El Manchester City es un punto luminoso en la noche de mediocridad que se cierne sobre el fútbol. Puede que el equipo de Guardiola no gane la Champions pero ha alcanzado un nivel de juego que parece inaccesible para el resto. Las posibilidades asociativas que explotó en la vuelta de los octavos de final en Budapest desencadenaron jugadas imparables para el Borussia Mönchengladbach, apenas un relleno en el cartel de la eliminatoria, perfecto representante de todo aquello que oscurece el juego con una capa tenebrosa. Si el City está en cuartos con el cartel de favorito, el Borussia regresa a la Bundesliga a intentar frenar una espiral que lo aproxima al descenso.
Desde que su entrenador, Marco Rose, anunció que había fichado por el Dortmund hace un mes, contraviniendo normas no escritas sobre la lealtad, el conflicto de intereses y otras conductas que adulteran competiciones, los jugadores han dejado de seguirle. Sumaba seis derrotas consecutivas en la Bundesliga —su peor racha desde 1989— cuando se midió por segunda vez al conjunto inglés. Lo que siguió fue un partido de exhibición en un solo sentido.
Guardiola había ensayado con defensa de tres centrales frente al Southampton y el Fulham en las dos últimas jornadas de Premier. Los experimentos volvieron a chirriar. Él insinuó que preparaba un cerrojo por si tenía que cuidar la ventaja del 0-2 de la ida. Por fortuna para sus jugadores, regresó al 4-3-3, cosa que en Guardiola equivale a poner en marcha una maquinaria que solo él es capaz de dominar en toda su magnitud. A otro se le habría fracturado el equipo por la mitad, o se le habrían superpuesto los interiores con los extremos. El City voló.
Rodri leyó todas las letras del partido con varios segundos de antelación; Silva y De Bruyne recorrieron todo el campo, desde la punta del ataque a los interiores pasando por las bandas, sembrando de soluciones cada situación; Gundogan recorrió el carril del diez y acabó de nueve; Mahrez se pegó a la raya derecha y Foden alternó el extremo izquierdo con la mediapunta virtiendo su gota de sorpresa en el remolino de hombres que jamás se pisaron. Perfectamente coordinados, avanzaron sin que sus pares del Borussia pudieran llegar nunca a tiempo de robar o pasar.
De Bruyne y Gundogan
Hundidos los centrales y los pivotes después de perseguir sombras de falsos nueves en cada maniobra, libraron unos metros en la frontal del área cuando a los 10 minutos Mahrez cedió un balón franco a De Bruyne. El belga lo dejó rodar de derecha a izquierda y lo enganchó con la zurda. La pelota pegó en el larguero y entró.
No habían transcurrido cinco minutos cuando el Borussia acudió a morder el señuelo. Subieron los delanteros a presionar a Stones y el inglés filtró el pase a Foden, que se perfiló y arrancó hacia la portería sin que Neuhaus ni Zakaria, los pivotes, pudieran cerrarlo. Ante la descolocación de la defensa, el pase de Foden encontró el exterior del pie izquierdo de Gundogan, que se desmarcó al hueco y definió con la derecha sobre la salida de Sommer.
Nadie se asocia mejor que este City que deslumbra, sereno gestor del 2-0 hasta el final de una eliminatoria abrumadoramente desigual.
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