bolsa de la compra estará la mar de bien. Para mi sorpresa, mi pareja me dice que si no la guardo en la nevera se va a estropear.
Me comenta que tenía que haber realizado varias compras pequeñas en vez de una grande. Le respondo magnánimo que en el súper estos productos los tienen al aire: ¡lo he visto con mis propios ojos! “Pero la renuevan constantemente”, me informa, agorera. Por no discutir, examino el interior de la bolsa y decreto que las fresas, ciruelas, peras y uvas son las más susceptibles de ponerse feas (no tanto la piña, las naranjas, las mandarinas, los pomelos, los plátanos y los kiwis), así que hago sitio como puedo en la nevera y ahí las dejo, sin más daños colaterales que un paquete de yogures de mis hijas despachurrado al estamparse contra el suelo.
Día 1: mi cuerpo ya no es un reloj
Animado por el reto, nada más levantarme me subo a la báscula; el resultado es tan inesperadamente aterrador que enfrentarme acto seguido a tanta cantidad de comida hace que esté a punto de tirar la toalla (por respeto al lector, no compartiré la cifra resultante). Aun así, saco fuerzas de flaqueza (me digo que quizá se debe al copioso cocido del día anterior) y me enfrento al primer desayuno.
Selecciono una naranja, dos kiwis y una ciruela. Dado que mi opción habitual es un café con leche, dos tostadas con aceite de oliva virgen extra y un vaso de zumo de naranja embotellado (y, desde tiempos recientes, un Danacol), tengo la sensación de estar en el desayuno bufé de un todo incluido de Cancún. Algo tengo que eliminar: ¿descarto las tostadas? No, porque el aceite de oliva virgen es tan saludable o más que la fruta. Tardo en caer en la cuenta de que es el zumo de naranja lo que me está sobrando: ¡si me voy a comer una de verdad! Cuando termino, me siento saciado, y 20 minutos más tarde acudo con la puntualidad habitual a mi tiempo de lectura en el baño.
“¿Está estropeada mi báscula?: asegura que peso 800 gramos menos que ayer, que es exactamente la cantidad de fruta y verdura que consumí”
Efecto inesperado: una hora después, mientras conduzco tranquilamente de camino a la redacción, las ganas de ir al baño regresan de forma furibunda, algo insólito en quienes funcionamos como un reloj. Por desgracia, llegaré muy justo a una reunión y no tendré tiempo de hacer antes una parada estratégica en el baño. Para mis adentros reniego de la combinación kiwis/ciruela. La reunión se alarga más de la cuenta, y cuando por fin consigo librarme de ese malestar son las 11:30.
Hora del picoteo de media mañana: dos mandarinas. Para comer tomo una ensalada con pavo y un plátano. Por la tarde me siento con más energía; o quizá es sugestión. El picoteo de media tarde se me olvida, y son casi las 20:00 cuando recurro a las dos mandarinas previstas. Para cenar, filete de pollo a la plancha con una exuberante ensalada mixta, seguido de un buen tazón de fresas con queso batido desnatado. Mientras intento engullir los últimos trozos, me percato de que no he tomado una gota de alcohol en todo el día, quien sabe si inspirado por esta apuesta transitoria por la vida sana.
Día 2: ¿hamburguesa con alcachofas? Sí, se puede
Mi báscula está estropeada: asegura que peso 800 gramos menos que ayer (que es exactamente la cantidad de fruta y verdura que me metí para el cuerpo). Alentado por la noticia, incorporo al desayuno, además de un plátano, la combinación traicionera de ayer: dos kiwis y una ciruela (más el café, las tostadas y el Danacol). Los preparativos son tantos que se me queman las tostadas.
Antes de salir de casa troceo la piña con la que ya estoy salivando para la cena y me deleito catando un par de trozos. A media mañana, las dos mandarinas de rigor. Para comer, tiro de tupper con una ensalada de pasta con salmón y un aguacate, seguida de un racimo de uvas. A media tarde, un poco harto de tanta mandarina, me zampo una pera bien rica. Para la cena, tras una bendita hamburguesa con alcachofas y tiras de jamón, devoro media piña. Cero alcohol.
Día 3: entro en crisis
Hoy tengo previsto comer fuera, lo cual puede hacer que se tambalee mi plan. Para desayunar apuesto por un plátano y dos pomelos como acompañamiento del café y todo lo demás. Sinceramente, con el plátano no soy capaz. ¿He entrado en crisis? A media mañana degusto el postergado plátano, y en el bar-restaurante con menú del día escojo todo lo procedente del campo que puedo: unas alcachofas con jamón y un burrito de pollo con algo que quiere parecer un mix mexicano de vegetales (pimientos, tomates y jalapeños), pero que es un pisto de toda la vida. Naranja para el postre.
En un día normal, las palabras “huevos rotos con panceta”, escritas con rotunda caligrafía en el menú, me habrían atraído inexorablemente, pero ahora veo en ellas al mismo demonio. Por la tarde vuelvo a olvidarme de mis amigas las mandarinas, a las que hinco el diente cuando llego a casa, cerca de las 20:00. Para cenar, salchichas con ensalada y lo que quedaba de la piña de ayer.
Día 4: abro la nevera y arramplo con el salami
Trabajar desde casa —como hoy— es una maravilla también desde el punto de vista nutricional: mi colección menguante de frutas y verduras está todo el día al alcance de la mano. Lista de lo que entra en mi boca a lo largo de la jornada: dos peras y un cuenco de fresas (desayuno), un plátano (media mañana), ensalada de tomates y mozzarella con un pomelo y dos kiwis (comida), dos naranjas y dos ciruelas (media tarde) y una ensalada mixta y un cuenco de fresas con queso blanco batido (cena). La báscula parece que se ha arreglado sola: vuelve a darme un peso muy parecido al del primer día (me gustaba más estropeada). A pesar de que el picoteo entre horas se ha vuelto saludable, antes de la cena abro la nevera y arramplo con todo lo salado que encuentro: aceitunas, lonchas de salami, jamón. ¿Quizá es que tanto azúcar está pidiendo a gritos la misma cantidad de sal?
Día 5: he adelgazado solo 300 gramos
Llego al día cinco y, afortunadamente, el último. Un plátano y dos mandarinas (desayuno), plátano (media mañana), salmón a la plancha con ensalada mixta, dos kiwis y un pomelo (comida), dos peras (media tarde) y judías verdes y un racimo de uvas (cena) es lo que me meto entre pecho y espalda. A la mañana siguiente me peso en la báscula: 300 gramos menos que el primer día. No parece significativo, pero por lo menos no he engordado.
“Antes de la cena abro la nevera y arramplo con todo lo salado que encuentro: aceitunas, lonchas de salami, jamón. ¿Quizá es que tanto azúcar está pidiendo a gritos la misma cantidad de sal?”
Mis conclusiones: estoy casi seguro de que no podría mantener esta dieta mucho más tiempo; ni yo ni nadie. Ya lo dice el nutricionista: esto empieza a afectar a mi equilibrio mental. Y, aun así, cuando vuelvo a hacer la compra, me sorprendo cogiendo los guantes y llenando las dichosas bolsas de plátanos, naranjas… (aunque en menor cantidad). En los días siguientes incorporo fruta en el desayuno y al picoteo de media mañana.
Valoración del nutricionista. Le cuento mi dieta de cinco días al doctor Juan José López Gómez, miembro del área de Nutrición de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN), y me contesta: “La recomendación que hacemos habitualmente de fruta y verdura en la dieta mediterránea es de cinco raciones al día (tres de fruta y dos de verdura). El estudio de la London Imperial College (10 piezas al día) me parece tremendamente interesante por el tema y la exhaustividad, pero hay que hacer una interpretación correcta del mismo. En primer lugar, estos investigadores consideran una ración de fruta o verdura como 80 g, que no es lo mismo que una pieza (una naranja mediana puede pesar entre 100 y 200g). El consumo de 10 raciones de fruta y verdura sin un control meditado del resto de la dieta podría ocasionar dos situaciones: que se eliminen otros alimentos con importantes nutrientes (lácteos, legumbres, proteínas de origen animal) y se incremente el consumo de calorías e hidratos de carbono, lo que puede inducirnos a un aumento de peso. Simplemente introduciendo una pieza de fruta en el desayuno, otra a media mañana y una tercera en alguna de las dos comidas, más dos raciones de verdura, estaríamos ante la pauta de introducción de vegetales más equilibrada”.
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