“Solo me dedico a plantar árboles: sé que soy demasiado viejo y que no disfrutaré de sus frutos ni de su sombra, pero no veo una manera mejor de ocuparme del porvenir”. Jean Giono escribió esto en El hombre que plantaba árboles (1953).
Lo único que pide un árbol es que se le deje en paz. Discretos, totalmente pacíficos y extraordinariamente autónomos, los árboles son muy útiles para los humanos. Por eso el biólogo y botánico Francis Hallé (82 años) lleva media vida tratando de demostrarlo con libros y conferencias. La que dio en 2011, La vida de los árboles (Gustavo Gili), acaba de ser traducida por Cristina Zelich. En ella parte de que el 90% de la biomasa, es decir, el peso acumulado de todo lo que está vivo, está compuesto de árboles. Para afirmar que si eres comerciante, pescador, músico, arzobispo o médico, tarde o temprano tendrás la impresión de estar perdiendo el tiempo. Solo existe una excepción: si plantas árboles seguro que lo que haces está bien.
Hallé deja claro que no todo el mundo valora igual la importancia de los árboles. Cuenta que en Esperando a Godot (1952) Samuel Beckett hace decir a Estragón, uno de sus personajes: “el árbol no sirve para nada, solo puede servir para que uno se ahorque”. Y recuerda que, siendo presidente de Estados Unidos, cuando Ronald Reagan fue a visitar las secuoyas de California, la visita fue breve: “vista una, vistas todas”, dijo.
Él remite al ensayista y poeta Francis Ponge para establecer que “los animales equivalen a lo oral y las plantas a lo escrito”. Por eso cita una frase certera de Valéry, “el árbol deja ver su tiempo”, escrita en el Diálogo del árbol. Para Hallé, un árbol es “el tiempo hecho visible”.
Algunos árboles son potencialmente inmortales. El Pinus Longaeva, californiano, tiene 5.000 años. Germinaron cuando los faraones egipcios construían las pirámides. Aunque Hallé señala que el más antiguo actualmente es un acebo real que está en Tasmania y data del Pleistoceno, la era geológica anterior a la actual: tiene 43.000 años. Está convencido de que se encontrarán más antiguos.
Nelson Mandela pasó 27 años encarcelado en la isla de Robben, frente a la Ciudad del Cabo. Siempre contó que logró sobrevivir gracias a los bidones donde cultivaba plantas. Comenzó sembrando para sus compañeros de celda. Luego pasó a hacerlo para todos los prisioneros. Terminó plantando para toda la isla de Robben. También árboles frutales. “Estoy en prisión, pero mis plantas son libres”, dijo. Y Hallé recuerda que “los árboles necesitan muy poco y logran mucho”. No solo frenan el viento, también dan sombra y frutos, protegen las cosechas, vallan sin separar, también son fundamentales para terminar con la polución. Consumen CO2. Un árbol es una depuradora de aire. También parece un salvoconducto frente al cambio climático, basta con unas hectáreas de bosque para que llueva.
Tenemos 26.000 genes. Nacemos y morimos con ellos. Pero algunos se desactivan con el paso de los años. El arroz tiene muchos más genes que nosotros porque esta más evolucionado. El genetista Axel Kahn explica por qué: “Intentad pasar el invierno con los pies metidos en agua fría, alimentándoos exclusivamente de un sol pálido de dióxido de carbono. Nuestro genoma es demasiado pequeño para alcanzar ese tipo de rendimiento. Las plantas son mucho más resistentes que nosotros porque tienen muchos más genes. “Han ido más lejos en su dirección que nosotros en la nuestra”, añade Hallé.
El libro es en realidad una conferencia que el botánico y biólogo dio hace una década e incluye las preguntas del público y las respuestas del conferenciante. En él habla de la comunicación entre los árboles, algo que hacía reír al mundo hasta que en 1990, en la Universidad de Pretoria, en Sudáfrica, Wouter Van Hoven demostró que las acacias caffra se comunicaban para evitar ser devoradas por los antílopes Kudús. Lo hacían cambiando la bioquímica de sus hojas, volviéndose tóxicas y poniéndose a favor del viento. No son las raíces la vía de comunicación de los árboles, son sus hojas que, en un tamaño diminuto, también se encuentran en las raíces.
Los árboles son testigos del tiempo. Y el tiempo ha enseñado a acompañarlos, a tratarlos y a aprovecharlos. Hallé explica por qué en Suiza una casa hecha de madera puede durar cientos de años y por qué pueden existir hasta chimeneas de madera: “Hay que cortar la leña para la calefacción en la fase creciente y la madera para los edificios en la decreciente”. En pleno invierno, cuando la luna es invisible, es cuando los leñadores que trabajan para hacer Stradivarius talan sus árboles.
Buda Gautama supo ver la generosidad de los árboles: “Tan generosos que ofrecen su sombra a quienes van a cortarlo”. Y Hallé lo cuenta en su libro. Al diferencia de Mandela, él no ha vivido nunca en la cárcel, pero durante la ocupación alemana vivió con su familia (de nueve personas) en un terreno que no medía ni una hectárea. Su padre, que era agrónomo, cultivó plantas para todos, incluso para sus vecinos. Desde entonces, desde su infancia, para Hallé los árboles son el lugar donde sacar frutos y leña. “Son la solución. Siempre lo serán”.
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