La pasión por Maradona convierte en un caos el velatorio en la Casa Rosada

La muerte de un ser querido provoca una erupción de recuerdos. Muchos millones de personas recuerdan hoy que ese hombre imposible, Diego Armando Maradona, fue parte de sus vidas. Y seguirá siéndolo. Hablamos de alguien que personificó el misterio del fútbol: ¿por qué un simple juego de pelota adquiere esa trascendencia? Dieguito, el “cara sucia” de Villa Fiorito, carcomido por la cocaína y el alcohol, llevaba tanto tiempo muriendo que nadie pensaba que pudiera morirse. Pero lo hizo. El miércoles a mediodía su corazón se detuvo. El otro, Maradona, “el 10”, “D10S”, héroe de Argentina y divinidad profana, había asentado desde hace años un pie en la historia y otro en la mitología.

Fotogalería: La vida de Diego Armando Maradona

Hay que dar un salto hacia la fe para entender el fenómeno. Y tener en cuenta el peso de la emoción y de las victorias simbólicas en la vida colectiva. De lo contrario, resultaría absurdo que, por la muerte de un futbolista, el presidente de la República Argentina, Alberto Fernández, decretara tres días de luto nacional. Y que ofreciera la Casa Rosada para cualquier tipo de ceremonia. Y que la gente, en Buenos Aires y en otros lugares, buscara un sitio donde reunirse para llorar. Ocurren cosas mucho más importantes. El mundo sufre el azote de una pandemia. Pero ha muerto Diego Armando Maradona.

El último capítulo empezó a escribirse el 30 de octubre, el día en que cumplió 60 años. Alguien, en su cuenta de Instagram, colgó un mensaje del ídolo sobre los “maravillosos mensajes” que le daba la vida. Él apenas podía hablar o razonar. Tres días después le fue extraído un hematoma del cerebro. El 11 de noviembre fue trasladado desde la Clínica Olivos a una mansión en Nordelta, una zona de canales e islotes al norte de Buenos Aires. La casa, alquilada, disponía de equipamiento médico y de las características que parecían apropiadas para que Maradona, o más bien el pobre Diego, no siguiera bebiendo.

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Diego Maradona murió por una insuficiencia cardíaca aguda, congestiva, crónica que generó un edema agudo de pulmón, según han informado los medios en Argentina.

“No puede ser”, dijo el presidente Fernández. La incredulidad fue la sensación dominante en los primeros momentos. En un país sin ídolos unánimes, Maradona constituía la excepción. Era ídolo porque el 22 de junio de 1986, en el Estadio Azteca de Ciudad de México, marcó el mejor gol de todos los Mundiales; porque aquel gol lo encajó Inglaterra, solo cuatro años después de la derrota argentina en Malvinas; porque su país emergía de una dictadura y el gol asombroso convenció a los argentinos de que todo era posible. “Nos llevaste a lo más alto del mundo”, “gracias por haber existido”, tuiteó Alberto Fernández.

Con eso, con el gol supremo, la revancha simbólica y el Mundial, habría bastado. Sin embargo, había más. “El Diego”, “El Pelusa”, era un chico de Villa Fiorito, un “pibe” surgido de la pobreza y de los potreros, un “cara sucia” que parecía concentrar la esencia de la Argentina popular. Hablaba en frases redondas que se difundían rápidamente y se clavaban en las memorias. Triunfó como presentador televisivo: sabía lo que era el espectáculo, y que no había espectáculo como él mismo. Su peronismo y su izquierdismo elemental, populista, reflejaban una de las grandes vetas que caracterizan a la sociedad argentina. Y jugaba conforme al patrón onírico que los aficionados atribuían al perfecto futbolista “del pueblo”: genio, astucia, guiño, placer. Siempre David frente a Goliat. Esas virtudes se ajustaron como un guante al espíritu napolitano, donde se le llora tanto como en su ciudad de origen.

Sumemos a eso el largo espectáculo de su autodestrucción y de su caótica vida familiar, casi paralelo al de su gloria deportiva. Aquí intervenía un elemento de rango místico: sus adicciones y enfermedades se lamentaban y a la vez se interpretaban, medio a escondidas, como el calvario que corresponde a un ser mesiánico. Ese complejo razonamiento colectivo podría resumirse en una idea: “Se sacrificó por nosotros”.

La transformación del futbolista mítico en mito, sin más, resultaba obvia en los últimos tiempos. Maradona era técnico de Gimnasia y Esgrima de La Plata, el club más antiguo de Latinoamérica y el más desprovisto de títulos. Cuando podía acudir al estadio lo hacía arrastrando las piernas y jadeando. Le costaba mantener una conversación. Como entrenador, apenas podía cumplir las funciones más básicas. Como estandarte cumplía con creces: no se sentaba en el banquillo, sino en un trono. Un socio de Gimnasia y Esgrima lo explicó así: “Tenemos a Maradona y con eso ya estamos en la historia; lo otro es menos importante”.

En los próximos días no valdrán las precauciones contra el coronavirus. Habrá todo lo contrario a la distancia física. Su despedida, pese a la pandemia, será comparada de forma inevitable con las otras grandes emociones fúnebres del pasado argentino: Gardel, Evita, Perón. Será una procesión llena de pena en la Casa Rosada. Multitudinaria y desgarrada. Como la vida de Maradona.


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