Voy a empezar con una historia. Es cortita. Sucedió el verano de mis once años, cuando viajaba por primera vez al Reino Unido para aprender inglés. Como me negaba a asistir a un colegio en pleno julio, me asignaron un hogar sin hijos en un plácido suburbio residencial de Londres en el que vivía la pareja de jubilados compuesta por Alfred y Jean Bracknell. La tarde misma de mi llegada, no bien empezaba a caer el sol, Jean se sentó frente a mí en el sofá del salón y se sirvió una copa de jerez del tamaño de algunas peceras domésticas, para mi absoluta perplejidad. Mientras me preguntaba por mis aficiones y decidía mi horario de comidas, Mrs. Bracknell ingirió no menos del doble de la dosis máxima recomendada por nuestro Ministerio de Sanidad. Y lo hizo sin mover una pestaña.
España es un país decididamente bebedor (ocupa el puesto 28 en consumo de alcohol per cápita de un listado de casi 200 estados según la OMS), pero los cócteles están aquí poco extendidos, si consideramos que el gin tonic en copa de balón con una ramas de romero no se contabiliza en esa categoría
Que en lugar de eso se hubiera puesto a bailar danzas hawaianas al son de un ukelele no me habría parecido más exótico. Hay que entenderme: nací y crecí en Bilbao. El tópico establece que los vascos somos de buen comer y de buen beber, y en todo tópico palpita un cierto grado de verdad, pero en mi ciudad natal es muy raro que la gente beba dentro de su propio domicilio. Porque –y esto sí que es allá una norma aplicable a casi cualquier actividad humana– ¿para qué hacer en casa lo que se puede hacer en un bar?
No hay bares disponibles estos días, ni en Bilbao ni en Calatafe, así que muchos de nosotros estamos adoptando una costumbre que antes no teníamos, que es la de consumir alcohol en la intimidad. Utilizo la primera persona de plural por mera convención, ya que yo, misteriosamente, me he vuelto casi abstemio. ¿Que alguna copa de vino sí haya caído en la cena? Puede, no digo que no. Pero eso sería una minucia en comparación con el ritmo anterior, impuesto por una vida social bien nutrida. Resulta imposible asistir a la inauguración de una exposición, a la fiesta de un medio para el que colaboras, a un encuentro relajado con compañeros del trabajo o una cena con las amigas de toda la vida sin regar la ocasión bien regada. Quizá esa sea una de las cosas que en adelante tengamos que replantearnos, pero cuando lleguemos a ese río cruzaremos ese puente.
De momento, he comprobado que a mi alrededor se dan ahora las situaciones más diversas. Mi amigo A., traductor de 40 años que antes de todo esto ya realizaba su actividad laboral desde casa, se ha limitado a mantener sus antiguas rutinas. “Ahora igual que antes, bebo por costumbre, supongo, y también por hábito social”, me cuenta. “Antes bebía cuando se encartaba, y eso siempre ocurría en buena compañía. Pues ahora sigo haciéndolo en compañía, aunque sea virtual”. Los fines de semana, A. organiza videollamadas con su grupo de amistades en las que alguno acaba fino filipino, costumbre que al parecer se encuentra bastante extendida como medio para intentar que esta nueva realidad, con todas sus limitaciones, se parezca lo más posible a la que antes disfrutábamos.
Ahora bien, ¿estamos bebiendo más de lo que entonces bebíamos? “Yo creo que bebo lo mismo”, concluye A. “Puede que incluso menos, pero parece que es más porque lo hago en casa y se me acumulan las botellas a modo de recordatorio. Aparte de mis encuentros sociales el sábado por la noche, solo un día me puse un güisqui on the rocks para inspirarme a la hora de escribir un texto”.
Ah, la inspiración. Con esto abrimos otro melón, que es el del vínculo entre escritores y bebida, cliché que disfruta de una fuerte raigambre. Cómo será de fuerte que ya de Sócrates se decía que pimplaba de lo lindo. El siglo XX y el auge del imperio americano (¿dirán los futuros historiadores que el XXI y su nuevo orden mundial han empezado realmente con esto del coronavirus?) nos dejaron ejemplos tan conocidos como los de Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald y Truman Capote, quien al destornillador (clásica combinación de vodka y naranja) lo llamaba cariñosamente “mi bebida de naranja”. Claro que ninguno de ellos supera al estadista Winston Churchill, que para hacer frente a la amenaza nazi empezaba el día con un whisky con soda.
Otro conocido mío, C., periodista de 43 años, sí comienza a albergar la sospecha de que está bebiendo más de la cuenta, y la culpa la tiene la cocina. Antes realizaba la mayor parte de sus comidas fuera de casa, pero ahora que ha empezado a elaborar él mismo sus menús no perdona un tiento entre que remueve el guiso y mete una bandeja en el horno. Ante todo, C. desea que desechemos la imagen cuqui de una copa de vino blanco sobre la encimera al estilo Gwyneth Paltrow. “Es algo mucho más prosaico”, me aclara. “Si la salsa del pollo lleva brandy, después de echar un chorrito en la sartén yo también me sirvo otro; y quien dice eso dice un chato de rioja, o dos, y total que para cuando llego a la mesa voy ya medio grogui”.
A su hermana gemela, V., ejecutiva en un canal de televisión, también le alarma el incremento de su ingesta alcohólica. Convertida en una Faye Dunaway en pantuflas de felpa (piensen en la redacción de Network. Un mundo implacable, la película dirigida en 1976 por Sidney Lumet, concentrada en un salón de 35 metros), V. aprovecha las breves pausas que le permite su frenética jornada de teletrabajo para trasegarse alguna cerveza que otra. “Me he preguntado por qué hago esto, si antes vivía con el mismo estrés y ni se me ocurría beber en el trabajo”, me explica. “Y la única conclusión a la que llego es que aquí tengo una nevera con latas de cerveza helada a diez pasos. Eso lo cambia todo”.
Lo que nos lleva a una cuestión esencial. ¿Por qué bebemos? ¿Por qué hacemos casi todo lo que hacemos? La respuesta parece de perogrullo pero es irrebatible: porque podemos. Y luego ocurre que estos no son tiempos fáciles, que hay quien el confinamiento lo lleva especialmente mal, e incluso quien ha perdido alguien cercano, así que no resulta raro que broten la tristeza y el desaliento. Así que en otro plano de motivaciones quedan el estrés, la depresión, la desesperación, el aburrimiento o el impulso autodestructivo, ingredientes de los que habrá más o menos proporción en el cóctel de cada cual.
Hablando de cócteles, el encierro doméstico puede constituir una oportunidad para sofisticar nuestros hábitos alcohólicos. ¿No nos dicen que algo deberíamos aprender de esta pandemia? ¿Cuántos bizcochos de limón puede alguien hornear antes de sufrir un ataque de hiperglucemia? A este foro elevo mi propuesta: hagamos cócteles. España es un país decididamente bebedor (ocupa el puesto 28 en consumo de alcohol per cápita de un listado de casi 200 estados según la OMS), pero los cócteles están aquí muy poco extendidos, si consideramos que no, el gin tonic fresquito en copa de balón con una ramas de romero y acaso un puñado de frutos rojos no se contabiliza en esa categoría. Además, la propia casa es el lugar perfecto para degustar un cóctel, según la pedagogía desplegada durante décadas por el Hollywood clásico en su vertiente amor y lujo. Revisen las comedias de Lubitsch, Cukor o Blake Edwards y comprobarán que no existía tardecita hogareña, celebración en un ático neoyorquino o pool party que se preciaran sin su buena profusión de copas cónicas.
Da la casualidad que cuento entre mis amistades con un experto en coctelería, de nombre J., que actualmente desempeña el puesto de director de operaciones en Europa de una multinacional de la hostelería de lujo. Como decía Lola Flores, en esta vida se puede hacer de todo, pero con método. Y J. parece de acuerdo con esta máxima: “Para estos días yo recomendaría combinaciones refrescantes, poco dulzonas, que no nos quiten el apetito y la energía. Un buen Aperol spritz antes de la cena, asomados al balcón o a la ventana, por ejemplo”. Pero también tiene otras propuestas para quienes ardan en deseos de experimentar: “Ahora que valoramos tanto lo orgánico y lo natural, usemos los productos de las herboristerías. Podemos infusionar tomillo o salvia para aromatizar la ginebra, o hacer siropes con menta que se pueden añadir tanto a un té como a un mojito. También recomiendo algo que en España no se conoce mucho, que es el hot toddy, preparándolo como una infusión a la que añadimos un chorro de whisky o ron”.
J. es un hombre que aporta, así que también nos deja su receta para el bebedizo perfecto en estos días, un cóctel que parece anticipar el verano y que la gran Lola sin duda aprobaría: una buena margarita de pepino. Necesitaremos:
1 medida y media de tequila blanco reposado,
1 medida de Cointreau
½ medida de zumo de limón
¼ de sirope de azúcar
La cuarta parte de un pepino mediano.
Se pela el pepino apartando la piel, que nos habrá quedado algo gruesa. La carne se corta en trozos y se machaca, se le añaden los ingredientes líquidos y se agita con hielo. Se pasa el resultado a un vaso empleando un colador, y le se añaden unas tiras obtenidas de la piel de la cucurbitácea. Señoras y señores, la margarita de pepino.
Suena de maravilla y mejor sabrá, aunque de entre todos los cócteles mi favorito es sin duda el dry martini. Bebida de nombre engañoso, ya que Martini lleva poco, o incluso nada en absoluto. En realidad se trata de un lingotazo de ginebra aromatizada con vermú blanco seco y con una aceituna o una corteza de limón (yo optaría por lo primero) en el fondo de su copa característica.
Como es bien sabido, Luis Buñuel era amante de esta bomba alcohólica, cuya receta no solo facilitaba en la película El discreto encanto de la burguesía, sino también, ejecutada por él mismo, en una filmación en el jardín de su casa de México. Pese a su parquedad de palabras, el cineasta maño demostraba allí la destreza de un influencer contemporáneo en pleno tutorial:
Para Buñuel, el dry martini supondría el epítome del estilo de vida burgués, y por eso tiene todo el sentido del mundo que lo consumamos en nuestras casas, bajo cierto ritual, cómodamente instalados y bien vestidos a poder ser. En su novela Adiós a las armas, Hemingway decía por boca del protagonista que este cóctel le hacía “sentirse civilizado”. Pero sin duda la cita que mejor define sus efectos se la debemos a otra pluma bien mojada, la de Dorothy Parker: “Me gusta tomar un martini, dos como máximo. Después de tres estoy bajo la mesa, y después de cuatro, bajo mi anfitrión”.
Ciertamente tiene su peligro, el dry martini. Por eso una alternativa ligeramente menos explosiva es el negroni, compuesto a partes iguales por ginebra, campari y vermú rojo, adornado con una rodaja de naranja y servido en vaso ancho. De nuevo, Buñuel era consumidor habitual de negronis, y hasta inventó una variante, el buñueloni, que cambiaba el vermú dulce por Carpano, otro aperitivo transalpino. También yo tengo mi propia versión, y no me queda nada mal según quienes la han probado, pero como uno de sus ingredientes es el misterio prefiero no divulgarla. De momento.
Sobre este asunto precisamente tuve una revelación hace no mucho. Sucedió en el bufé del desayuno en un hotel de Florencia, al descubrir que un sorbo de zumo de pomelo me retrotraía unas cuantas horas, hasta el aperitivo de la tarde anterior. Encontré que el pomelo sabía a negroni, o el negroni a pomelo, y esta realidad es menos irrelevante de lo que parece porque implica, estimados lectores, que podemos animar nuestros desayunos con la promesa de un magnífico día sin comprometer nuestra reputación. Ni, lo que es más importante, nuestro hígado.
Porque no somos Winston Churchill, ni esto es la segunda Guerra Mundial.
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