Delante de la puerta del taller textil de Tánger donde el lunes murieron 28 personas, varios funcionarios intentaban este martes investigar qué había pasado mientras decenas de curiosos les observaban bajo la lluvia. El sótano se inundó tras una noche de lluvia torrencial y la mayoría de los trabajadores fallecieron dentro. Los restos mortales ya han viajado hacia sus ciudades natales, incluidos los cadáveres de cuatro hermanas procedentes de Fez. Queda aún el barro en una calle de casas residenciales, a 15 minutos en coche del centro de la ciudad. Y quedan varios puntos oscuros por aclarar: ¿Era realmente un taller clandestino tal y como afirmaron las autoridades en un primer momento? Si lo era, ¿cómo se permitía su funcionamiento? ¿Y para quién estaba destinada la ropa que se fabricaba allí?
Adil Defouf es un empresario textil de 38 años, propietario de la empresa Novaco, que emplea a 600 personas, y miembro de la Asociación Marroquí de Industria Textil y Ropa (Amith, en francés). “Aquí se está poniendo el foco en el empresario, que se encuentra en el hospital ahora mismo. Yo no conozco a ese hombre, aunque me han dicho que había cerrado el local con la pandemia, que tenía que pagar el alquiler del taller y acababa de reabrirlo. Pero el problema no está en el taller, sino en las pésimas infraestructuras de saneamiento de la ciudad. La compañía encargada del saneamiento no invierte en infraestructuras. Y las autoridades no cumplen su trabajo de inspeccionar”, sostiene.
El taller, según Defouf, no era clandestino. Muestra la inscripción de la compañía en el Registro Mercantil, en el que aparece desde 2017 con el nombre de A&M Confection, e incluye el de su gerente: Adil el Boullaili. “¿Pasó el ministerio por ahí y les avisó de que no cumplían las condiciones de trabajo?”, se pregunta Defouf.
“No era ninguna empresa fantasma”, añade Defouf. “Y la gente no estaba explotada, como se está diciendo en algunos medios. Aquí, si no le das el salario mínimo a los trabajadores, nadie viene a trabajar, porque hay mucha competencia. Y el salario mínimo equivale a unos 300 euros al mes, que con las primas puede ascender a 350 euros. Ahí había gente que entraba y salía a comer y volvía a entrar. Había un equipo mecánico que necesitaba una carga eléctrica industrial”, cuenta el empresario, que agrega: “¿Quién les facilita esa carga? Fuera de mi taller hay un vigilante, en la calle hay otro y en el barrio otro, que a su vez tiene un jefe. ¿No veían a tanta gente entrar y salir cada día?”. Defouf sentencia: “El alcalde de Tánger [Bachir Abdellaoui] y el ministro de Trabajo [Mohamed Amekraz] deberían dimitir”.
La visión que ofrece Bouker el Khamil, presidente de la asociación tangerina Attawassoul (Comunicación, en árabe) es muy distinta a la del empresario. “Nosotros llevamos investigando estos talleres desde hace muchos años en Tánger. Y sabemos que las condiciones laborales son muy malas. Pero ya no hablo de eso, sino de las condiciones de seguridad. ¿Cómo se puede meter a casi 50 personas en un sótano sin ventilación, sin vías de escape, sin ventanas?”, se pregunta El Khamil.
La organización Attawassoul elaboró en 2019 junto con la asociación Setem, con sede en Cataluña, una investigación en la que entrevistaron a 132 empleados, la mayoría mujeres, del sector textil en Tánger. El 36% indicaron que no estaban dados de alta en la seguridad social; el 56%, que percibían un sueldo por debajo del salario mínimo, y tres de cada cuatro aseguraron sentirse fatigados muy a menudo. Por último, un 40% sostuvo que había violencia verbal en la empresa y el 70% afirmó haber sufrido presiones y amenazas en el trabajo.
Nadie sabe, de momento, adónde iba destinada la ropa que se fabricaba en el sótano de ese taller. Tanto Denisse Dahuabe —miembro de Setem— como Bouker el Khamil creen que el receptor final era alguna gran multinacional. Pero reconocen que aún no disponen de pruebas para demostrarlo. “Venimos denunciando desde hace muchos años la oscuridad en la cadena de suministro de estas multinacionales [del sector textil]. Estas empresas tienen una forma muy sutil de desligarse de su responsabilidad”, afirma Dahuabe.
El empresario Defouf cree que el sótano probablemente trabajaba para alguna gran empresa: “Aquí hay talleres que solo tienen capacidad para ofrecer 3.000 pantalones a la semana. ¿Entonces, cómo es posible que algunos talleres te den 15.000? ¿De dónde lo sacan? Pues seguramente usan estos sótanos como apoyo. Hay grandes empresas que verifican la producción cada día, mañana y tarde. Pero no todas las marcas hacen ese trabajo de supervisión”.
En cuanto a las condiciones laborales, Defouf sostiene que muchos empleados prefieren trabajar en el subsuelo porque cobran más: “Les dicen a los empresarios de los sótanos: ‘Lo que le vayas a dar a la seguridad social me lo das a mí’. La gente quiso inscribirse en la seguridad social solo desde marzo del año pasado, cuando se dieron cuenta de que podían recibir las ayudas sociales [por las restricciones impuestas por la pandemia]”. Defouf concluye que los talleres en los sótanos no son malos por definición, aunque admite que no cumplen la legalidad “al 100%”. “Eso solo significa que hay que reestructurarlos. Una fábrica en un sótano no tiene por qué ser de riesgo si tiene salida de socorro y una ventilación adecuada”, sostiene.
La activista Dahuabe estima, sin embargo, que las condiciones de trabajo se volvieron aún más “degradantes” con los miles de despidos que ocasionó la pandemia. “Y la responsabilidad de las condiciones del taller ha de recaer en primer lugar en el dueño del mismo. Y en última instancia, en la empresa que ha generado la demanda”, argumenta.
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