Nota a los lectores: EL PAÍS ofrece en abierto todo el contenido de la sección Planeta Futuro por su aportación informativa diaria y global sobre la Agenda 2030. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
Una amplia sonrisa; ojos azules que miran sin ver, hacia el infinito, navegando en los recuerdos de otros tiempos más convulsos que los actuales; una camisa estampada con el rostro del expresidente Nelson Mandela, su cómplice en la lucha que le ha llevado casi toda su vida. Así es Eric Goemaere (Bruselas, 1954) que una soleada mañana del invierno austral se encuentra trabajando en las oficinas de Médicos Sin Fronteras (MSF) de Ciudad del Cabo. El resto del personal teletrabaja desde casa, pero él sigue acudiendo a su puesto, fiel a las costumbres. “¿Sabes una ventaja de Sudáfrica? Cuanto más mayor eres y más demente pareces, más te respetan. Es un buen país para hacerse viejo”, bromea. Y ríe; de hecho, ríe constantemente durante esta entrevista, en la que demuestra que de loco no tiene nada. Este doctor y experto en VIH, actual coordinador médico de MSF en el país, ha vivido situaciones muy críticas, dolorosas y peliagudas a lo largo de sus 38 años de servicio en la organización. Ahora, desde una posición más sosegada, hace repaso de ese camino.
Más información
Goemaere ha sido testigo de primera línea de la heroica lucha de la sociedad sudafricana por conseguir medicamentos para tratar el VIH, los imprescindibles antirretrovirales, en una época en la que el Gobierno no los facilitaba y solo se podían conseguir a través de la Sanidad privada a un coste de unos diez mil euros por un tratamiento de un año.
Cuenta que llegó a Sudáfrica casi por casualidad. Se había iniciado en la medicina en Chad, trabajó en Bruselas y luego en Mozambique después de su guerra civil. Cuando fue informado de que su siguiente destino sería Sudáfrica, no le entusiasmó la idea. “Teníamos que salir hacia Europa desde Johannesburgo; eran los tiempos del apartheid y ya sabes… En la sala de espera había un cartel que rezaba: ‘Solo para blancos’. Cada vez que pasaba por ahí me negaba a sentarme, les decía: ‘Yo no juego a esto’… Así que no me gustaba Sudáfrica”, reconoce. “Ahora puedo decir que fue un error porque los sudafricanos son unos luchadores y han hecho un trabajo fantástico para reducir el precio de los medicamentos”.
Corría el año 2000 cuando este médico fue destinado a Khayelitsa, el suburbio más pobre y grande de África, en Ciudad del Cabo, para poner en marcha un programa pionero de atención a enfermos de VIH, el primero en todo el país. “Era el último suburbio de todos… Khayelitsa es donde la gente no quiere ir”. En aquellos tiempos, el virus suponía una amenaza atroz: no había apenas información sobre las formas de contagio y sobre su tratamiento, no había medicamentos y, por tanto, la tasa de infección y de mortalidad eran altísimas: solo en el 2000, en Sudáfrica murieron 150.000 personas de sida y 3,2 millones de personas portaban el virus, según Onusida.
Y la cifra aún seguiría subiendo en los años siguientes. “Recuerdo caravanas de tráfico en el cementerio para enterrar a la gente… Se inhumaba a una persona cada 15 minutos, la familia solo tenía ese cuarto de hora y se formaban colas larguísimas”, comenta Goemaere con su mirada azul perdida en aquel turbulento inicio del siglo XXI.
Por si fuera poco, también le tocó lidiar con el estigma hacia los contagiados: “Me llevó tres meses convencer a las enfermeras para que empezaran a atender en una de las clínicas; yo no entendía su rechazo porque la gente se estaba muriendo, pero ellas se negaban a tratarles. Me decían: ‘Eric, no traigas a esta gente aquí porque vamos a infectarnos todas’, y yo les respondía que si estaban allí había que hacerles la prueba, que era mejor saber. El 50% de las mujeres del grupo de edad de entre 35 a 45 años era seropositiva en Khayelitsa, era más peligroso tenerlas sentadas al lado sin saber su estatus”.
En medio de semejante situación, con los pacientes muriéndose, literalmente, en las salas de espera, Goemaere tenía que lograr atenderlos y suministrarles antirretrovirales (ARV). Los que MSF distribuyó por aquel entonces costaban 70 dólares (unos 65 euros) por persona al año, una cifra muy inferior y más asequible que lo que se podía encontrar en el resto del país. “Y es un tratamiento mejor; el otro era muy viejo y solo estaba disponible para ricos, por lo que nadie en Khayelitsa se trataba, así que cuando llegamos, vinieron en masa”.
Pero al Gobierno sudafricano de entonces no le gustaba esta idea de ofrecer un ARV porque pensaban que no serían capaces de pagarlo. De hecho, la ministra de Sanidad de entonces afirmó que el VIH se podía tratar con ajo y remolacha y su ministerio envió tres órdenes de expulsión a la organización, algo que ahora, visto en perspectiva, él parece llegar a entender en cierto modo. “Éramos unos chicos que veníamos de Europa diciendo lo que tenían que hacer, cuando además el color de la piel era un tema muy sensible”, rememora. De hecho, si pudieron abrir en Khayelitsa fue porque se llegó a un acuerdo con el Gobierno de la provincia de Western Cape, más comprensivo que el nacional.
―¿Qué pensamiento le ayudaba a no rendirse?
―Hoy lo llamaría el efecto Lázaro. Cuando pasaba consulta, de repente oía que en la sala de espera todo el mundo se ponía a llorar y yo pensaba: ‘Vaya, otra muerte’. Era algo que ocurría cada día prácticamente. La gente traía a sus familiares cargados en la espalda porque ya no podían ni andar. Y luego, pasadas unas semanas de tratamiento, el solo hecho de verlos caminando de nuevo… Eso me mantenía a flote. Al final, es que yo estudié Medicina para tratar de mantener a la gente viva.
Otro gran obstáculo en la lucha por los medicamentos a un precio justo fue la oposición de las farmacéuticas dueñas de las patentes de los ARV. “Cuando nos enfrentamos a la industria estábamos un poco asustados porque ya habían dicho que no iban a consentir que se fabricaran genéricos”, recuerda. Ante una situación sin aparente salida, Goemaere pidió consejo a un abogado de Estados Unidos. Y cumplió su recomendación: “Escribí al jefe de las farmacéuticas en África diciendo: ‘Escuche, soy médico, veo a mucha gente morir y mi obligación es intentar que sobrevivan, así que pretendo usar genéricos importados de Brasil. Si esto le parece un problema, hágamelo saber’. No hay carta más estúpida, no tenía valor legal, pero lo hicimos porque si no respondían en tres semanas, necesitarían atacarnos en un tribunal, y llevar a MSF a juicio no es bueno para tu reputación. Pensamos que no se atreverían a algo así y que quizá podíamos ganar la batalla”. Sin embargo, obtuvo contestación a los tres días. Y esta guerra por limitar la concesión de patentes para lograr el abaratamiento de los fármacos para el VIH y otras enfermedades proseguiría hasta la actualidad.
Una camiseta lo cambió todo
Cuando las relaciones no podían estar más tirantes con el Gobierno y con las farmacéuticas, llegó alguien que marcó un antes y un después: “Este tío me salvó, ¿lo reconoces?”, pregunta el médico mientras descuelga una foto enmarcada de la pared de su despacho. Es una imagen que ha dado la vuelta al mundo: Nelson Mandela luciendo una camiseta en la que se lee “Soy VIH positivo”. Fue invitado por la Campaña de Acceso a Medicamentos (TAC por sus siglas en inglés), una organización ciudadana que ha pasado a la historia por su encarnizada lucha para lograr antirretrovirales (ARV) a precios asequibles. En aquella época, de hecho solo ellos y MSF peleaban por esta causa en el país, por lo que ambas organizaciones trabajaron codo con codo desde los inicios.
Goemaere abre su ordenador portátil y busca otras imágenes. Pincha sobre una en la que se le ve a él en compañía del líder antiapartheid. Frente a él, un chico joven le está ofreciendo la famosa prenda. El entonces ya expresidente del Gobierno viste una de sus famosas camisas estampadas. “En Sudáfrica tenemos una tradición: cuando tienes una petición para un político le ofreces algo, y si lo toma en sus manos, es que acepta tenerla en cuenta o discutirla contigo; es muy simbólico. Todo lo que queríamos era que [Mandela] aceptara la camiseta”, ilustra.
La foto, tomada en el aparcamiento de una de las clínicas de la ONG, muestra a una multitud expectante. “Más de 400 personas”, asevera. El chico, que fue uno de los primeros seropositivos atendido en Khayelitsa, le tenía que dar la prenda y pedirle que la aceptara y les protegiera. “Y mira lo que pasó ―Goemaere pasa a la siguiente imagen― ¡Fue absolutamente fantástico! No podía creer lo que veían mis ojos. Cogió la camiseta y no solo la aceptó sino que, delante de todo el mundo, ¡se la puso!”, exclama. “Y tuvimos la foto. Siempre uso este ejemplo para contar lo único que era este hombre”.
Asegura el médico que Khayelitsa era y es un sitio peligroso, que puedes sufrir amenazas con facilidad, que por cien rand (cinco euros) “te meten una bala en el cráneo” y que cuando su activismo y su lucha por los medicamentos genéricos empezó a hacer tantísimo ruido en todo el país, empezaron a estar más nerviosos y asustados. Pero que también Mandela lo cambió todo. “Ya nadie nos tocaba en Khayelitsa”, afirma. Y luego se corrió la voz de que a la gente que había sido tratada le estaba yendo muy bien.
Los problemas no acaban
Ahora que han pasado 20 años y que se ha logrado que los ARV se distribuyan gratuitamente en todo el mundo, podría parecer que las preocupaciones de este veterano han terminado. Nada más lejos de la realidad. El mundo no ha logrado alcanzar la meta planteada por las Naciones Unidas para 2020, la conocida como 90-90-90. Esto es, que el 90% de la población seropositiva conozca su estado, que el 90% de ellos esté siguiendo un tratamiento antirretroviral y que el 90% no presente una carga viral detectable. Todavía hay en el mundo 38 millones de personas seropositivas, de las que 1,7 millones fueron diagnosticadas por primera vez en 2019, según datos de Onusida. Este mismo año se produjeron 690.000 muertes por enfermedades relacionadas con el sida.
Esto sucede, principalmente, por dos razones. Una, que se descuidan los tratamientos: “En cuanto alguien se encuentra mejor gracias a las pastillas, tiene otras prioridades”, asume el doctor. Dos: que el VIH parece haber pasado de moda y ya no moviliza políticamente y, por tanto, tampoco atrae financiación para luchar contra la epidemia. “En Europa es un problema, sí, pero no un asunto grave”, opina. Desde luego, la solución pasa por desarrollar una vacuna, algo que todavía está en proceso. “Ya se hablaba de ella hace 20 años y aún seguimos haciéndolo. La espero, sí, pero no la voy a ver yo en vida”.
A sus 65 años, Goemaere no piensa en el retiro. Ya no está en los centros de salud de Khayelitsa, pero tampoco vive encerrado en un despacho. Al término de esta entrevista comenta que acaba de regresar de Bangui, en República Centroafricana, donde ha pasado dos semanas asesorando al Gobierno en materia de prevención y diagnóstico del VIH en el país. Reconciliado con esa Sudáfrica del apartheid que al principio detestaba, ahora está decidido a quedarse. “Mi pareja y yo hemos pedido la nacionalidad y, definitivamente, vamos a pasar aquí el resto de nuestras vidas”, confirma. Pero sin dejar de viajar a otros países para apoyar otros proyectos, aunque como doctor. “Está bien serlo, puedes hacer rondas, aconsejar a la gente… Para ser honesto, lo que hago es muy satisfactorio y mientras no me vuelva completamente loco, prefiero seguir trabajando. MSF no paga mucho, pero no te despiden; nos conocemos todos y no me han echado aún. ¿O a ti te han dicho algo del tema?”.
Puedes seguir a PLANETA FUTURO en Twitter, Facebook e Instagram, y suscribirte aquí a nuestra ‘newsletter’.