Una de las cosas que más impresionan al visitar las grandes llanuras del Serengueti, en Tanzania, uno de los parques nacionales más emblemáticos de África, son las interminables manadas de herbívoros, las filas infinitas de ñus que se deslizan hasta el horizonte. También es posible cruzarse con una familia de elefantes, con su despliegue de fuerza y majestuosidad, o contemplar al anochecer a los búfalos agrupados en círculo para defenderse, con cara de pocos amigos. Y luego están los leones, cazadores solitarios o en grupo, o las risas de las hienas en la lejanía. Siempre se tiene la sensación de estar en un territorio hostil en medio, eso sí, de una belleza natural inaudita.
Hubo un largo periodo, que se prolongó durante miles de años, en el que el paisaje de Europa se parecía al Serengueti, aunque se trataba de llanuras heladas pobladas por fauna polar. Aquellos espacios eran recorridos por manadas de bisontes, de renos, de caballos, de mamuts, rinocerontes lanudos, con los leopardos y los leones siempre al acecho… Y en medio de todo ello sobrevivían unos pocos humanos, dispersos, muy adaptados al medio, seguramente nómadas estacionales, que habían atesorado un profundo conocimiento de un entorno natural que representaba a la vez un peligro constante y una fuente de vida.
Esta historia de humanos y animales está grabada y dibujada en las paredes de unas cuantas cuevas europeas, situadas sobre todo en la cornisa cantábrica y en el sur de Francia. La primera cueva importante descubierta fue Altamira, a las afueras de la localidad cántabra de Santillana del Mar, aunque en 1868 nadie creyó al autor del hallazgo, Marcelino Sanz de Sautuola. La idea de que unos hombres primitivos fuesen capaces de realizar unos dibujos tan perfectos técnicamente y a la vez tan bellos parecía inconcebible. Afortunadamente, la visión del pasado remoto de la humanidad ha cambiado mucho y ahora somos plenamente conscientes de que aquellos Homo sapiens que llegaron a Europa, con su arte y su pensamiento simbólico, hace unos 40.000 años eran exactamente como nosotros: querían sobrevivir, perpetuarse, pero también crear.
De Lascaux, cerrada a cal y canto después de que una crisis por el exceso de turistas estuviese a punto de arruinar las pinturas, existe una reproducción muy realista, realizada utilizando técnicas de mapeo digital y, a la vez, imitando las pinturas después de haber estudiado a fondo su composición. Fue inaugurada a finales de 2016 y es conocida como Lascaux IV. Con paciencia y planificación (en todas las cuevas de Périgord hay numerus clausus de visitantes), se puede vivir una experiencia única: contemplar un techo lleno de mamuts dibujados a carboncillo, entrever con linternas el grabado de un leopardo o mirar durante unos segundos (la conservación exige estar poco tiempo) unos bisontes policromados, los últimos todavía accesibles. Nunca sabremos lo que significan aquellos dibujos y por qué se realizaron, dado que hemos perdido cualquier contacto con el marco cultural en el que fueron creados; pero representan la única ventana abierta al pasado remoto de la humanidad y nos permiten entrar en contacto con ese mundo salvaje, con ese inmenso Serengueti europeo.
Périgord, además, está lleno de castillos medievales de la guerra de los Cien Años —hay tantas fortalezas inglesas como francesas—, de colinas y bosques tan espesos y poblados de animales que de noche se debe conducir todo lo despacio que se pueda porque no paran de cruzarse bichos en la carretera, y de pueblos medievales magníficamente conservados, como Sarlat-la-Canédamonti, Montignac, Limeuil o Cendrieux. La gastronomía, eso sí, no resulta demasiado apta para vegetarianos o veganos porque es la patria del foie y del pato, que se sirve en todas las formas posibles. En muchos restaurantes y bistrots, que suelen tener cartas cortas basadas en productos estacionales del terruño, ofrecen opciones de menú basadas exclusivamente en el pato. También es el territorio de la trufa negra.
Una ruta para hacer en coche
Visitar el Périgord resulta muy cómodo en coche desde Cataluña o el País Vasco. La localidad de Montignac, donde se sitúa la cueva de Lascaux, se encuentra a unas cuatro horas de San Sebastián por carretera. Los aeropuertos más cercanos son los de Burdeos (a dos horas) y Toulouse (a unas tres horas). Conviene alquilar un vehículo porque resulta una ruta difícil de hacer sin transporte propio. Existen decenas de hoteles y gîtes rurales, aunque se pueden llenar fácilmente en periodos vacacionales porque es un destino muy popular. Se puede ir en cualquier época del año, aunque en invierno la región entra en un cierto letargo y algunos restaurantes y alojamientos (y algunas cuevas) están cerrados. La actividad arranca en torno a la Semana Santa y se mantiene hasta noviembre.
Algunos consejos prácticos
De las cuatro cuevas de Périgord que visitamos en un viaje de cuatro días, solo en una, la reproducción de Lascaux, se puede reservar con antelación. Para el resto resulta necesario hacerlo el mismo día en la propia taquilla, y tienen normas muy estrictas. Font-de-Gaume y Les Combarelles, situadas en Les Eyzies-de-Tayac-Sireuil (la capital de la prehistoria en Francia), admiten 78 visitantes al día la primera y 42 la segunda. Las entradas se venden por riguroso orden de llegada en la taquilla de Font-de-Gaume. Está todo muy bien organizado, con asientos numerados para hacer la cola y un parking justo al lado; pero si se agotan las entradas (si no queda sitio en los asientos), no se podrá volver hasta el día siguiente. Con la entrada se marca una hora de visita diferente para cada cueva a lo largo de la misma jornada. Se trata siempre de visitas guiadas. La taquilla abre a las nueve y media de la mañana y para garantizarse un sitio es sensato llegar por lo menos una hora y media antes. En verano y en vacaciones escolares francesas se puede necesitar más tiempo.
Rouffignac, conocida como la cueva de los cien mamuts, permite más visitantes (entran 60.000 personas cada año sin que los dibujos lo noten) y se pueden sacar las entradas en dos turnos (mañana y tarde) en invierno y solo por la mañana en verano. Esta cueva es muy fácilmente accesible porque se visita en un tren eléctrico construido en la década de 1960.
Visitar las cuevas siempre tiene algo de azar, al igual que la conservación de esas pinturas se debe a un cúmulo de casualidades. Pero, salvo que una multitud se cruce en nuestro camino, si se llega con tiempo, lo normal es poder acceder.
Font-de-Gaume
El periodista estadounidense Gregory Curtis descubrió su pasión por el arte prehistórico durante una visita a Font-de-Gaume, que plasmó en su magnífico libro Los pintores de las cavernas. El misterio de los primeros artistas (Turner). “La belleza en el arte, en la naturaleza o en una persona siempre sorprende porque es más poderosa y conmovedora de lo que habías previsto”, escribe en este ensayo después de adentrarse, en fila india, en esta gruta para encontrarse con pinturas, grabados y dibujos de entre 12.000 y 17.000 años de antigüedad que pertenecen al llamado periodo magdaleniense, que marca a la vez la cumbre del arte parietal y su momento final.
La visita produce una mezcla de emoción y misterio porque las paredes no solo están llenas de dibujos prodigiosamente realizados —renos, bisontes, pero también animales mucho menos habituales como los lobos—, sino que además se multiplican los signos imposibles de descifrar, que se repiten en diferentes yacimientos. Es inútil, pero también inevitable, preguntarse qué significan. Todo ello se mezcla con el olor a humedad, la sensación de barro en los pies, la iluminación necesariamente tenue por motivos de conservación y el descubrimiento de cómo aquellos artistas aprovechaban el relieve natural de la cueva para realizar sus dibujos, como si sus creaciones surgiesen de las paredes e incorporasen el movimiento bajo la luz temblorosa de las velas. Pero por encima de todo Font-de-Gaume ofrece algo único: los últimos bisontes policromados que se pueden ver en Europa.
Les Combarelles, la cueva que se visita con Font-de-Gaume, es todavía más estrecha y admite grupos más pequeños. Al principio resulta un poco decepcionante porque solo ofrece grabados, casi imposibles de ver sin la ayuda de un profesional. Pero cuando el guía arrastra lentamente su linterna por las paredes húmedas y va mostrando los animales escondidos detrás de los trazos, un complejo puzzle cobra sentido en apenas unos segundos y vemos emerger leopardos y mamuts de las paredes, dibujados con una habilidad y un realismo que nunca dejan de sorprendernos.
La gruta de Rouffignac
Al principio, con su tren eléctrico que se adentra en los confines de la montaña, la gruta de Rouffignac parece más un tren de la bruja que una visita a un yacimiento arqueológico. Pero el apodo del lugar, la cueva de los cien mamuts, produce una enorme curiosidad que no resulta en absoluto decepcionada. Es cierto que el primer contacto puede resultar un poco más artificial que en otras visitas, pero tras recorrer varios cientos de metros en el trenecito de marras, pararse ante algunos dibujos a carboncillo por el camino, descubrir los nichos en los que durmieron los osos de las cavernas, inmensos omnívoros que visitaban a menudo aquellas grutas, se llega a la sala final, donde descubrimos decenas de animales en el techo. Y entre ellos, los magníficos e imponentes mamuts que ocupan un lugar tan importante en nuestra imaginación del pasado —basta con recordar la escena en la que aparecen y salvan a los humanos en la novela más conocida sobre la prehistoria, En busca del fuego, de J. H. Rosny Aîné, que llevó al cine Jean-Jacques Annaud—.
Así describe la llegada al momento culminante de la cueva la prehistoriadora francesa Marylène Patou-Mathis en su libro Histoires de Mammouth (Fayard), comprado en la pequeña pero excelente librería dedicada al tema de la propia gruta: “A 550 metros de la entrada se produce la explosión. El techo nos muestra 64 dibujos negros en los que 28 mamuts se codean con caballos (12), cabras monteses (12), bisontes (12) y rinocerontes lanudos (3)”. De nuevo la emoción de encontrarnos con animales que ya no existen, que pertenecen a un mundo lejano e incomprensible, pero con los que convivieron nuestros antepasados, se mezcla con la sorpresa que produce la destreza técnica que demostraron aquellos primeros artistas.
Lascaux
Que sea falsa no quiere decir que la reproducción de Lascaux no sea apasionante. Es cierto que faltan el barro y la humedad, que se echa de menos la sensación de aventura, pero es un prodigio técnico. Descubierta durante la Segunda Guerra Mundial por tres chavales —uno de ellos judío, que logró sobrevivir a la persecución nazi— y su perro, Robot, que fue el que entró primero, esta gruta es para muchos expertos, como Gregory Curtis, la más impresionante, incluso por encima de Altamira o Chauvet (que también cuentan con reproducciones).
Con más de 1.500 representaciones, Lascaux resulta inabarcable. Su sala de los toros es considerada, junto al techo de los bisontes de Altamira y el panel de los leones de Chauvet, la obra maestra del arte prehistórico. Y su reproducción no decepciona, todo lo contrario. Es imposible captar en una sola visita la enorme concentración de arte que ofrece esta cueva, pero el museo que la acompaña permite hacerse una idea de lo que sabemos sobre el arte prehistórico. De los instrumentos encontrados en Lascaux, por ejemplo, se deduce cómo trabajaban aquellos pintores de las cavernas, subidos a andamios y con pequeñas lámparas de grasa de reno para iluminarse. De nuevo, terminamos la visita con una mezcla de lejanía y cercanía, hemos descubierto un mundo remoto, pero hemos conocido a humanos en el fondo no tan diferentes de nosotros. Eso sí, eran mucho mejores pintores.
Napoléon y el encanto de Limeuil
Entre cueva y cueva, para pasear, comer, cenar o alojarse, Périgord alberga unas cuantas localidades medievales preciosas. Sarlat-la-Canéda y Montignac —donde está Lascaux— se encuentran entre las más grandes, con una concentración apabullante de tiendas que ofrecen foie y otros productos del pato y mucha oferta gastronómica y de alojamiento. Limeuil, donde se cruzan los ríos Dordoña y Vézère, es de las localidades más bonitas de la zona. El minúsculo pueblo de Cendrieux, con su museo dedicado a Napoleón (porque allí se instalaron sus descendientes), tiene mucha gracia, al igual que la cercana localidad de Sainte-Alvère, más grande y con más servicios. Monpazier, Saint-Amand-de-Coly —con su impresionante iglesia fortificada— o la propia Les Eyzies-de-Tayac-Sireuil, que alberga además el Museo Nacional de Prehistoria, también merecen mucho la pena.
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