La decadencia no es que sea mala, es que es muy complicada. Cuando dentro de unos siglos, quien lo haga, repase la historia de Europa desde 1900, probablemente llegue a la conclusión de que el siglo XX fue el que marcó la decadencia de Europa. Dos brutales guerras civiles, una posterior división geográfica y política de unos 50 años, pérdida de influencia en el mundo, retraso en la carrera tecnológica… en suma: arrinconamiento. Eso sí, un nivel de bienestar ciudadano impresionante y refinado respecto a la gran parte del planeta. El sueño de millones de personas de otras latitudes que, legítimamente, se imaginaron que, algún día, llevarían una vida protegida y hasta placentera paseando por el Distrito VII de París, de compras por Oxford Street o en el concierto de Año Nuevo en Viena. Luego, la realidad es otra cosa, pero los sueños también mueven el mundo. Sin embargo, salvo en algunas cosas —como las personas, a pesar de lo que diga la publicidad—, la decadencia no es inevitable. Habitualmente es producto de una serie de circunstancias, pero también de decisiones. La historia es una buena maestra porque está llena de numerosos ejemplos de cómo no hacer las cosas, aunque —advertencia— no conviene tomarla como un libro de recetas de cocina.
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