El vicepresidente segundo del Gobierno y líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, ha vuelto a denigrar el marco institucional del que forma parte en una entrevista en el Diari Ara al declarar que “no hay una situación de plena normalidad política y democrática en España cuando los líderes de los dos partidos que gobiernan Cataluña uno está en prisión y el otro, en Bruselas”. Lo hizo, además, tras subrayar que se estaba pronunciando desde su cargo en el Ejecutivo. Tomaba así posición, del lado de Moscú, en las polémicas declaraciones del ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov —que comparó la situación del opositor Alexéi Navalni con la de los políticos independentistas catalanes—, frente a la ministra de Exteriores, Arancha González Laya, que defendió que España es una democracia plena. Resulta inaudito que un vicepresidente de un país europeo se aplique con tanta obstinación a desprestigiar a su propio país, más aún en medio del insidioso pulso lanzado por el Kremlin. El episodio llega tras su comparación entre el exilio de los republicanos tras la Guerra Civil con la situación de Puigdemont, como si fuera lo mismo procurar sobrevivir a la aniquiladora represión de la dictadura franquista que salir huyendo tras transgredir las reglas de juego de un Estado de derecho. La cercanía de las elecciones en Cataluña envuelve todo esto bajo el tristísimo velo del ventajismo partidista.
Frente a las consideraciones del vicepresidente segundo, resulta revelador recordar que la democracia española acaba de ser calificada por el semanario británico The Economist como una de las 23 democracias plenas de los 167 países que la publicación estudia, por delante de las de Francia, Estados Unidos o Italia. Toda propuesta académica es discutible; la del comité de expertos que hace el informe, de reconocido prestigio internacional, utiliza 60 indicadores para explorar, entre otros temas, el pluralismo, las libertades civiles y la cultura política. La actual democracia española sale muy bien valorada, por urgentes que sean las reformas ante algunos de sus problemas, que Iglesias está en inmejorable posición para promover.
Cualquier democracia de las actualmente existentes puede salir tocada si se la compara con un modelo utópico e irreal, e Iglesias juega con esa tentación demagógica, camuflando con descaro sus responsabilidades de Gobierno bajo el barniz de que su formación es la que defiende de verdad los valores progresistas frente a su socio de coalición. Es un camino francamente desleal el de desacreditar la democracia española, tratando de manchar su prestigio internacional. Debería preguntarse el vicepresidente cuán perjudicado queda el suyo ante los españoles que observan estupefactos semejante discurso en medio de un pulso con una potencia autoritaria. Es vicepresidente de ellos también, no solo de los votantes de Podemos.
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