El socialismo se ensayaba a orillas del Mediterráneo. Los israelíes más idealistas fundaron granjas comunales que se extendieron en los bordes de ese solar trágico llamado Tierra Prometida. Un territorio árido por recuperar y donde sembrar la promesa del hombre nuevo, aquel que durante el día trabajaba los campos y estudiaba a Hegel tras ponerse el sol. A principios de los sesenta, Eulàlia Sariola, de 77 años, escuchó hablar sobre esta mezcla de marxismo y sionismo en su Barcelona natal: “Representaba todo lo contrario a la dictadura que yo conocía y viajar allí se convirtió en mi prioridad”. La suya es una de las voces que se escuchan en Generación Kibutz, un documental de Albert Abril estrenado en Filmin.
La película narra la historia de un grupo de jóvenes catalanes que en pleno franquismo emprendieron un viaje por separado a los kibutz. Tan solo unos pocos tenían raíces judías. La mayoría, movidos por sus convicciones, subieron a un barco en el puerto de Barcelona que los condujo hasta El Pireo, donde se hicieron con un visado para volar después a Tel Aviv. En aquel tiempo las comunas agrícolas israelíes acogían a numerosos voluntarios internacionales. Con la mayoría de edad recién cumplida, Sariola se convirtió en uno de ellos y pasó cinco meses en Dvir, al norte de Negev. El campamento se regía por un principio grabado a fuego en la conciencia colectiva. “Cada uno trabajaba según sus posibilidades y recibía según sus necesidades. Teníamos casa, ropa y comida, pero no existía el dinero”, relata esta traductora del hebrero.
Aunque no es judía, Sariola descubrió su vocación lingüística en el desierto israelí y dos décadas después estudió filología entre Barcelona y Jerusalén. Recaló en 1963 en el kibutz junto a su marido de entonces, con quien se casó por el afán de “conocer otros mundos posibles”. Entonces contraer matrimonio era la única manera de asomarse al extranjero. Como hacía el medio millar de miembros de la comunidad de Dvir, ella se levantaba a las cinco de la mañana. Una camioneta los conducía hasta aquellos campos impregnados de olor a eneldo y tomillo, melocotón y limoneros. La recolección terminaba a las tres de la tarde, tras los descansos del desayuno y el almuerzo. Entre estos, también había tiempo para tomarse un respiro a la sombra de los olivos y degustar limonada fresca.
Durante la gestación del proyecto, el director del documental viajó a Israel en cuatro ocasiones. Habló con una veintena de catalanes que conocieron los kibutz. Descubrió que en su juventud por allí deambularon futuras personalidades de la política como el socialista Josep Borrell, ahora vicepresidente de la Comisión Europea. Además, en los sesenta el Estado judío organizaba visitas dirigidas a los descendientes de la diáspora. “Así se se empapaban de su cultura perdida”, cuenta Abril. Si bien la actividad productiva de los kibutz suponía la mayor parte del sector primario de un país en ciernes, su importancia propagandística no resultaba menor. Bajo el sol abrasador de aquellos campos se fraguaba la idea de un nuevo judío que, como sostiene el pensador Vicenç Villatoro, “desmentía mediante su propia existencia los tópicos del antisemitismo”.
De tal modo que frente al estereotipo de hebreo lechoso y errante, cobarde o tacaño, se oponía la imagen de otro más fuerte y apegado a la tierra. La misma tierra rojiza que Imma Puig Antich, de 75 años, pisó durante su estancia de dos meses en el kibutz de Amir, situado en Galilea. Hermana de Salvador, militante anarquista y una de las últimas víctimas del garrote vil franquista, acometió el viaje en 1966 tal vez convencida de que en Oriente Medio se libraba la batalla definitiva por la libertad. Pero nada más llegar el choque cultural fue tremendo: los campesinos del lugar se quejaban de sus uñas alargadas, pues sin querer agujereaba las manzanas al arrancarlas del árbol. “Llegué al acuerdo de que me las cortaba si aquello se repetía, aunque no fue así”, recuerda esta educadora entre risas. Tras la jornada de trabajo tenían lugar las asambleas, y tras estas, los bailes y la cena.
Tanto la limpieza como la colada y la comida se hacían por turnos. Las parejas eran una institución reconocida, aunque la asamblea general debía aprobar su unión. Hasta los 16 años los niños vivían ―repartidos por grupos de edades— en cabañas distintas a las de sus progenitores, de tal modo que el cuidado recaía en toda la comunidad. “Descubrí que los hombres podían ser amigos y compañeros”, evoca Puig Antich en la película. “Al contrario que en mi mundo, el interés colectivo primaba sobre el individuo”. Con el paso de las décadas ese individuo ha ido ganando terreno en los 270 kibutz que aún permanecen en Israel. Solo uno de cada cuatro se rige por normas colectivistas. Algunos de ellos devinieron en alianzas de pequeñas empresas que cotizan en los índices bursátiles de Londres y Nueva York. El mercado se ha impuesto a la utopía, también en la tierra de Abraham.
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