El brutalismo está de moda. Aquella arquitectura que nació del empleo de técnicas de prefabricación para terminar con la escasez de vivienda en la Gran Bretaña de posguerra ahora es mainstream. Nos llega a través de películas y series con presupuestos millonarios, portadas de discos, videoclips, campañas publicitarias de las mejores marcas, editoriales de moda y fotos de influencers que seguramente no han leído a Reyner Banham en su vida. Y ni falta que les hace. Su imponente tamaño, vocación escultórica y textura rugosa conceden a estos edificios una belleza plástica que habla por sí misma.
Precisamente en un momento en que la arquitectura brutalista parece ser más apreciada que nunca por el gran público, otro de sus grandes iconos desaparece en nombre del progreso. Uno más. O uno menos, mejor dicho. Esta vez, la inmisericorde grúa de demolición se ha llevado por delante la antigua sede y laboratorios de la Burroughs Wellcome Fund, un complejo con aspecto de panal de abeja extraterrestre proyectado por Paul Rudolph, uno de los maestros de la arquitectura del siglo XX.
Derribar una obra del que seguramente sea el más brillante exponente del brutalismo en Estados Unidos es un acto de vandalismo cultural. Desafortunadamente, este episodio no es ninguna excepción. Otro de los grandes trabajos de Rudolph, el Orange County Government Center (Goshen, Nueva York, 1963-1967), comenzó a desmantelarse en 2015. La misma suerte corrió el proyecto de viviendas sociales Robin Hood Gardens (1969-1972), proyectado por Alison y Peter Smithson en Poplar, al este de Londres.
Estandarte heroico del brutalismo inglés, sus “calles en el cielo” supusieron una valiente puesta en acción del urbanismo utópico de los años sesenta que quería romper con la tradición de la vivienda adosada británica. David Cameron las consideró “un regalo para criminales y traficantes de droga”, según escribió en un artículo publicado en The Sunday Times en 2016, en el que anunciaba la demolición de este y otros 100 proyectos de vivienda por todo el país. Para el primer ministro británico, esta arquitectura fomentaba la pobreza y la desigualdad. A pesar de las múltiples campañas de rescate que se pusieron en marcha, el complejo fue demolido en 2018.
La embajada de Kuwait en Tokio (1970) de Kenzo Tange, la torre de apartamentos Sirius en Sídney (1978-1980), de Tao Gofers, o la napolitana Vele di Scampia (1962-1975), de Francesco Di Salvo, hogar de la mafia en Gomorra (Matteo Garrone, 2008, la película basada en la novela de Roberto Saviano, Ed. Debolsillo), así como un sinfín de excesos arquitectónicos brutalmente soviéticos al otro lado del Telón de Acero, muchos de ellos, recogidos en el maravilloso volumen fotográfico CCCP. Cosmic Communist Constructions Photographed (Taschen), de Frédéric Chaubin, corren el riesgo de quedar reducidos a escombros.
En su defensa nace el proyecto #SOSBrutalism, una iniciativa que tiene como objetivo “salvar a nuestros amados monstruos de hormigón”. Dirigido por el Museo Alemán de Arquitectura y la Fundación Wüstenrot, consiste en una base de datos en constante crecimiento que actualmente contiene más de 2.000 edificios brutalistas repartidos por todo el mundo. Estos aparecen clasificados según cuatro categorías básicas: sin riesgo, en peligro, salvado o desaparecido. Con el fin de que un edificio de la segunda categoría pase a la tercera y no a la cuarta, la plataforma utiliza las redes sociales y el hashtag #SOSBrutalism para poner en marcha campañas de visibilización y sensibilización que ayuden a revocar los planes de demolición.
En España, la torre de los Laboratorios JORBA (1963-1965) en Madrid, conocida popularmente como “La Pagoda”, de Miguel Fisac, constituye el ejemplo paradigmático de arquitectura brutalista tristemente desaparecida. Fue derribada en 1999, envuelta en una truculenta historia de especulación urbanística, incompetencia administrativa y represalias del Opus Dei. La falta de respeto hacia el trabajo de Fisac volvió a ser noticia hace solo unos meses, cuando el equipo de Boa Mistura llenó de color las fachadas del polideportivo de la Alhóndiga (2004) en Getafe, último proyecto del arquitecto. La intervención “altera gravemente los principales valores de una obra destacada y reconocida de la arquitectura reciente de nuestro país”, concluía entonces el Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España (CSCAE).
Afortunadamente, en la capital española podemos seguir contemplando otros muchos proyectos de Fisac con una clara sensibilidad estética brutalista y perfectamente conservados, como el Centro de Estudios Hidrográficos (1960-1961) a orilla del Manzanares, el complejo parroquial de Santa Ana y Nuestra Señora de la Esperanza (1965-1966) en el barrio de Moratalaz, o el Edificio IBM (1966-1968) en el paseo de la Castellana.
Tres edificios del brutalismo español en peligro
De hecho, en nuestro país, cuya cultura de conservación y respeto del patrimonio arquitectónico reciente es, cuando menos, cuestionable (recordemos el tristísimo episodio de la casa Guzmán de Alejandro de la Sota), se podría decir que el brutalismo goza de buena salud. Según #SOSBrutalism, solamente tres edificios españoles están en peligro de ser derribados: el Instituto de Educación Secundaria Náutico Pesquero de Pasajes (1966–1968), de Luis Laorga y José López Zanon, el Hotel Claridge (Alarcón, 1969), de Roberto Puig, y el Palacio de Congresos y Exposiciones de la Costa del Sol en Torremolinos (1967–1970), de Rafael de La-Hoz y Gerardo Olivares.
El grado de amenaza de estos tres edificios es bien distinto. Aquejado del lógico desgaste por el paso del tiempo, el Palacio de Congresos de Torremolinos inició en 2013 un proceso de reforma y modernización de sus instalaciones, incluyendo la espléndida lámpara central del hall. A pesar de algunos problemas estéticos, el centro funciona a pleno rendimiento, aunque la pandemia haya forzado a que muchos de los eventos programados en los últimos meses se hayan aplazado o cancelado. El estado del Instituto de Educación Secundaria Náutico Pesquero de Pasajes, por su parte, es más preocupante. El peligro comenzó a principios de la década de 2010, cuando la construcción de un edificio de apartamentos aledaño provocó que los cimientos se movieran. Algunas partes del instituto tuvieron que ser demolidas, mientras que otras permanecen cerradas por razones de seguridad estructural.
La historia del Hotel Claridge es más literaria. Con acceso directo al pantano de Alarcón, 30 habitaciones dobles, seis individuales, piscina, un comedor con capacidad para 100 personas y autoservicio para 500, el Claridge se convirtió desde su apertura en parada obligatoria de todos los autobuses de línea regulares que transitaban la carretera nacional que conectaba Madrid y Valencia. La inauguración del tramo de la A-3 que complementa la N-III en Alarcón en diciembre de 1998 dejó al hotel sin clientes, por lo que se vio forzado a cerrar. Después de más de 20 años sin vida en su interior, el edificio no está en ruinas ni presenta mal aspecto. Simplemente está abandonado, tomado por la vegetación, como si fuera un antiguo templo precolombino. Una inmobiliaria anuncia su venta por 750.000 euros, así que el Claridge todavía tiene futuro.
Frente a las excepciones anteriormente mencionadas, la cantidad de ejemplos de arquitectura brutalista patria en plena forma es realmente extensa. El tour del hormigón tosco nos llevaría de viaje por toda nuestra geografía: desde el Atlántico gallego con la Escuela de Arquitectura de La Coruña (1971–1973), de Rodolfo Ucha Donate, Juan Castañón y José María Laguna, hasta el Mediterráneo levantino de la Universidad Laboral de Cheste (1967-1969), de Fernando Moreno Barberá; desde la Central Hidroeléctrica de Proaza (1964-1968), de Joaquín Vaquero Palacios, en plena cordillera Cantábrica, hasta el Colegio Oficial de Arquitectos de Canarias (1971), de Javier Díaz Llanos, Vicente Saavedra y Enrique Seco, rodeado de palmeras en Tenerife. La Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense (1970-1979), de José María Laguna, Juan Castañón y Manuel Briñas, la Iglesia Nuestra Señora del Rosario de Filipinas (1967-1970), de Cecilio Sánchez-Robles Tarín, las Oficinas de Catalana Occidente (1972) en Sant Cugat del Vallès, de Francesc Escudero i Ribot, el Hotel Las Salinas (1973-1977) en Lanzarote, de Fernando Higueras… La lista parece no tener fin.
Una de las razones que explica el vigor del brutalismo español probablemente tenga que ver con el hecho de que, a diferencia del Reino Unido, en España este movimiento se asoció con una arquitectura para clases pudientes. El tamaño de las viviendas, el perfil socioeconómico de sus ocupantes y la ubicación de las Torres Blancas (1964-1968), de Francisco Javier Sáenz de Oíza, las Viviendas para el Patronato de Casas Militares (1967-1974), de Fernando Higueras, o la Torre de Valencia (1968-1973), de Javier Carvajal, no tienen nada que ver con la de proyectos destinados a vivienda para las clases más desfavorecidas británicas.
Que no cunda el pánico: también la Muralla Roja de Calpe de Ricardo Bofill permanecerá sana y salva durante muchos años para regodeo de Instagram.
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