Se dice que la comida no se tira. Pero sí se tira. Y en grandes cantidades: en España, 7,7 millones de toneladas acaban en la basura todos los años, según datos del Ministerio de Agricultura y Medio Ambiente. Un problema de orden mundial –casi un tercio de la comida se despilfarra, estima la FAO- y raíz mercantilista: los alimentos son aún percibidos como bienes a los que sacarles rentabilidad, alejados de su misión primordial, dar de comer a la población, algo tan básico como el derecho a la vivienda o la educación. La comida se tira, pero podría no tirarse. Alfonso, Cristina y Mireia son algunos de los ciudadanos que están atajando esta deriva. Cualquiera puede unirse a su causa.
Desperdicio cero en las calles de Tetuán (Madrid)
ACTÚA como voluntario
El madrileño Alfonso Puras, de 25 años, volvió de su Erasmus en Lisboa con una idea en la cabeza: replicar en Madrid el proyecto ReFood, una iniciativa popular que en la capital portuguesa, tras cinco años de vida, da de comer a 200 familias con el trabajo de 7.000 voluntarios. Puras fue uno de ellos. “Es una acción muy directa y sencilla”, explica en la madrileña calle de las Magnolias, en el barrio de Tetuán, donde ReFood España, que lleva operando casi dos años, tiene su local social. “Rescatamos excedentes de comercios y restauración y les damos una salida lo más rápida y digna posible entre las familias del barrio que lo necesitan”. La iniciativa salva unos 20 kilos de comida diarios que se reparten entre 40 beneficiarios. Así es una de sus jornadas.
Aunque hace poco ganaron un premio otorgado por la Fundación Mutua Madrileña, el primer objetivo de la asociación es garantizar su supervivencia en un escenario tan cambiante. Multiplicarse en otros barrios es el siguiente paso: que haya un ReFood Villaverde, un ReFood San Blas o un ReFood Centro. “Tenemos claro que cuanto más local sea el trabajo más efectivo será”, termina Alfonso Puras.
La mujer que impulsó una ley en Cataluña
ACTÚA por el cambio
A excepción de algún profesor ortodoxo que obligaba a sus alumnos a finiquitar hasta la última miga del plato, la regla solía decir que toda la comida sobrante de las raciones escolares iba a la basura. Cristina Romero, agente inmobiliaria, madre de un hijo y, como ella se define, activista de las causas justas, litiga desde 2016 para que estos alimentos no se derrochen por sistema en los centros educativos. Alcanzó su primer objetivo el año pasado: el Parlamento catalán aprobó en marzo de 2020 la Ley de prevención de las pérdidas y el desperdicio alimentario, un texto que da herramientas para evitar este despilfarro e implica a productores, distribuidores y consumidores, tanto del ámbito escolar como en restauración u hostelería.
“Es un cambio importante”, celebra, aunque lamenta que muchos de los principios se hayan tenido que posponer por la situación sanitaria. La ley contempla aspectos tan precisos como que los restaurantes ofrezcan siempre un recipiente al cliente para la comida inacabada o que las empresas del sector presenten un plan de prevención del desperdicio.
La historia de Romero comienza en 2015, en una reunión escolar de padres y madres. Alguien explicó que su hijo se dejaba casi todo en el plato y preguntó si era posible llevarse lo que sobraba a casa. La respuesta fue negativa: la ley obligaba a desechar esa comida. “Me quedé a cuadros”, exclama aún sorprendida. “Al día siguiente envié un correo a la Agencia de Seguridad Alimentaria y junto a un amigo que era técnico alimentario me empapé del asunto”. Al poco tiempo habló con el catering -empresas que proveen hasta el 60% de las comidas escolares- del comedor de su hijo para que, al menos, adaptasen las raciones, entonces las mismas para un niño de cuatro años que de ocho. “En tres meses se redujo en un 92% el despilfarro del colegio. Alucinante”, explica.
Si la historia de Cristina Romero te ha hecho pensar y tú también quieres ayudar a esta causa para cambiar el mundo:
ACTÚA
En los años posteriores, la activista inició una recogida de firmas en Change.org para que las instituciones regulen esta normativa alimentaria, una campaña a la que se le dio voz en Pienso, Luego Actúo, la plataforma social de Yoigo que impulsa a las personas que, con sus iniciativas, intentan que las cosas cambien a mejor. Con más de 250.000 firmas y la victoria legal en Cataluña, Romero sigue recabando apoyos para lograr su gran meta: que la ley se aplique a nivel nacional. Y explica que hace poco llevó a la Asamblea de Madrid un anteproyecto del texto y que llama con frecuencia a diputados de todos los colores para que el tema no languidezca. “Cuando la pandemia nos deje haremos una acción conjunta en comedores escolares. Tengo muchísimas ganas”, cierra.
El éxito de recoger las frutas y verduras feas
ACTÚA en el #YoNoTiro
Ya en la Edad Media se espigaba. Entonces eran mujeres de pocos recursos las que recogían lo que quedaba en el campo sin cosechar. El tiempo trajo una variación de esta figura: el espigador urbano. “Hoy es aquel que rebusca en los contenedores para rescatar lo que la sociedad de consumo ha descartado”, explica Mireia Barba, presidenta y cofundadora de la Fundación Espigoladors, una asociación que propone un modelo transformador, participativo y empoderador para combatir el despilfarro y la mala alimentación. Su trabajo se basa en esa milenaria actividad de espigamiento: salvar lo que sobra de las cosechas y, en su obrador del barrio de Sant Cosme, transformar esa materia prima imperfecta en mermeladas, patés y conservas. ¿Y qué sobra? Nutricionalmente, las mismas frutas y verduras que llegan al mercado, solo que algo más feas, si se quiere. Ejemplos serían el típico plátano marronáceo o un tomate con alguna protuberancia.
“La cultura del aprovechamiento y el contacto con el campo forman parte de mí desde siempre”, relata Barba. “Mi abuelo tenía una huerta. Allí siempre veía frutas y verduras que crecían con formas que hoy consideraríamos imperfectas, pero que en aquel momento nos comíamos sin dudar. Y obviamente estaban riquísimas”. De aquellas experiencias viene su empeño de dar salida a lo que no se rige por los estándares de mercado. La crisis de 2008 marcó otro punto de inflexión: “Evidenció la paradoja de que, mientras grandes cantidades de comida se desperdiciaban cada día, las colas de los comedores sociales aumentaban”, tercia.
Espigoladors tiene convenios con los sindicatos agrícolas para rescatar estos vegetales en sus explotaciones. Estos días extraen acelgas, coles o lechugas. En verano sacarán pimientos, melocotones o calabacines. En redes han dado nombre a este movimiento: #YoNoTiro. Silvia Carreño, de 47 años y nacida en El Prat de Llobregat (Barcelona), es una de los 2.000 voluntarios que han espigado en el campo. Se apuntó hace un lustro tras una charla de aprovechamiento alimentario. Cuenta que a veces acude a Mercabarna a encajar alimentos que los distribuidores no quieren. “Todo el mundo debería ir a la rebusca alguna vez. Aprenderíamos a valorar el trabajo de los agricultores”, dice.
“Mientras se desperdiciaban grandes cantidades de comida, las colas de los comedores sociales aumentaban”,
afirma Mireia Barba
Barba afirma que espigar es una acción de justicia alimentaria y social, pero también ambiental. Se estima que el despilfarro de comida provoca el 8% de emisiones de gases de efecto invernadero. “Los proyectos que luchan por el aprovechamiento son esenciales. Las afectaciones medioambientales son muy severas y, además, esta problemática choca con la garantía del derecho a una alimentación sostenible para todas las personas”, reivindica. Barba aún recuerda los veranos en los que comía melones tan pequeños que el agricultor no podía vender. “¡Realmente lo que hicimos fue espigar! Estuvimos semanas y semanas comiendo aquella fruta deliciosa”, termina.
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