A los tabloides y a Netflix el mundo les debe que les haya enseñado más de la historia y las vidas de la familia real británica que de tantas otras familias mucho más cercanas que las propias. Ha sido gracias a la serie The Crown que se ha popularizado buena parte de la intrahistoria —con partes más noveladas que reales— de la que los cuentos de hadas rotos de los años ochenta y los noventa convirtió en la monarquía más observada del mundo. Este viernes 9 de abril esa familia cierra la puerta a una etapa que nunca volverá con la muerte a los 99 años del príncipe Felipe, duque de Edimburgo, conde de Merioneth y barón de Greenwich.
Durante 80 años Felipe (nacido príncipe de Grecia y Dinamarca) fue un activo fundamental dentro de la familia real británica, siempre en un primoroso segundo plano. La reina era su esposa, pero también su comandante en jefe y su tarea. Una relación compleja en la década de los cuarenta, y en los años venideros, a la que el duque no siempre se adaptó con flexibilidad dadas las costumbres machistas imperantes en la época. Isabel gestionó —siempre con absoluta privacidad, al contrario que sus hijos— su relación. Y lo hizo por amor. La entonces princesa hija del rey Jorge VI conoció a Felipe cuando ella solo tenía 13 años y él, 18.
Fue en una visita al barco Britannia Royal Naval College (en el que él se graduaría en 1939 como el mejor cadete de su promoción) cuando solo era un muchacho más. Sus apellidos, caídos en desgracia, poco le aportaban, y sobrevivía gracias a la paga que ganaba por su trabajo, sin más dispendios. Fue sobre todo en la Navidad de 1943, momento en el que no tenía donde ir, cuando junto un primo suyo y amigo de la familia real fue invitado al castillo de Windsor. Isabel ya tenía 17 años y, como contaba su niñera Marion Crawford en sus diarios, la joven estaba feliz “como nunca se la había visto antes”. En plena guerra, un fin de semana de fiestas y alegría animó el espíritu de todos e hizo que prendiera una chispa que duró ocho décadas. Felipe regresó al castillo en un permiso ese mes de julio, y allí se sintió querido y acogido por una vida en familia de la que apenas había disfrutado antes.
Los jóvenes comenzaron a enviarse cartas mientras él sirvió como un británico más en la II Guerra Mundial y ella estaba refugiada con su hermana Margarita en el castillo de Windsor, con sus padres en Londres. En septiembre de aquel 1943, él acudió a Balmoral a pasar unos días en verano y fue ahí donde le propuso a Isabel casarse, aunque el rey pidió esperar a que la joven cumpliera los 21 años. Fue ya al acabar la contienda cuando comenzó realmente su relación, que culminó con una gran boda en la abadía de Westminster el 20 de noviembre de 1947.
Hubo aceptación popular en que la futura reina se casara con un joven cadete, un príncipe venido a menos, pero no tanta dentro de la familia. Pero ese fue uno de los primeros momentos de la vida de Isabel en la que su férrea determinación decidió por ella y logró salir adelante. Su deseo de casarse era tal que, aún en plena posguerra, pagó los tejidos y la decoración de su vestido con cupones de su cartilla de racionamiento.
Durante más de 73 años de unión, el matrimonio ha sobrevivido contra viento y marea al oleaje desde fuera y desde dentro, ese que le obligó a perder su apellido en pos del de su esposa, el Windsor, y también su religión, la ortodoxa. Amante de la juerga y de las mujeres, han sido conocidas más de una de las infidelidades del duque. Tampoco ha sido fácil la relación con sus hijos. El matrimonio tuvo cuatro: Carlos, Ana, Andrés y Eduardo (que es el que más posibilidades tiene de heredar su título de duque de Edimburgo).
Desde el primer momento fue muy observada su relación con Carlos, el heredero al trono. Nunca fue fácil. Tanto de niño como de joven el príncipe de Gales fue un chico sensible, más aficionado al arte y el aire libre que a la práctica militar, los coches o la caza, como su padre. Su formación tenía que pasar por la disciplina y el ejército, pero él no se sintió cómodo con los internados y las obligaciones, lo que les hizo tomar una cierta distancia. Felipe llegó a decir una vez, como recoge The Guardian, “él es un romántico y yo soy un pragmático, y eso significa que vemos las cosas de diferente manera”.
Sin embargo, Felipe era un padre orgulloso de todos y cada uno de sus retoños. Como dijo en 1997, durante la celebración de sus bodas de oro, los cuatro lo habían “hecho bastante bien, dadas las difíciles circunstancias”. “Como todas las familias”, dijo entonces, “hemos pasado por todas las fases, desde las mayores alegrías hasta las tribulaciones que supone criar hijos”.
Ana era, probablemente, la más cercana a él, por carácter y aficiones: los caballos, el campo. Con quien también mantuvo una relación mucho más cordial de lo publicitado fue con quien un día fue su nuera, la popular Diana de Gales, que también tuvo que hacer un esfuerzo por integrarse en una familia cerrada y compleja. Tras conocer las infidelidades de Carlos, su padre trató de mediar para que el matrimonio no acabara en divorcio, precisamente como terminó. Sin embargo, no dudó en caminar detrás del ataúd de Diana, junto a su hijo y sus nietos, aquel aciago septiembre de 1997.
Esa pasión se transmitió a sus nietos, ocho en total, para los que se convirtió en mentor y figura inspiradora, y también a sus bisnietos. De hecho, a algunos de ellos les dio nombre, como al hijo recién nacido de Zara Tindall. Todos ellos esperaban con ganas el próximo 10 de junio, cuando el duque de Edimburgo cumpliría 100 años y volvería a ocupar el lugar público del que decidió apartarse en verano de 2017, cuando se retiró. Le han faltado 62 días.
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