Lo grave no fue solo el disparo que acabó con la vida del legionario Alejandro Jiménez Cruz el 25 de marzo de 2019 en el campo de maniobras de Agost (Alicante), sino la confabulación orquestada para intentar tapar lo sucedido. El juez togado militar número 23 de Almería ha procesado al sargento autor del disparo, pero también a un capitán, dos tenientes, un cabo y tres soldados de la Legión por delitos como encubrimiento, deslealtad, desobediencia y obstrucción a la Justicia.
Nunca se había llegado tan lejos en el desenmascaramiento de una arraigada concepción del corporativismo que, con la excusa de defender la imagen de la Legión o proteger a los subordinados, se desentiende de las víctimas y ampara a los culpables. En un demoledor auto de 150 folios, fechado el pasado miércoles, el juez militar desmenuza el cúmulo de irregularidades que rodearon el ejercicio en el que perdió la vida el legionario Alejandro Jiménez Cruz, mallorquín de 21 años, y las mentiras urdidas para obstruir la investigación.
Inicialmente se aseguró que el legionario había sido alcanzado por el rebote de un proyectil que le entró por la axila, en el hueco dejado por el chaleco antibalas, mientras participaba en un ejercicio de su compañía, perteneciente al Tercio Don Juan de Austria, con base en Viator (Almería). Esa es la versión que los mandos de la Brigada de la Legión dieron al padre del fallecido y la que se intentó hacer creer a la Guardia Civil. “Ha sido un rebote, lo he visto miles de veces, no hay que ser un lince para darse cuenta”, le dijo el jefe del legionario a los investigadores.
Posteriormente se supo que, pese a tratarse de un ejercicio con fuego real en movimiento, uno de los más peligrosos, los participantes no llevaban las placas balísticas que les habrían protegido del impacto de un proyectil, aunque su unidad contaba con 30 de ellas desde 2012. El juez admite que estas placas no eran obligatorias entonces, pero recuerda que sí se emplearon en ejercicios posteriores a la muerte del legionario.
La prueba pericial determinó, además, que este no fue alcanzado por un rebote sino por el impacto directo en el pecho de un proyectil de calibre 5,56 disparado por el fusil HK de su propio sargento desde 12,5 metros de distancia. Para descubrir lo ocurrido, la Guardia Civil tuvo que romper el pacto de silencio que se impuso entre los legionarios.
Horas después de la muerte del soldado (en una ambulancia militar que carecía de médico o enfermero y cuyo conductor solo tenía conocimientos básicos de primeros auxilios, contra lo previsto para ese tipo de ejercicios), se limpió el campo de tiro de vainas y casquillos, lo que hubiera borrado las pruebas de no ser porque el proyectil quedó alojado en el cadáver. El juez paralizó una incineración que se quería hacer con premura y ordenó una segunda autopsia, lo que permitió reconstruir la trayectoria de la bala, que afectó a los pulmones y el corazón, y recuperar más restos de la misma.
Esa misma noche, el capitán de la compañía reunió a los mandos a sus órdenes y les dijo que debían declarar que él estaba presente cuando se produjo la muerte, lo que no era cierto. A la mañana siguiente, a primera hora, saltó el precinto policial del campo de tiro y preparó una reconstrucción falaz de los hechos, haciendo que los legionarios la ensayaran antes de la llegada de la Guardia Civil, para hacer creer a los investigadores que los soldados estaban a cuatro o cinco metros de su posición real cuando se produjo el fatal disparo.
Se trataba de ocultar que, en contra de lo que él mismo había ordenado, los dos pelotones asaltaron simultáneamente la loma haciendo uso de sus armas desde flancos opuestos, con el riesgo de fuego cruzado; que el sargento disparó cuando debía limitarse a supervisar el ejercicio; o que un teniente y un cabo se sumaron al mismo sobre la marcha, sin informar a nadie. Pero el detonante del desenlace fatal fue una improvisación del sargento: con el ejercicio ya acabado, se inventó un nuevo enemigo y ordenó disparar hacia la falda de la loma. Cuando los legionarios estaban rodilla en tierra, comprobando sus cargadores, se oyó a Alejandro Jiménez gritar: “¡Me han dado!”.
El juez procesa al sargento por homicidio imprudente, pero también por abuso de autoridad y obstrucción a la justicia, y le pide 330.000 euros de responsabilidad civil, además de mantener las medidas cautelares (retirada del pasaporte y comparecencia quincenal). Al capitán, al que atribuye la autoría del plan para ocultar que el sargento fue el autor del disparo, lo procesa por deslealtad, encubrimiento y desobediencia a agentes de la autoridad (los guardias civiles). A los dos tenientes por deslealtad (elevaron un informe falso a sus superiores), desobediencia, contra los deberes del mando y encubrimiento, delito que también se atribuye al cabo y los tres soldados, entre otros. Todos ellos han sido citados a declarar el 7 de septiembre.
El valor del legionario que dijo la verdad
“No llores como un maricón, que has venido a la Legión a morir”, le dijo el sargento a un soldado amigo de Alejandro momentos después de su muerte. El sargento era el mismo que había matado al legionario y quien lloraba el único soldado que tuvo valor suficiente para declarar la verdad de lo sucedido. Pagó un alto precio por ello: sus compañeros le hostigaron, lo trataron de “traidor”, le hicieron el vacío y le insultaron. Le forzaron la taquilla y se halló dentro munición de guerra, que él alega que alguien le colocó, pese a lo cual ha sido encausado por la jusrisdiccción militar. Cuando uno de los investigadores le llamó al móvil, un legionario se lo quitó y lo arrojó al suelo. “¡Uy! Me está llamando el teniente de la Guardia Civil, ¡qué miedo!”, se burló el capitán, quien prohibió a los soldados que colaboraran en la investigación sin autorización de sus jefes. “Estos hijos de puta, picoletos de mierda, como no pueden probar que fue un rebote, buscan decir que fue un fallo nuestro”, aleccionó el sargento a los legionarios cuando iban a declarar. El juez le ha procesado por vejar y humillar al legionario que lloró la muerte de su compañero.
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