Por entonces, Olmo recorría las calles de la capital española con una cierta rutina. Siempre que iba al Albéniz se daba un corto paseo hasta acabar sentado en el Café de la Ópera, junto a la plaza de Isabel II. “El café me gustaba porque era un sitio muy artístico, rodeado de arte tanto dentro como fuera. Y siempre me paseaba por la plaza de Oriente, para mí era un lugar para pensar”. Entre las dos plazas se levanta imponente el Teatro Real, un sitio del que también guarda muchos recuerdos. Como el día que llegó vestido de torero para, con solo 18 años, subirse al escenario como Calisto, de La Celestina; su primer papel, y su primer protagonista, en una representación del Ballet Nacional.
A cualquier ciudad donde le lleve su trabajo, que es sobre todo su pasión, el bailarín y coreógrafo siempre busca “espacios muy del artisteo bohemio”. “Ya sea el Café de la Ópera o el Corral de la Morería, en el que te dicen que el gran Antonio Ruiz Soler se reunía con todos los grandes. Es en esos lugares donde encuentro la inspiración”. También buscando un pequeño restaurante del barrio ateniense de Plaka donde acabar la noche al ritmo de bailes folclóricos griegos o una tanguería de Buenos Aires junto a los bailarines del teatro Colón.
El sueño de Olmo de volver a entrar por las puertas del Albéniz está un poco más cerca. Declarado bien de interés patrimonial en 2016 por la Comunidad de Madrid, este teatro de estilo neorrenacentista que aún guarda algunas de las grandes esculturas de madera de Ángel Ferrant y las pinturas del patio de butacas de Javier Calvo está en plenas obras de recuperación tras una década de abandono. En un futuro, el Albéniz volverá a ser un lugar para las artes escénicas.
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