Y Carlos III se quedó sin su mapa


A mediados del siglo XVIII, el geógrafo real Tomás López recibió de Carlos III el encargo de realizar un mapa de toda España. La única cartografía existente era de factura francesa y el monarca quería disponer de sus propios y detallados planos, sobre todo de las zonas fronterizas. López, ante la hercúlea tarea, decidió buscar ayuda. Y qué mejor que la que podrían ofrecerle los miles de párrocos dispersos por todo el país. Así que escribió a los obispos anunciándoles la orden real y la obligación de que los sacerdotes le asistieran. Pero no tuvo en cuenta que muchos de los presbíteros carecían de los mínimos conocimientos, se habían dado “al vino o a otros vizios [sic]”, tenían mucho trabajo o, simplemente, se negaban a cooperar porque les parecía inútil. El resultado, tras 33 años de trabajo, fue un auténtico caos que terminó en los cajones de la oficina real de la calle Carretas de Madrid.

López, que sospechaba que los sacerdotes no estaban preparados para la tarea, envió a todos los párrocos del país un cuestionario con 15 preguntas sobre la geografía local. Y pidió “formar una especie de mapas o planos de sus respectivos territorios, de dos o tres leguas en el contorno de sus pueblos, con las ciudades, villas, lugares, aldeas, granjas, caserías, ermitas, ventas, molinos, despoblados, ríos, arroyos, sierras, bosques, caminos (…)”. “Nos contentamos con solo una idea o borrón del terreno, por lo [que lo] arreglaremos dándole la última mano”, concluía.

El historiador Josemi Lorenzo Arribas acaba de recopilar el resultado de aquella chapuza en el estudio Las representaciones gráficas del Diccionario zamorano de Tomás López (1765-1798), publicado por Instituto de Estudios Zamoranos Florián Ocampo. En el resto de provincias de la época, el resultado fue muy semejante, peor o, simplemente, ninguno.

De hecho, muchos presbíteros mostraron su extrañeza ante la petición del geógrafo. “Ya existen mapas de finalidad eclesiástica, por lo que no tendrá vuestra merced necesidad de más noticias”, según le respondió el párroco de Puebla de Sanabria. Un obispo, incluso, le recordó que un sacerdote de La Bañeza (León) ya había impreso años atrás un mapa de la zona que incluía bellos dibujos del “traje de las maragatas”, por lo que no veía necesario trazar otro.

El problema se complicó aún más porque lo que ahora es la actual provincia de Zamora estaba dividida en cuatro obispados (Astorga, León, Zamora y Oviedo) y cada prelado transmitió a los párrocos la orden real según buenamente entendió. El resultado fue que los sacerdotes, muchos de ellos a regañadientes, enviaron a López sus respuestas en dispares formatos, que incluían mapas, borrones, descripciones corográficas, trazas, bosquejos, razonamientos o apuntes, según se lee en el estudio de Lorenzo Arribas.

Además, ante la disparidad de la formación o el interés demostrado por los requeridos, las escalas enviadas no coincidían. “Su formalización mejor o peor dependió de la pericia del improvisado dibujante de turno”, si bien algún sacerdote “incluyó datos urbanísticos, sumamente interesantes”, aunque se centraban en objetos “claramente del imaginario [colectivo], según la concepción espacial de la época”. Nada que sirviera.

Tal era el caos de las respuestas que, desesperado, el geógrafo real volvió a escribir a los párrocos. “Nos contentamos con solo una idea o un borrón del terreno, porque lo arreglaremos”, insistía una y otra vez. Una veintena de sacerdotes intentaron mejorar sus mapas con las nuevas instrucciones, pero esta vez, “sus heterogéneas respuestas gráficas ofrecieron unas representaciones muy esquemáticas, apenas puntos toponímicos con distancia, sin escala, ni leyenda ni interés”, asegura el estudio. Bien es verdad que algunos pocos “se esforzaron por plasmar una mirada egocéntrica del paisaje, enviando bellos dibujos [de la comarca] que para nada servían, aunque algunos de ellos”, dice el historiador Arribas, “eran excepcionales”.

El párroco de Toro fue muy directo con el geógrafo real respecto al plan: “Todos por lo común, o en general, ni saben dar razón ni qué cosa es un mapa. Hemos de imaginarles [a los sacerdotes] ocupados en su ministerio pastoral, [con] los problemas inherentes al mantenimiento de su parroquia, y seguramente agobiados por la respuesta a mil y un cuestionarios o interrogatorios cada cierto tiempo, bien por orden del rey, bien del obispo. Habían de andar respondiendo, sin que el retorno de su esfuerzo fuera nunca correspondido”. López les había prometido que les enviaría el mapa de la provincia terminado, pero nunca, obviamente, pudo cumplir.

Otro problema que se planteó eran las distancias reales entre dos puntos, porque si bien todas iban expresadas en leguas, los naturales de la zona entendían la legua de manera diferente a la oficial, o bien los caminos dibujados daban tantas vueltas que las distancias no coincidían a la hora de unir dos poblaciones en línea más o menos recta. El párroco de Porto, uno de los pocos que realizó a la perfección su trabajo, se dio cuenta. “Las leguas que se ponen en esta descripción son según las cuentan los naturales, pero se tardan en ellas las horas que se demuestran en el plano”.

El obispo de Astorga, ante la magnitud del desastre, justificó el incumplimiento de la orden real: “De los 660 curas propios que hay en esta diócesis, poco más o menos, los 300 son de presentación particular, y aunque muchos de estos son de mérito y carrera, los más son de poca literatura y menos instrucción, que no vuelven a ver un libro [desde que son ordenados] y se suelen embrutecer en las aldeas, cuando no se dan al vino y otros vicios, por lo que me ha sido forzoso desistir de tal empresa”.

Algo que reconocían los sacerdotes en sus cartas, pues se calificaban “sin inteligencia en la formación de planes geográficos”. “Quisiera dar gusto a usted, pero ya le dije que no entendía de mapas”, “sin cabeza para andar formando mapas” o carente de “instrucción en el dibujo, solo servirá de confundir más la expresión debida”, eran algunas de las respuestas recibidas.

En general, sostiene Lorenzo Arribas, “los planos de los informantes, salvo excepciones, no fueron ni exactos ni admirables”. “Carecían”, añade el historiador, de “conocimientos sobre triangulaciones para hacer un levantamiento que lejanamente se semejase a lo topográfico, lo que dificultaba mucho la ambición geodésica del comisionado de Carlos III”.

Los curas de Zamora, no obstante, no fueron los peores, y el ejemplo es León, “donde hicieron oídos sordos a las reiteradas súplicas que se les hizo”. Es decir, escribió López, “el mapa primitivo [de León] es más fácil corregirlo que hacerlo nuevo, como ha pasado en otras provincias de España”. “Se trilla con los bueyes que se tiene”, terminó aceptando el geógrafo.

Al final, solo se obtuvieron datos de 50 localidades zamoranas, a las que hay restar las que solo ofrecieron información de carácter administrativo (12) u “ofrecieron relaciones de meras distancias entre puntos geográficos (otras 12)”.

López publicó cuatro mapas parciales de Zamora, Valladolid, Toro y parte de León. Se imprimieron en 1773 y en 1786. “El resto de trazas que los informantes mandaron llegó después de publicados”, concluye Lorenzo Arribas. No obstante, el geógrafo siguió preguntando hasta 1798 con el fin de mejorar “los muchos puntos oscuros”. “Pero el esforzado geógrafo real no llegó a ver esta continuación vertida en el preciado impreso que le encargó el rey“, concluye el historiador.


Source link