Cuenta la leyenda que los primeros sarmientos de malvasía que llegaron a España fueron traídos a la localidad catalana de Sitges por un almogávar que luchó en la defensa de Sicilia bajo las órdenes de Roger de Flor. La variedad de uva aparece citada en el relato medieval Tirant lo Blanc como poseedora de propiedades curativas y medicinales, y entre los siglos XIV y XVIII fue muy valorada en las cortes y banquetes de toda Europa. Se dice que en 1478 el duque de Clarence, hermano de Eduardo IV de Inglaterra, fue ahogado en un tonel de malvasía en la Torre de Londres. Lo que no todos saben es que su nombre proviene de la forma latina de Monemvasía, ciudad medieval amurallada ubicada en la costa de Laconia, en Grecia, la cual sirvió de centro de distribución de este vino producido en diversas zonas del Peloponeso y de las islas Cícladas.
Monemvasía descansa en una península rocosa unida a tierra por un estrecho istmo. La ciudad baja está contenida entre las tres murallas que la vuelven inaccesible por sur, este y oeste. La cara norte está protegida por un empinado promontorio en cuya cima se ubica la ciudadela que a lo largo de los tiempos ha velado por la seguridad de sus diferentes inquilinos. Fundada por los bizantinos a finales del siglo VI, ha pasado por el dominio normando, franco, veneciano y turco antes de declararse griega en 1821. La única vía de acceso se encuentra en la muralla occidental, de la cual la villa toma su nombre: móni significa única, yémvasís, entrada. Nada más entrar notamos la transformación en nuestro ánimo. La estrecha calle principal transporta inmediatamente a los años en que los venecianos se disputaban con los otomanos el gobierno de la ciudad. Parece que nada hubiera sido tocado desde entonces. Incluso a los estudiosos les cuesta discernir a qué periodo corresponde cada edificación, producto de la caótica mezcla de estilos y materiales. El conjunto, sin embargo, logra una elegante homogeneidad de casas de piedra amarilla, marrón y ocre, salpicadas de ruinas, terrazas, cúpulas y patios que suben y bajan por los callejones en una estampa como de panal que otorga al sitio un aire atemporal.
Rumbo a la ciudadela
Por la mañana, la agreste vegetación de los patios contrasta con el dramático claroscuro de la noche anterior. Volvemos a bajar a la muralla, y, atravesando el portello (un pequeño túnel abierto en la cara sur), salimos a una explanada desde la que tomamos un baño en las aguas azul cobalto que rodean la fortaleza.
La subida a la ciudadela requiere un cierto estado físico o mucha paciencia. El zigzagueante camino de ascenso se desvía en el punto en que terminan las casas hacia una pequeña capilla excavada en la piedra que vale la pena visitar. Una única silla permite sentarse a contemplar el improvisado altar poblado de imágenes de vírgenes y de santos. Retomamos la ruta hacia la cima en donde, además de las instalaciones militares, se encuentra la iglesia de Santa Sofía, construida en el siglo XIII sobre un antiguo templo dedicado a la diosa Atenea. Las vistas hacen comprender por qué resultaba más fácil para los invasores intentar vulnerar las murallas que escalar estos escarpados riscos.
De regreso al plano comemos en la terraza del restaurante Matoula, abierto en 1950 por la tía del hombre que nos atiende. Probamos el saitia, una especie de crepe asada a la parrilla y rellena de queso de cabra y de hierbas que, según nos explican, es, junto con el vino, lo más típico del lugar. La uva malvasía es la única que existe en Grecia con la que se producen vinos tintos, blancos y rosados, y fue, entre otras cosas, la responsable de que el comercio floreciera en la zona. Pero dos hechos condenaron a la próspera Monemvasía a la debacle económica. Por un lado, la irrupción del champagne en los hábitos de consumo de la aristocracia europea, que a partir del siglo XVIII desplazó a los vinos utilizados anteriormente en convites y celebraciones. Por otro, la construcción del canal de Corinto a finales del XIX, que sacó a la ciudad de las rutas náuticas regulares, despoblando sus costas de mercaderes y comerciantes.
Nada de eso robó un ápice de belleza a sus calles, al contrario. Fue lo que posibilitó que el tiempo se detuviera entre sus murallas, para que hoy los visitantes sigan gozando de ese aroma de pueblo medieval de antaño, de sus paisajes inverosímiles, de sus paseos soñolientos y de sus tranquilos atardeceres con el majestuoso mar de fondo. Y, por supuesto, de sus vinos, degustados en cualquiera de las terrazas del que es considerado (y con razón) uno de los pueblos más hermosos de Grecia.
Javier Argüello es autor de la novela ‘Ser rojo’ (editorial Random House).
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