Las guerras, conflictos y crisis suelen amalgamar la dispar sociedad israelí, pero el crisol del Estado judío está empezando a fracturarse durante la segunda oleada de la pandemia. La entente entre castas muestra signos de fisura ante el desdén de amplios sectores de la comunidad ultraortodoxa a las directrices para contener la propagación de la covid-19 –que amenaza con enfrentarlos al resto de los ciudadanos– y la desobediencia civil emerge en las protestas para exigir la dimisión del Benjamín Netanyahu, el primer ministro procesado por corrupción.
¿Están las tribus de Israel a las puertas de una contienda entre hermanos? El columnista hebreo Ben Caspit apunta desde el portal Al Monitor, especializado en Oriente Próximo, que la cohesión interna frente a la adversidad, afianzada desde la fundación del Estado en 1948, ha ocultado rencillas internas. En medio de la plaga del coronavirus, la crisis económica, las manifestaciones contra Netanyahu y el descontrol de los ultraortodoxos se han intensificado las disputas intestinas hasta cotas apenas conocidas. “La confianza en las instituciones está bajo mínimos mientras crece la tensión doméstica”, advierte Caspit. Las manifestaciones no tienen que ver con la movilización de los jóvenes indignados de 2011, que acamparon en el corazón de Tel Aviv para reclamar justicia social. Ahora corean con toda crudeza un único lema: “¡Netanyahu, lárgate!”.
El coronavirus ha semiparalizado la vida cotidiana. También ha extremado el malestar. El Gobierno israelí acaba de extender las restricciones una semana más (casi cuatro de confinamiento general, de las que tres serán de clausura endurecida), al menos hasta el 13 de octubre. Mientras, las puertas de las sinagogas seguirán cerradas y solo será posible manifestarse en un radio de un kilómetro del domicilio habitual y en “cápsulas” de hasta 20 personas.
El confinamiento ha sido ratificado a pesar de que el porcentaje de casos positivos detectados en las pruebas PCR ha caído hasta el 8%, en su nivel más bajo desde hace un mes, después de haber alcanzado un pico del 15%. La paradoja de Israel estriba en que a pesar de la generalización de los contagios –entre los ultraortodoxos alcanza una tasa del 30%– solo se han registrado 1.824 muertes por coronavirus desde que se declaró la pandemia en marzo. El sistema sanitario, sin embargo, se ha visto ya desbordado por el aluvión de pacientes en estado grave y en unidades de cuidados intensivos.
El cerrojazo impuesto a la educación, la economía y la movilidad durante las celebraciones judías de otoño –Año Nuevo, Yom Kipur y Sukot o Fiesta de los Tabernáculos– ha surtido efecto. Pero las medidas de emergencia aún deben superar un último escollo. La festividad judía de Simjat Torá cierra el ciclo este fin de semana con los bailes multitudinarios en corros del Hakafot. “Es un acto alegre, pero este año conlleva un terrible peligro”, ha activado la alarma el ministro de Sanidad, Yuli Edelstein.
Se refería sin citarlos a los sectores ultraortodoxos que desoyen las recomendaciones sanitarias. El caos se ha apoderado de los jaredíes o temerosos de Dios. Además de los grupos jasídicos extremistas –como la Facción de Jerusalén, que tiene su bastión en el distrito de Mea Shearim–, se han radicalizado colectivos más tradicionales, como los del feudo jaredí de Bnei Brak, en la zona metropolitana de Tel Aviv.
Su desobediencia ante el confinamiento, el uso de mascarillas y la distancia física han abierto una brecha con el resto de la sociedad. El director del hospital M. Hayeshua de Bnei Brak, Mordejai Ravid, dimitió el jueves de su puesto después de haber acusado a grupos ultraortodoxos de convertirse en “una masa que no se somete a las reglas y que puede matar a la gente”. “Han sido educados durante años para tomarlo todo sin dar nada a cambio”, enfatizó este médico y profesor universitario en declaraciones a la emisora de radio estatal KAN.
En general, los ultrarreligiosos no cumplen el servicio militar, siguen un sistema educativo anticuado que ignora las matemáticas y no suelen trabajar, aunque reciben subvenciones estatales para sostener a sus familias numerosas. La rebelión de los jaredíes frente al confinamiento es contemplada en Israel como la consumación de un Estado dentro del Estado: una teocracia establecida al margen del resto del país. El extremismo se concentra entre los seguidores del partido Unión por la Torá y el Judaísmo, que agrupa a los askenazíes o judíos de origen centroeuropeo, mientras que no afecta en igual medida a los del partido Shas, de orientación sefardí u oriental (judíos originarios del norte de África y Oriente Próximo).
“La pandemia supone una reevaluación de la actitud de las diferentes comunidades”, argumenta el analista de Haaretz Gideon Levy. Mientras la minoría árabe de origen palestino, que representa un 20% de los 9,2 millones de israelíes, ha rebajado la tasa de infecciones hasta acomodarse a la media nacional, entre los ultraortodoxos, un 12% de la población, los casos de contagio se siguen disparando. “Los jaredíes son ahora la verdadera quinta columna en esta campaña (contra la covid-19) por su desobediencia a las normas y arrogante indiferencia ante la angustia del resto del público”, concluye Levy. “Pagarán por ello: su comportamiento no será olvidado con rapidez”.
En una de las peores crisis de confianza desde la guerra de Yom Kipur, que amenazó en 1973 la existencia misma del Estado judío, los jóvenes laicos y la vieja izquierda israelí, hartos tras 14 años de Gobierno de Netanyahu (los últimos 11 años, en cuatro mandatos consecutivos), superponen su rebelión a la de los ultraortodoxos. Los temerosos de Dios, sin embargo, constituyen una pieza clave en el engranaje de poder que sostiene al primer ministro del Likud.
Crisis sanitaria supeditada a intereses políticos
Tres de cada cuatro israelíes rechazan la gestión de Netanyahu en las crisis sanitaria y económica. El Likud, además, se ha desplomado en los últimos sondeos de intención de voto y corre el riesgo de perder cerca de la mitad de sus escaños. “Existe un abismo entre el Gobierno y los ciudadanos”, advierte desde las páginas de Yedioth Ahronoth el columnista Nahum Barnea, uno de los más influyentes en la prensa hebrea, ante las crecientes señales de desgobierno y desobediencia civil. “El mayor y más imperdonable pecado de Netanyahu”, apostilla, “es haber supeditado la crisis del coronavirus a sus intereses políticos”.
La desconfianza de los israelíes hacia las medidas adoptadas por sus gobernantes corre en paralelo a la difusión cotidiana de escándalos sobre el incumplimiento de las restricciones. Por ejemplo, la que impide alejarse más de mil metros del domicilio o recibir en casa a personas con las que no se conviva. La ministra de Medio Ambiente, Gila Gamliel, viajó 150 kilómetros hasta la Alta Galilea para rezar con su familia en una sinagoga durante el Yom Kipur. El jefe de las Fuerzas Armadas, el general Aviv Kochavi, se reunió en su casa con parientes, al igual que el director del Shin Bet, el servicio interior de seguridad, Nadav Argaman. Todos ellos han pedido perdón. No es el caso de Sara Netanyahu, esposa del primer ministro, quien convocó a su peluquera a la residencia oficial poco antes de grabar un vídeo en el que invitaba a la población a no salir de casa.
Israel se encamina previsiblemente hacia las cuartas elecciones legislativas en apenas dos años. Si la coalición gubernamental apoyada por los centristas de Azul y Blanco, encabezados por el exgeneral Benny Gantz, no logra pactar unos presupuestos en diciembre, los israelíes deberán acudir de nuevo a las urnas en marzo de 2021. El inicio de la campaña coincidiría así con la reanudación oficial en enero del juicio contra Netanyahu, encausado por soborno, fraude y abuso de poder.
A pesar de haberse prorrogado una semana el estado de emergencia, los opositores laicos han vuelto a manifestarse por todo el país en las noches del martes y el jueves, y los ultraortodoxos han seguido incumpliendo restricciones. El funeral de un venerado rabino jasídico en la ciudad costera de Ashdod, al sur de Tel Aviv, fallecido precisamente a causa de la covid, congregó el lunes a más de 5.000 de sus seguidores, muchos de ellos sin mascarillas y la mayoría sin guardar distancias de seguridad.
El caos que se desprende de las imágenes de Ashdod es visto como una capitulación de las autoridades ante el estupor de la mayoría laica del país. Los rabinatos ultraortodoxos controlan los tribunales religiosos, que deciden en última instancia quién es judío y, en consecuencia, puede emigrar a Israel, o que vetan los matrimonios civiles. También obtienen grandes beneficios con los certificados kosher, sellos de estar ajustado a la ley judaica, de productos alimenticios y restaurantes.
La “extorsion” de los ultrarreligiosos
Para algunos observadores, la “extorsión” de los ultrarreligiosos se mantiene gracias al respaldo de sus partidos a Netanyahu. Sus 16 diputados en una Kneset (Parlamento) de 120 escaños apuntalan a los 36 parlamentarios que el Likud obtuvo el pasado marzo. “Las decisiones de Donald Trump, en un servilismo incondicional hacia Israel del presidente de Estados Unidos, junto a la pandemia de covid-19 han privado de efecto aglutinador al conflicto palestino-israelí, que neutralizaba históricas pugnas internas”, considera el analista político Daniel Kupervaser.
La decisión del partido derechista laico Israel Nuestra Casa, liderado por el exministro de Defensa Avigdor Lieberman, de romper con los ultraortodoxos y alejarse de Netanyahu arrastró al país a tres elecciones sucesivas. “La grave crisis económica derivada de la crisis sanitaria ha borrado los logros de una década de oro en Israel”, destaca Kupervaser, “y ha cuestionado la presencia de grupos ultrarreligiosos en el poder, hasta el punto de plantear la separación entre grupos judíos que ya no pueden convivir”.
El escritor David Grossman se ha sumado al coro de quienes temen la descomposición de la sociedad israelí. “Percibo en el ambiente, en los medios y las redes sociales, una tentación de anarquía”, admite el reconocido novelista hebreo en una entrevista publicada en el suplemento semanal de Yedioth Ahronoth. “Espero que no se produzca, pero puede haber comenzado ya un colapso general del sistema”, reflexiona. “El coronavirus solo ha destapado la profunda quiebra en el Gobierno y la desintegración de la sociedad israelí”.
En este otoño del descontento, de barricadas y cañones de agua ante la residencia del primer ministro en Jerusalén, de enfrentamientos entre policías y jaredíes insumisos en las yeshivas rabínicas de Bnei Brak, el autor de La vida entera sostiene que “la democracia en Israel es frágil”. “Netanyahu ha ido arrasando sistemáticamente los contrapesos del sistema, para convertirse en soberano absoluto”, concluye. “En cierta medida, somos una sociedad sedada e intubada”.
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