El favor más largo: un conductor lleva a una familia de desconocidos 1.700 kilómetros por carreteras heladas


La pandemia de coronavirus ha dificultado la libertad de viajar y ha convertido algunos recorridos en auténticas odiseas. Es lo que ha vivido una familia del sur de Estados Unidos, los Marchessaults, residentes en Georgia. La madre y los dos hijos querían cumplir un sueño: reunirse con el padre, un militar destinado en Alaska. Los separaban unos 6.700 kilómetros, pero también las restricciones impuestas por la covid-19 y, como pudieron comprobar cuando ya habían superado el ecuador de su aventura, también el crudo invierno. 

Lynn Marchessault, la madre, llevaba meses planeando el viaje: llevaría por carretera a su hijo Payton, de 13 años, y a su hija Rebecca, de 10, y también a sus mascotas, dos perros. Pero la pandemia ponía barreras en un viaje y a una mudanza que necesariamente tenía que pasar por suelo canadiense. Canadá había impuesto restricciones a los viajeros estadounidenses que quisieran atravesar su territorio con destino a Alaska. El papeleo se demoró y el viaje, previsto para septiembre, se retrasó hasta noviembre, según el relato completo del periplo, que recoge CNN.

La conductora sureña, militar retirada, sabía que, viajando en noviembre, no podría evitar el duro invierno. Salieron a la carretera el 10 de ese mes. La primera parte del viaje transcurrió razonablemente bien. Cuando atravesaron la frontera canadiense, los agentes les advirtieron de que transitaran siempre por carreteras principales y que parasen solo para comprar comida o repostar. Tenían cinco días para cruzar en dirección noroeste el país y entrar de nuevo en EE UU: en Alaska.

Pero el norte no les perdonó: las nevadas dificultaban la conducción. Se les agotó el líquido limpiador de los parabrisas, cubiertos por aguanieve. La caravana que llevaban enganchada a su pickup parecía perder tracción en el firme resbaladizo. Se quedó sin señal en el móvil y tuvo que comprar un GPS por el camino. Marchessault paró en una gasolinera en Wonowon, un pueblecito en las montañas de la Columbia Británica. Estaba agotada. “Soy un desastre”, se dijo. Estaba segura de que le habían vendido neumáticos para conducir en invierno. En la estación de servicio las comprobaron y le dijeron lo contrario: “Son ruedas para el verano”. 

Para cuando una vecina la llevó a una tienda de neumáticos para que las cambiase, la mujer estaba agotada. “No suelo tirar la toalla, pero esta vez sí”. Llamó a su marido: “Que venga una patrulla de la frontera y nos recoja”, comentó rendida. “Es la única manera de salir de Canadá”. 

Los Marchessault se fueron a un motel a descansar, pero para entonces su historia ya había llegado a oídos de varios vecinos de Wonowon. Pusieron un anuncio en Facebook. Se buscaba un conductor que quisiera llevar en su autocaravana a la familia hasta la frontera con Alaska. 1.700 kilómetros en unas condiciones meteorológicas muy previsiblemente adversas, que habría que recorrer en dos días máximo para que no expirase el plazo de cinco días que la familia estadounidense tenía para cruzar territorio canadiense. Y, además, conducir gratis.

Un candidato aparentemente perfecto se presentó voluntario. Gary Bath, de 53 años, entrenaba a militares para sobrevivir a las duras condiciones del Ártico. “Después de mirar un rato el anuncio [de Facebook], me di cuenta de que nadie podía [ayudarles], así que hablé con mi esposa y decidimos que yo llevaría a la familia hasta la frontera”. Al padre, desde Alaska, no le hacía gracia que un desconocido llevara a su pareja y a sus hijos por las carreteras, pero no contaba con el permiso necesario para acercarse hasta Canadá y hacerlo él mismo.

“Sabía que había acertado, que eran buena gente”, señaló luego la madre. Y ella, sus dos hijos y las mascotas se pusieron en manos de Bath para recorrer el resto del trayecto. “Estoy segura de que a mi hijo le alegraba no tener que consolarme mientras lloraba”, apuntó la mujer entre risas. La complicidad entre el conductor, militar retirado, y ella, que también lo es, surgió tan pronto como reconocieron que les encantaba la comida que se sirve a las tropas. Dos días después, la familia llegaba sana y salva, con el único susto de un pinchazo en carretera, a su destino en Alaska. Allí, recoge The New York Times, el agente de aduanas les puso alguna pega, pero al final les permitió seguir su camino. 

“Debería haber cogido un vuelo”, ha reconocido la mujer en una entrevista. “Estaban tirados y necesitaban ayuda”, apuntó en otra el buen samaritano. “Lo humano es ayudarles y yo podía llevarlos hasta la frontera”. La vuelta de Bath fue en avión, gracias a un dinero recaudado por otros veteranos en Internet. Lynn Marchessault, por su parte, ya en su nuevo hogar en la localidad de North Pole, asegura que no volverá a coger un coche en bastante tiempo. 


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