Unas enfermeras para ir al fin del mundo

Las enfermeras Ana, con gorro, e Irene Ruiz, atienden en su casa a Eugenio Ramos, un enfermo crónico.
Las enfermeras Ana, con gorro, e Irene Ruiz, atienden en su casa a Eugenio Ramos, un enfermo crónico.Olmo Calvo

Eugenio Ramos deslizó la silla de ruedas hasta la ventana de su casa y distinguió, a lo lejos, dos puntitos negros moviéndose con dificultad en medio de la tormenta de nieve. Eran las enfermeras que venían a comprobar por qué su corazón latía tan lento.

A Eugenio se le quiebra la voz cuando lo cuenta. Madrid vivía hace una semana uno de los peores temporales de su historia, uno con nombre de abuela. La ciudad estaba paralizada. Era imposible desplazarse. Las sanitarias de la unidad de hospitalización a domicilio del hospital Gregorio Marañón, sin embargo, se echaron sus pesadas mochilas al hombro y fueron a visitar a sus pacientes como cosacos cruzando la estepa.

La ventisca no paralizó el servicio ni un minuto. Las trabajadoras emprendieron la marcha en Metro o a pie, en un momento en el que la gente ya había sacado sus esquís del trastero. Cuando Eugenio las avistó desde su apartamento caminaban, hundiéndose en la nieve hasta las rodillas.

Eugenio vive en un edificio clásico cerca del El Retiro. El portal está decorado con un bodegón y solo falta un sofá de cuero para que cumpla con todos los requisitos de los vestíbulos con caché de los años ochenta. El hombre, de 76 años, sufrió un accidente de moto en julio de 1982 que le dejó parapléjico. Ha llevado una vida con cierta normalidad, pero hace unos 15 años que su salud comenzó a quebrarse.

Las trabajadoras de la unidad de hospitalización a domicilio, como dice su nombre, visitan las casas de los pacientes para ahorrarles la visita o el internamiento. Los defensores de este modelo están convencidos de que los enfermos responden mejor al tratamiento y se recuperan antes en casa que en el hospital. Ese día de la nevada las trabajadoras visitaban la casa de Eugenio porque tenía gastroenteritis y una infección de orina que trataban de aplacar con un tratamiento intravenoso.

Era de noche cuando llegaron a la casa. Las temperaturas rondaban los cinco grados bajo cero. Al tomarle la frecuencia cardiaca al enfermo se dieron cuenta de que el pulso era bajo. Demasiado. El turno de ellas acaba a las 21.00. “Podían haberse ido a su casa y verlo al día siguiente, pero no, insistieron en ayudarme”, relata Eugenio. Las enfermeras llamaron por teléfono a una médico y le contaron el caso. Eugenio tenía lo que se conoce como bradicardia. Había que hacerle de inmediato un electrocardiograma por si estaba sufriendo un infarto o una arritmia.

El problema era que el aparato estaba en el hospital. Era una odisea ir y volver con lo que pesa. La noche oscura, la nieve, el hielo, la baja temperatura. Pero lo hicieron, era su deber. Hecho el electrocardiograma, le enviaron los resultados a la médica, que comprendió que había que suprimirle a Eugenio una medicación que le provocaba la bradicardia. Su corazón se estabilizó entonces.

Tres días después, las enfermeras Ana Fernández e Irene Ruiz visitan otra vez a Eugenio. Hacen un buen equipo. Fernández tiene 54 años y se ve a la legua que ama lo que hace. Ruiz tiene 26 y muchas ganas, nunca titubea cuando explica su función. Una tiene el pelo rubio, sobre el que se enfunda un gorro decorado con las plumas de un pavo real. La otra tiene el pelo azul, gafas y piercings en las dos orejas. Irene carga la mochila, a Ana le pesa demasiado. Juntas cogen uno de los tres ascensores que suben hasta la quinta planta del edificio en el que vive el paciente.

Abre la puerta Inmaculada Marugán, la esposa de Eugenio. “Venís como burras siempre, hacéis gimnasia”, recibe Eugenio a las enfermeras. Hoy le van a medir la glucosa en sangre, pero el hombre se acaba de comer un plátano. El resultado no será real. No tiene sentido hacerlo. Eugenio charla con ellas y pronto se descubre como un estudioso de sus achaques. Su corazón hoy funciona con regularidad, la saturación es buena y la tensión está bien, aunque algo alta. Nada raro en un hipertenso como él.

Lleva dos años recibiendo atención médica en su casa, espaciosa, llena de libros, con unas vistas estupendas. Las trabajadoras en estas visitas se hace una idea de la vida real de los pacientes, algo imposible desde el hospital. “Por el hecho de no ir al Marañón no saludo al covid, es tentar al diablo”, dice Eugenio.

La esposa anuncia que quiere decir algo importante. Por si acaso ha escrito a mano dos folios En el texto ha subrayado palabras como comunicación, dedicación, trabajo. Una frase suelta: “Profesionalidad de médicos y enfermeras y su trato exquisito con el paciente y sus familiares”. El responsable de prensa del hospital, que nos acompaña en la visita, se lleva los folios para colgarlos en las paredes de la unidad.

La mujer habla a menudo por teléfono con sus amigas. A su edad, los setenta, los partes médicos se convierten en un tema recurrente. Inmaculada reconoce que les da a sus amigas todo tipo de detalles sobre los diagnósticos de Eugenio. “Falta que lo publiques en EL PAÍS”, se queja él cuando la ve colgada al aparato. “Ahora sí va a salir en EL PAÍS de verdad”, dice el matrimonio casi a la vez, y se ríen.

—Pasado mañana tienes una analítica y el 23 una revisión—, le explica la enfermera Irene a Eugenio para dar por acabada la visita.

—Lo de la revisión no me lo sabía.

—Es de urología.

—Sé que tengo un pequeño quiste en el riñón.

—Bueno, te traeremos el volante de todos modos—, acaba ella.

La esposa tiene una última intervención, esta vez improvisada, sin papeles de por medio: “Si todo esto me pilla a mí sin asistencia a domicilio es a mí a quien tienen que ingresar, pero en el psiquiátrico”.

La unidad de hospitalización a domicilio tiene más de 25 años de antigüedad. Fue pionera en España. Hay dos turnos, de mañana y tarde. A los pacientes que atienden por la mañana los llaman por la tarde y viceversa. Aquí trabajan 19 enfermeras y tres auxiliares. Solo dos son hombres. En 2020 la unidad atienda a más pacientes que nunca, 60. La pandemia y el temporal Filomena ha puesto en valor el trabajo de un servicio hospitalario que mucha gente desconoce. La Unidad de Intervención Militar (UME) y los operarios del hospital limpiaron los accesos al hospital y los caminos internos que conectan unos edificios con otros, pero fueron ellas las que cargaron con el material médico y se echaron a la calle.

María Ángeles Oller, supervisora de la unidad, sostiene que hacen una labor sanitaria, aunque en los domicilios sus tareas se amplían. En las casas son algo más, se convierten en alguien de confianza porque traspasan la intimidad de los pacientes. “En el hospital antes del alta todo es fantástico. Las familias parecen perfectas, pero llegas a las casas y la realidad es otra. Hay gente que vive en condiciones muy complicadas”, añade Ana Fernández.

En una ocasión, hace años, visitó la casa de un politoxicómano que vivía entre la mugre. El hombre estaba muy agresivo, y ella entró allí, sola. Cuando se fue todavía le latía muy fuerte el corazón.

Antes de las visitas, las sanitarias preparan las mochilas en el hospital. Guantes, batas, botas, todo el material necesario. Hoy elaboran además una bomba de perfusión para administrar en vena un antibiótico. Al salir rumbo a la calle tienen que cruzar la unidad de oncología del hospital.

Allí Fernández se cruza con una mujer joven, vestida de montañera. La enfermera se coloca frente a ella, pero no la reconoce. Entonces Fernández se baja la mascarilla un segundo y la mujer recobra la memoria. Fernández la cuidó cuando la mujer estuvo meses hospitalizada con un cáncer, cuando solo tenía 16 años. Ahora tiene 42. Han estado 26 años sin verse, pero la complicidad entre ellas se mantiene intacta. La enfermera quiere saber qué hace su antigua paciente esta mañana en el hospital, y ella, con mucha entereza, le cuenta que tiene un nuevo cáncer, esta vez de mama, con una metástasis que le afecta los huesos. La enfermera se queda sin habla. Quedan en verse dentro de poco. El encontronazo ensombrecerá el ánimo de la enfermera en lo que queda de día.

Filomena ha pasado de largo, pero ha dejado Madrid, tantos días después, con montañas de nieve en las aceras y placas de hielo que el frío nocturno mantiene vivas. Las enfermeras agarran un taxi y van a visitar a Eugenio. Después cambian de rumbo y se dirigen al barrio de Moratalaz, donde les espera una señora de 87 años en el bajo de un edificio estrecho. Allí cruzan unas escaleras que parece una pista de patinaje.

La paciente se llama Carmen Trabanco. Llegó de Lima, Perú, hace 13 años. La trajo su hija, que a su vez vino aquí a trabajar después de que su marido muriera en un atropello. Tiene razón la jefa de la unidad cuando habla de que visitar el hogar es entrar en el universo de los enfermos.

La casa de la señora Trabanco tiene todavía un árbol de Navidad pequeñito y un belén en miniatura como decoración. Hay fotos de las bodas de sus hijos, una placa en memoria de uno de ellos fallecido, souvenirs de un destino costero español, figuras peruanas de barro. La anciana se acomoda en el sofá, donde le toman la tensión. Hace cuatro años le detectaron un tumor gist de 12 centímetros, que ha remitido y ahora solo mide 3,5.

Acabada la revisión, las enfermeras comienzan a recoger sus bártulos. La señora Trabanco dice con la delicadeza de un pajarillo: “Gracias”. Ellas siguen a lo suyo, seguramente no la hayan escuchado.

Entonces la señora Trabanco levanta un poco más la voz: “Gracias, muchas gracias”.


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