La economía se la juega en julio

Bares cerrados en la playa de Magaluf, en Calviá (Mallorca).
Bares cerrados en la playa de Magaluf, en Calviá (Mallorca).Roque Martínez

El aleteo de un murciélago en Wuhan provoca un huracán económico en el Mediterráneo occidental. Un aire sombrío, medio lúgubre, recorre el espinazo de Magaluf, epicentro del turismo de masas mallorquín y zona cero de la crisis en España. Al cabo de la calle Punta Ballena hay un pub enorme, The Plaza, un supermercado, Malvinas, y un bar altísimo, The Temple, que solía atraer a hordas de hooligans con una señora contoneándose en la azotea; los tres están cerrados a cal y canto. En el primer tramo de la vía asoma otra taberna y después se suceden un estanco, dos tiendas de tatuajes, una hamburguesería, algo parecido a una joyería, un establecimiento que ofrece pollo frito, un cajero, tres pubs adicionales y exactamente nada más. Sol y playa, alcohol y drogas, balconing y demás perversiones destinadas a miles de turistas británicos forman parte del paisaje de esta localidad desde hace décadas. Con la salvedad de que por aquí no se ha visto a un solo turista en meses. Las persianas están arriadas. La covid exhibe sus cicatrices en toda su crudeza; los empresarios ni siquiera saben si habrá temporada turística. “Me daría con un canto en los dientes si me aseguran que podremos abrir en julio; otro año igual sería una ruina”, se lamenta Toni Horrach, propietario de una veintena de hoteles, uno de ellos en pleno Magaluf.

Aquello de la zona cero no es una metáfora fácil: el PIB balear se deslomó un 27% en 2020, dos veces y medio más que el conjunto de España. La economía balear y la española cuentan la misma historia, pero todo es más barroco en las islas: el hundimiento es más acusado por el gran peso del turismo (16 millones de llegadas en 2019 para una población que apenas supera el millón de habitantes). Ese 27% en un solo año está a la altura de la capacidad de destrucción de la Gran Depresión en EE UU durante casi una década de uvas de la ira; equivale a la debacle que arrasó Grecia durante un lustro de crisis del euro.

Y de la anécdota a la categoría: más allá de Magaluf y el hecho diferencial balear, esta es la crónica del segundo trastazo de España en una década. “La economía española tiene talento para maximizar el impacto cada vez que aparece una crisis mayor”, cuenta el economista Carlos Martínez Mongay: España fue uno de los países más golpeados por la Gran Recesión y vuelve a serlo, otra vez, ahora. Entonces el estallido de la burbuja inmobiliaria se llevó la banca, las finanzas públicas y lo que se le puso por delante, y después la austeridad patrocinada por Berlín y Bruselas obligó a hacer durísimos ajustes tras años de excesos. Esta vez no hay cuento moral: no hay excesos. Se trata de un choque de origen no económico, pero de efectos devastadores: el peso del turismo y los servicios de proximidad, la fuerte presencia de pymes y los desequilibrios estructurales que arrastra España desde los años ochenta explican buena parte de ese castigo; André Sapir, de Bruegel, sostiene que la calidad de la gobernanza juega también un papel clave.

Cuba, Filipinas y Guerra Civil

“Jamás se había producido un aterrizaje forzoso como este: es aterrador”, describe el historiador Adam Tooze para explicar la necroeconomía de la covid. El coronavirus se expandió a toda mecha, estresó los sistemas de salud de todo el mundo y obligó a establecer medidas propias de la Edad Media: la crisis sanitaria provocó la hibernación de la economía, que se sometió a un “coma inducido” —en feliz definición del economista Ángel Ubide— del que no terminamos de despertar. España adoptó un modelo híbrido para convivir con el virus: una especie de yenka que consiste en endurecer o relajar las medidas restrictivas en función de los contagios. Pero bailamos mal esa yenka: el resultado es, en el mejor de los casos, mediocre. Las autoridades quisieron salvar el verano y la Navidad, y eso dejó sucesivas olas de contagios. “El equilibrio buscado entre salud y economía ha sido dañino para la salud y dañino para la economía”, resume gráficamente el exministro socialista Miguel Sebastián.

Durante meses, España pareció un anuncio de pompas fúnebres: van unos 90.000 muertos más que en un año normal, según el INE. Las cifras económicas son del mismo tenor, aunque el paro no se ha disparado como otras veces. “El equipaje que traía la economía española para este trastazo era regular: el PIB acumulaba cinco años de crecimiento pero estaba entrando en fase de desaceleración, y en ese lustro ni Mariano Rajoy ni Pedro Sánchez supieron corregir los desequilibrios estructurales, en particular el fiscal”, describe Ángel Talavera, de Oxford Economics. El PIB, en fin, cayó el 11% en 2020. “La respuesta de política económica fue la adecuada”, juzga Juan Pablo Riesgo, de Ernst & Young y exsecretario de Estado con el Gobierno de Rajoy, “aunque con retrasos”. “Los ERTE contuvieron el desempleo; las líneas del ICO permitieron sobrevivir al sector empresarial, y Europa hizo el resto: Bruselas suspendió las reglas fiscales y el BCE adoptó medidas ultraexpansivas que han dado margen de maniobra a los Gobiernos, aunque España lo ha usado menos que otros países”, añade.

“Esas medidas han funcionado pero se diseñaron para una crisis corta: por eso es imprescindible dar ayudas directas a las empresas si no queremos que la mortalidad empresarial se dispare y España no tenga motor económico cuando llegue la recuperación”, añade Jorge Sicilia, economista jefe del BBVA.

Esa es la clave: saber cuándo diablos llegará la ansiada recuperación. Un mes arriba o abajo puede significar el todo o la nada, que las empresas remonten o que desaparezcan; que el turismo coja algo del aire o entre en alerta roja. Antes de frotar esa bola de cristal, un par de datos para calibrar la magnitud de la tragedia: la tasa de caída del PIB está a la altura de la Guerra Civil, y las medidas de política fiscal han elevado la deuda pública a niveles parecidos a los años posteriores a la pérdida de Cuba y Filipinas. La tentación de desayunar cada mañana con un nuevo fenómeno histórico es uno de los males de estos tiempos, pero lo cierto es que las últimas sacudidas son de aúpa.

2021 dual

2020 estuvo marcado por la pandemia, y 2021 va por la misma senda: las casas de análisis dan por perdido el primer semestre; el Gobierno es menos negativo, pero en parte porque en los años de vacas flacas se le supone un optimismo profesional. A partir de junio debería llegar el crecimiento, cuando se alcance un nivel de vacunación razonable (una línea borrosa que fluctúa entre el 50% y el 70% de la población), y en 2022 llegará el superrebote si todo va bien: si las nuevas cepas no provocan otro lío, si las vacunas funcionan como parece, si las empresas aguantan el último arreón y si a las autoridades no les da un apretón de ortodoxia como en 2010. En esa última frase hay más condicionales que en aquel poema de Kipling, pero no hay virus —ni crisis— que cien años dure.

Un puente y dos escuelas arquitectónicas

El quid de la cuestión es cómo y cuándo llega la economía hasta el momento en que el motor vuelve a arrancar. “Si los niveles de vacunación son elevados en junio se salvará la temporada turística, pero si se retrasan a finales de verano la economía sufrirá de lo lindo: en esos tres meses de incertidumbre radical nos jugamos mucho”, resume Óscar Arce, economista jefe del Banco de España. Incertidumbre radical es el sintagma que define esta época. Y los riesgos (o los miedos) relacionados con la vacuna y las cepas del virus hacen que buscar esa frontera de inicio de la recuperación sea como hablarle a la niebla.

“La reactivación está a la vuelta de la esquina, es cuestión de meses. Pero reducir al máximo ese plazo es vital para evitar que quiebren empresas y para el turismo. La política fiscal tiene que hacer un último esfuerzo para construir un puente y salvar los cuatro, seis, ocho meses que faltan”, sintetiza Gonzalo García, de AFI. Para construir ese puente hay dos escuelas de arquitectura. BCE, FMI, Banco de España, patronal y sindicatos reclaman ayudas directas a las empresas. E incluso en una parte del Gobierno esa idea tiene tracción: “La rapidez en la llegada de la recuperación depende de la vacuna y la ejecución de los fondos de la UE, pero también de las ayudas a empresas, que están sobreendeudadas; centenares de miles de pymes y autónomos corren el riesgo de cerrar”, apunta Nacho Álvarez, estratega económico de Podemos.

“Economía está arrastrando los pies de nuevo”, critica Álvarez. Y la llave de esa decisión la tiene la vicepresidenta Nadia Calviño, partidaria de facilitar las reestructuraciones de deuda (alargar los plazos de devolución o facilitar quitas) y de ofrecer préstamos participativos (una fórmula híbrida entre la aportación de capital y el crédito, que permite escalonar los pagos en función de los ingresos), pero a su vez favorable a dejar a las autonomías, con escaso músculo fiscal en este momento, las ayudas directas. “Estamos a tiempo de tender un puente efectivo a la reactivación, pero hay que construirlo con los materiales adecuados, ver qué empresas viables pueden tener problemas, qué ayudas han recibido y hacer lo imprescindible para minimizar la cicatriz”, apuntan fuentes del ministerio.

Historia de dos crisis

Esa será la clave del futuro inmediato, pero lo que ya está claro es que la naturaleza de esta crisis es muy distinta de la anterior. Y sus efectos también serán distintos. Villacañas (Toledo) fue una especie de zona cero de la Gran Recesión. Especializado en la fabricación de puertas, el crash inmobiliario arrasó con casi todo: solo quedan dos plantas en pie de la docena de los años del boom. Laura Aranda acaba de cumplir 40 años y sale de una de ellas para comer. Dejó los estudios a los 17: “Había mucho empleo, buenos sueldos, es lo que hacía todo el mundo”. Con la crisis cerró su empresa y trabajó en la hostelería; “donde se podía”. Logró volver a una fábrica y ahora ve con suspicacia los efectos de la covid, que de momento no ha pasado una segunda factura a su vida laboral. “Es la historia de una o dos generaciones que no se formaron y quedaron muy expuestas al estallar la pasada crisis. Mucha gente ha tenido que marcharse, algunos han vuelto a estudiar… pero la covid vuelve a golpear a una zona que nunca ha terminado de levantar cabeza”, cuenta Alberto Pérez, profesor de formación para adultos en el pueblo.

Han pasado 10 años, pero las heridas de la Gran Recesión aún son visibles en esta zona de La Mancha. Mallorca es otra historia: los historiadores Tomeu Canyelles y Gabriel Vives, autores del interesantísimo Magaluf, más allá del mito, creen que una vez haya sido doblegado el virus las cosas seguirán igual: “Hace 30 años que venimos hablando de cambios de modelo, pero eso difícilmente va a suceder”. “Los fondos europeos son una oportunidad, pero, francamente, no nos pidan luces largas ahora: lo urgente es salvar las empresas”, apunta el hotelero Horrach. El economista Carles Manera alude a “inercias difíciles de cambiar” por el enorme éxito del modelo turístico balear, pero a su vez añade que es “esencial” repensar la estrategia.

El keynesiano “a largo plazo, todos muertos” cobra una aciaga vigencia cuando una cuarta parte del PIB se volatiliza en un solo año. Los responsables económicos descubrieron en 2010 las primas de riesgo: ese papel lo juegan ahora las tasas de contagio. “Miramos constantemente las nuestras y las de Alemania y Reino Unido, porque de eso depende el futuro inmediato de las islas. Si la crisis se alarga, abróchense los cinturones, pero estamos viendo algún signo positivo esperanzador: hay que agarrarse a eso”, concluye Iago Negueruela, conseller balear de Economía.

El virus del miedo

Las grandes crisis sacan viejos demonios del armario: un informe de la Reserva Federal de EE UU vincula la gripe española, que dejó 50 millones de muertos, con la llegada al poder del nazismo. Esta vez los grandes riesgos para España son dos: uno puramente económico; otro más sociopolítico.

España corre el riesgo de repetir —salvando las distancias— la secuencia de 2010: hace una década la crisis española llegó con efectos retardados, y las autoridades se negaron a inyectar dinero en los bancos, como hacían todos los países europeos, hasta que fue demasiado tarde. En 2012, España se quedó sola y se vio obligada a pedir un rescate a cambio de un ajuste morrocotudo. ¿Esta vez es diferente? En parte sí: la política económica ha sido adecuada, y ni Bruselas ni Fráncfort han tenido ataques de ortodoxia germánica. Pero hay una posibilidad de que el Gobierno racanee con las ayudas a empresas y eso provoque problemas. Y aunque eso no suceda, cuando llegue la recuperación el Norte de Europa pedirá más dureza al BCE y a Bruselas: en ese momento las economías más endeudadas volverán a sufrir, “sobre todo si no somos capaces de gastar bien los fondos europeos ni, en especial, de hacer reformas”, dice Ramon Marimon, del Instituto Universitario Europeo.

El segundo riesgo, más político, va tomando forma. “El miedo es algo tan natural que lo raro es no tenerlo”, arranca el último ensayo de Manuel Cruz: el lío llega cuando ese miedo se transforma en ansiedad y después en malestar y acaba convertido en furia. De la Gran Crisis surgieron los achaques nacionalpopulistas que arraigaron en Washington, en Londres, en Brasilia, en Budapest y en 52 escaños de la Carrera de San Jerónimo. Esta vez es pronto para saber qué puede aparecer, pero aquí y allá se detectan síntomas, relacionados con algunos datos preocupantes: el paro juvenil sigue en España por encima de un estupefaciente 40%, y la desigualdad está al nivel de los países bálticos y Rumania. Este reportaje termina cerca de donde empezó, de aquel sombrío Magaluf: en el Convent dels Caputxins —en el centro de Palma—, 350 personas hacen cola para llevarse un bocadillo, un zumo, algo de verdura. María, de 36 años y mallorquina, confiesa que viene esporádicamente: “Trabajo en un polideportivo, tengo un hijo pequeño y no llego a fin de mes”. En Palma no ha habido desórdenes públicos hasta ahora y solo se han manifestado los empresarios —paradojas de la crisis— , pero esa cola del hambre se ha multiplicado por tres desde el verano. Los momentos más peligrosos de una gran crisis son, paradójicamente, los primeros compases de la recuperación, según el gran economista Albert Hirschman: como cuando en un embotellamiento uno de los carriles empieza a circular y eso desata las iras del resto de conductores. Ojo con eso.


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