¿Qué significa ser español?


¿En qué provincia se celebra la romería del Rocío? ¿Cuántas comunidades autónomas hay en España? ¿Cómo se llaman los órganos de gobierno de las provincias? ¿Cuál es el pico más alto del país? ¿De cuántos miembros se compone el Congreso de los Diputados? A lo largo de los últimos meses he estado haciendo preguntas como las anteriores, a menudo sin que vinieran a cuento. A varios amigos, en bares. A un taxista especialmente interesado en asuntos gubernamentales, durante un atasco. A mi esposa, en el almuerzo. A varios amigos escritores y a uno que trabaja en una universidad extranjera. Naturalmente, ninguno de ellos tenía mucho interés en mis preguntas, y sólo un puñado pudo responderlas. Pero yo tampoco podría haberlas respondido hasta hace algunos meses, cuando comencé a estudiar para realizar la Prueba de Conocimientos Constitucionales y Socioculturales de España (CCSE), el examen que el Ministerio de Justicia español introdujo en septiembre de 2016 como requisito para la concesión de la nacionalidad española por residencia: durante años creí que viajar de Madrid a Barcelona era “bajar” a la Ciudad Condal (estaba absolutamente convencido de que el mar Mediterráneo se encontraba al sur de la Península); en varias oportunidades me descubrí diciéndome a mí mismo que el río que tenía frente a mí era el Ebro sólo para descubrir después que eran el Tormes, el Miño o el Tajo, y en una ocasión atribuí públicamente a Santander la capitalidad de Castilla y León, cosa que pudo y tal vez debió haberme costado la expulsión del país, o (al menos) la de esa ciudad cántabra. Una tarde de octubre del año pasado, sin embargo, me vi frente a un examen en el que debía demostrar que sabía esas cosas y otras de igual importancia, no importaba qué relevancia yo les diera.

La Prueba de Conocimientos Constitucionales y Socioculturales de España fue creada por el Instituto Cervantes, que provee a los candidatos de un manual de 90 páginas para su preparación y de un listado de centros privados en los que ésta puede realizarse tras el pago de 85 euros, una cantidad significativa para muchos inmigrantes, en particular si estos deben obtener además, por esa misma cantidad, el Diploma de Español como Lengua Extranjera (DELE) de nivel A2 o superior que se requiere para iniciar los trámites de nacionalización, del que estamos eximidos los hispanohablantes. Una cierta opacidad de esos trámites hace que sea prácticamente imposible llevarlos a cabo sin recurrir a abogados y a facilitadores varios, y no sorprende que haya academias privadas que preparan para la realización de ambas pruebas.

Vivo en España desde hace 12 años, pero no recuerdo haberme preguntado con frecuencia durante ese periodo qué significa ser español. Supongo que el hecho de que mis principales interlocutores lo fueran, de que yo no tuviera intenciones de volverme uno y de que, naturalmente, no viera a mis parejas y a mis amigos españoles como tipos nacionales invalidaba la pregunta, aunque no la curiosidad, que me llevó una y otra vez a descubrimientos algo inquietantes. Las “caras de Bélmez”. Los Chorbos. Las rotondas. La expresión “joder la marrana”. Un ejercicio de la política basado en la descalificación personal y no en el intercambio de propuestas. El significado de las siglas EGB. Y el refrán “o follamos todos, o tiramos a la puta al río”. Aunque también algunas otras cosas bastante más útiles, al margen de la evidente utilidad de saber cómo se llamaba el barco de Chanquete, en especial si se ha bebido alcohol y a partir de ciertas horas de la noche.

Ninguna de esas cosas servía sin embargo para la realización del examen. Tan pronto como empecé a estudiar el “manual”, durante la crisis del coronavirus, tuve la impresión de que éste respondía de manera muy singular a la pregunta de qué significa ser español y a la de qué conocimientos, prácticas, hábitos, esperanzas y obligaciones tienen los españoles: dividida en cinco apartados (“Gobierno, legislación y participación ciudadana”, “Derechos y deberes fundamentales”, “Organización territorial de España y geografía física y política”, “Cultura e historia de España” y “Sociedad española”). La Prueba CCSE exige conocimientos prácticamente esotéricos, como cuál es la función de Turespaña, cómo se llaman los órganos de gobierno de la comunidad autónoma de las Islas Baleares, qué banderas deben utilizar las comunidades autónomas en sus edificios públicos y si el murciano es lengua cooficial; también cuántas veces ha presidido España el Consejo Europeo, para qué se puede llamar al 060, de qué comunidad autónoma forma parte Castellón, qué ríos desembocan en el Atlántico, cómo se denomina el clima de Canarias. Para aprobar el examen se debe saber que El camino y Nada no fueron escritas por Camilo José Cela, que Penélope Cruz es actriz y no cantante, que el Ballet Nacional de España “realiza distintos estilos de danza”, que Severo Ochoa obtuvo el Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1959, que en los bares “una persona puede elegir una ración, un plato combinado, un menú del día o comer a la carta” y que “en cada caso el precio y la presentación varían”; también que España es “uno de los países más montañosos de Europa”, que su economía ocupa el quinto lugar en la Unión Europea (en realidad, el cuarto tras el Brexit) y que en la Feria de Abril de Sevilla la tradición es bailar en las casetas y que en los sanfermines pañuelo y fajín son rojos.

Naturalmente, decir algo equivale a no decir otra cosa; y la Prueba dejaba decenas de preguntas sin responder. ¿Qué diferencia a un Estado “aconfesional” como España de uno “laico”? ¿Por qué razón “los miembros de las diputaciones son elegidos por los representantes de los Ayuntamientos, excepto en el caso del País Vasco, donde son elegidos mediante elecciones directas”? ¿Qué criterios fueron determinantes en la conformación de las comunidades autónomas? ¿Por qué algunas de ellas sólo constan de una provincia y otra tiene dos capitales? ¿Qué criterio se impuso en cada uno de los casos allí donde, como es evidente, las “características históricas, culturales y económicas comunes” que les sirvieron de base eran antitéticas? ¿Qué clase de historia tienen en común los españoles y qué consensos son producto de ella? ¿Qué es ser español, en realidad, y cómo las diferencias lingüísticas, culturales y políticas que existen en el país determinan las numerosas formas de serlo que existen?

Bouvard y Pécuchet fueron creados por el escritor francés Gustave Flaubert para ridiculizar el afán enciclopedista de su época: ambos se dan a la tarea de compendiar todo el conocimiento universal, pero no pueden alcanzar su propósito; de hecho, la novela está inconclusa, Flaubert murió sin poder terminarla. Decidí nacionalizarme porque pensé que ya era hora de tener algunos de los derechos de mis anfitriones españoles, además de sus obligaciones, y porque pensé que hacerlo me llevaría a comprender mejor España, pero en los meses previos a la realización de la Prueba me sentí en muchas ocasiones como los personajes de Flaubert, cuya pasión por acumular conocimientos mayormente inútiles los distrae de una vida en la que podrían haber adquirido sólo los necesarios. No estaba seguro de que las personas que hacían el examen conmigo aquella tarde, y con las que yo había conversado unos minutos antes, fueran a entenderme si les hablaba de Flaubert. Eran casi todas mujeres; la mayor parte, colombianas, venezolanas y dominicanas. Había una de nombre Disoluta. Un matrimonio de rumanos. Un rider que llegó con su bicicleta y tuvo que marcharse rápidamente para seguir trabajando. Una brasileña que nunca se quitó el abrigo de plumas pese a que no hacía frío. Yo sabía ya, por fin, las respuestas a todas aquellas preguntas que se suponía que debía saber responder para convertirme en español (por ejemplo, las de las que me hacía al comienzo de este texto, y que eran las siguientes: en la provincia de Huelva, 17 más 2 ciudades autónomas, diputaciones; el Mulhacén, con 3.718 metros de altitud; 350 diputados), pero cuando terminé el examen no estuve seguro de estar siquiera un poco más cerca de comprender este país y a sus habitantes, por no hablar de convertirme en español. ¿Cuántos españoles se necesitan para cambiar una bombilla?, me pregunté. No tenía ni idea, pero pensé que tal vez podía pasar los próximos años tratando de aprender lo que aún no sabía, y que hacer ese examen era el primer paso para ello: quizás España estuviera cambiando también, y comenzara a tener un lugar para personas como yo, con vidas privadas y pasados en otros países, que hicieran de España un sitio incluso más diverso y plural. Cuando estaba a punto de levantarme para entregar el examen vi que una joven china que estaba sentada frente a mí tenía unas zapatillas Converse iguales a las mías y que, visiblemente, las suyas también eran falsas. Pensé que tal vez nosotros también fuéramos a ser españoles “falsos”, para algunos, pero que lo “falso” tiene el potencial de desmentir la idea de que hay algo “verdadero” o “natural” en las concepciones de país y de nación. Al fin y al cabo, todo país es un relato; en el mejor de los casos, una esperanza. Y por esa razón entregué mi examen y salí de la sala.


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