Los refugiados azerbayanos regresan a casa 30 años después


En la carretera hacia Füzuli apenas se ve un alma en varios kilómetros a la redonda, tampoco grandes animales. Un silencio pesado y antinatural lo domina todo. A ambos lados, aldeas abandonadas de cuyas casas prácticamente sólo quedan los cimientos y alguna columna. Un campo de girasoles grises, cabizbajos, que este año nadie ha cosechado. El resto es una suave pradera cuyo verdor apagado solo interrumpen las cicatrices de las trincheras y posiciones de artillería excavadas en la tierra. Hay uniformes militares con los distintivos arrancados en los arcenes, munición de Kaláshnikov, morteros sin explotar. Y tanques: un BMP ruso descabezado hace equilibrios sobre una pendiente y, unos kilómetros más adelante, aparecen dos T-72 despanzurrados por el ataque de un dron.

FOTOGALERÍA: La guerra por Nagorno Karabaj

En este terreno desolado se libró una de las batallas más duras de la reciente guerra entre Armenia y Azerbaiyán, que concluyó con la victoria del segundo y la retirada armenia de las provincias que rodean Nagorno Karabaj. Se trata de un enclave del sur del Cáucaso que enfrenta desde hace 30 años a las dos repúblicas exsoviéticas. Su población es mayoritariamente armenia —y hasta el final de esta última guerra fuerzas locales armenias gestionaron el territorio— pero oficialmente pertenece a Azerbaiyán. Las provincias que ahora han vuelto a manos azerbaiyanas fueron conquistadas por los armenios en 1993 a fin de crear una especie de anillo defensivo para esa región separatista.

El vehículo llega a Füzuli, una ciudad prácticamente deshabitada desde hace casi 30 años, cuando los armenios de Nagorno Karabaj expulsaron a la población azerí. La mayoría de los edificios han sido devorados por la maleza y el pillaje a excepción de la antigua oficina municipal de estadísticas, de la época soviética, en torno a la cual los militares armenios instalaron un cuartel. Un coche con las lunas destrozadas por las balas y las paredes de los alrededores, cosidas a disparos, dan cuenta de lo agónicas que debieron ser las últimas horas de la presencia armenia en este lugar. En los barracones, entre las literas, aún quedan calcetines colgados a secar, medicamentos para la fiebre y la bronquitis sobre una mesilla, un álbum de fotos desparramadas en las que uno de los militares cena con su familia, pone velas en una iglesia, posa junto a sus camaradas…

-¿Cómo está la situación en Füzuli?

-Bien, todo bajo control —afirma un agente de policía—. En Hadrut sí que la cosa está más complicada.

-No, no —le corta un superior a su lado—. Allí también está bien.

Es 11 de diciembre y las televisiones de Azerbaiyán sólo hablan del Desfile de la Victoria del día anterior y de las glorias del Ejército, pero desde Hadrut, en el valle vecino, cada vez llegan noticias más preocupantes. Dos soldados azerbaiyanos muertos tras ser asaltados por combatientes armenios refugiados en los bosques; dos trabajadores de la empresa de telefonía de Azerbaiyán heridos de gravedad en otro ataque; más de una decena de soldados armenios muertos en ofensivas del Ejército de Azerbaiyán en pueblos y aldeas cuyo control no está completamente definido por el mapa pactado el 10 de noviembre por ambas partes bajo la mediación de Rusia. “Nuestros servicios de inteligencia nos han dicho que más de 300 combatientes armenios se están concentrando en esa área. Les ofrecimos evacuarlos pero se negaron. Así que se han iniciado operaciones antiterroristas y algunos de esos elementos han sido neutralizados. También hemos negociado con los rusos algunos ajustes en el mapa”, explica Hikmat Hajiyev, asesor del presidente de Azerbaiyán, Ilham Aliyev. Unos días después de esta entrevista, vídeos publicados en diversas redes sociales mostraban a decenas de soldados armenios capturados por los azerbaiyanos y una columna de un centenar de combatientes armenios abandonando las montañas nevadas de la zona bajo la supervisión de las fuerzas de pacificación rusas.

El Ejecutivo azerbaiyano asegura que ha recibido “informaciones contradictorias” sobre si estos soldados armenios tras las líneas enemigas obedecen a una estrategia del Gobierno de Ereván, de elementos dentro del Estado que persiguen sus propios objetivos políticos (hay una creciente presión en Armenia para forzar la dimisión del primer ministro, Nikol Pashinián, al que considerar un traidor por haber firmado el alto el fuego) o son simples militares renegados que rechazan las órdenes de retirada. Esta semana, por ejemplo, el medio Civilnet publicaba una entrevista con un combatiente armenio en la provincia de Lachin que advertía de que jamás entregará su pueblo a los azerbaiyanos y luchará “hasta la muerte”.

Terreno minado

“¡No se te ocurra volver a aparcar en la hierba!”, grita el jefe de policía al conductor del vehículo, después de haber detenido la furgoneta ligeramente en el margen de la carretera. Poner un pie o conducir por donde no hayan pasado antes otros vehículos está terminantemente prohibido: la zona está llena de minas. Ya antes de la última guerra, Nagorno Karabaj y las provincias circundantes eran uno de los territorios más minados del planeta (ni Azerbaiyán ni Armenia han firmado la Convención de Ottawa sobre la prohibición de minas antipersona). “Los armenios, al retirarse, plantaban minas para dificultar nuestro avance. Crean trampas con varias minas juntas, de manera que si pisas una luego caes en la otra y es muy difícil salir con vida”, relata el capitán de las Fuerzas Especiales azerbaiyanas Polad Rizayev, que el pasado octubre perdió ambos pies en sendas minas.

Cada semana llegan noticias de militares muertos o heridos por las minas, uno de los elementos que más dificultan a Azerbaiyán extender su control sobre las provincias recuperadas durante la nueva guerra. Es prácticamente terra incognita para ellos, ya que durante los últimos treinta años ha permanecido en manos armenias, por lo que deben avanzar con extrema cautela. “Los armenios han plantado muchas minas y dejado muchas sorpresas, estos campos están llenos de minas, también los caminos”, explica Ihtiram Jaferov, jefe regional de la agencia gubernamental ANAMA en la provincia de Agdam, donde en las últimas semanas sus hombres han desactivado 80 minas antitanque y otras tantas antipersonales. El desminador calcula que harán falta hasta 5 años para limpiar toda la zona, incluso contando con ayuda internacional.

Una columna de una veintena de camiones militares atraviesa Agdam. Transportan soldados rusos y material para construir el centro conjunto de observación del alto el fuego que gestionarán Rusia y Turquía. “Ya vuelven los rusos”, masculla un joven azerbaiyano con cierto desprecio. En 1992, Azerbaiyán se convirtió en el primer país de la antigua Unión Soviética en expulsar a las tropas rusas de su territorio, lo que no sentó nada bien en Moscú. Aún a día de hoy, muchos azerbaiyanos creen que esa fue una de las razones de su anterior derrota en Nagorno Karabaj y que el apoyo ruso a Armenia en el conflicto de los años noventa fue una manera de hacer escarmentar a Bakú.

En las últimas semanas, en la capital de Azerbaiyán ha habido pequeñas protestas contra el despliegue de los casi 2.000 soldados rusos en los límites del territorio de Nagorno Karabaj aún controlado por armenios. “Es entendible, pues al final son tropas extranjeras en tu territorio”, reconoce el asesor presidencial Hajiyev: “Pero esta vez es diferente, ya que su cometido y los plazos de su misión están claramente estipulados en el acuerdo trilateral [entre Azerbaiyán, Armenia y Rusia] y se están comportando de forma neutral”.

Lo curioso es que la situación sobre el terreno parece haber regresado a la casilla de salida del conflicto: un Nagorno Karabaj en manos de los armenios locales y rodeado de soldados para evitar la conflagración. La única diferencia es que si en 1991 las tropas eran soviéticas, hoy son rusas; y que, desde entonces, los combates entre armenios y azerbaiyanos se han cobrado la vida de unas 50.000 personas (casi 10.000 desde el pasado septiembre). Es más, los expertos avisan de que aunque la guerra abierta ha terminado, el conflicto por el futuro de Nagorno Karabaj aún dista mucho de haberse solucionado.

En busca de los desaparecidos

Para quienes la guerra aún no ha finalizado es para las familias de los desaparecidos. El pasado lunes se produjo el primer intercambio de prisioneros de guerra con mediación de Rusia y del Comité Internacional de la Cruz Roja: Azerbaiyán devolvió 44 soldados cautivos y Armenia, 12, junto a dos civiles que detuvo hace seis años. También se han intercambiado cientos de cadáveres de soldados hallados en el campo de batalla. Pero siguen faltando: Bakú busca a más de 150 desaparecidos, aunque parte de ellos se cree que están entre un centenar de cuerpos irreconocibles que trata de identificar mediante pruebas de ADN. En el lado de Armenia los desaparecidos se cuentan por cientos y ha habido protestas en Ereván por la falta de ayuda. Numerosas familias han recurrido a las redes sociales para preguntar quién tiene información sobre los muchachos que marcharon al frente y jamás regresaron. Desde luego, las imágenes de ejecuciones y mutilaciones de prisioneros que han trascendido no hacen sino añadir preocupación a las familias (si bien el Gobierno de Azerbaiyán asegura que perseguirá estas prácticas y ya ha detenido a cuatro soldados implicados).

Los precedentes no son auspiciosos. En estos valles y montañas, donde la propaganda oficial lleva décadas inculcando el odio al otro bando, facilitar al enemigo que entierre a los suyos no es la mayor prioridad. “El 4 de julio de 1993, mi marido y mi hermano fueron en un coche a combatir. Desde entonces no he tenido noticias de ellos. Dicen que les alcanzó un cohete y que murieron, pero nunca se encontraron sus cadáveres”, lamenta Malahat Guliyeva, de 56 años. Son dos de los más de 4.000 desaparecidos que aún reclama Azerbaiyán de la primera guerra de Nagorno Karabaj.

A un lado de la carretera hacia Füzuli hay ocho camiones calcinados y desvalijados. En uno de ellos se ven las cruces blancas que utilizan los armenios como distintivo en sus vehículos militares. Sobre un remolque hay restos humanos chamuscados: uno de los cadáveres conserva la calavera y su brazo todavía se cierra sobre el fusil, del segundo apenas se distinguen algunos huesos recubiertos de carne carbonizada. Ha pasado un mes desde la firma del alto el fuego y todavía permanecen ahí. En el otro lado hay un padre, una madre, una esposa o un hermano que los está buscando.




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