Hannah Gebresilassie, una activista impetuosa de 30 años curtida ya en un número considerable de batallas, siente que ha tenido mucho que ver en el vuelco histórico que el Estado sureño de Georgia, viejo feudo conservador, dio en las urnas el pasado noviembre. También, en la ley electoral que los republicanos han impulsado después y que se ha convertido, cómo no, en su nuevo frente de guerra. Gebresilassie se pasó meses sumida en la movilización del voto en aquellas comunidades que normalmente menos participan -los negros y otras minorías, así como los demás desfavorecidos-, en una campaña que resume así: “Estábamos muchas organizaciones implicadas, ayudábamos a la gente a registrarse para poder votar, llevábamos en coche a los colegios a las personas que lo necesitaban, nos asegurábamos de que se presentaban el día que tocaba, dábamos pizza y agua a quienes aguardaban horas de cola…”.
Con la nueva legislación, esto último será un delito. La Ley de Integridad Electoral de Georgia, aprobada por una Cámara estatal de mayoría republicana el 25 de marzo, introduce una serie de restricciones en el voto para todos, pero que, como resultado, complican el sufragio de los colectivos más desfavorecidos, en lo que los demócratas señalan como maniobra deliberada para mermar la participación de los negros especialmente, que fueron clave en el giro progresista de los últimos comicios.
Entre otros cambios, la norma expande los territorios para el voto anticipado y por correo, pero acorta el plazo (de 180 a 78 días) para solicitarlo y exige una identificación con fotografía obtenerlo; reduce el número de buzones para depositarlos respecto a 2020, cuando se implantaron por la pandemia; veta que se pueda votar de forma anticipada más allá de las siete de la mañana y las siete de la noche y permite que los condados reduzcan aún más ese horario: de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Refuerza, además, el poder de la Cámara legislativa sobre el proceso electoral, lo que despierta grandes temores a la vista del pulso recién vivido en las últimas elecciones.
Y, en efecto, en esas tradicionalmente largas colas que se forman en los lugares de voto -algunas, de varias horas- quien acuda a entregar comida o bebida -si lo hace a 150 pies (45 metros) del sitio o 25 de la cola- estará delinquiendo. El argumento de los legisladores consiste en que los grupos que se dedican a ello tratan de condicionar el voto en la recta final.
El gobernador republicano del Estado, Brian Kemp, aseguró que la legislación aprobada “hace más fácil votar y más difícil hacer trampas”, palabras que dieron carta de naturaleza a la tradicional sospecha de fraude electoral masivo de los votantes conservadores y que en las presidenciales de 2020 llegó al paroxismo gracias a un promotor del lujo: el entonces presidente Donald Trump. “La gente jamás pensó en su vida que Georgia se volviera azul [el color con el que se identifica al Partido Demócrata en Estados Unidos] y esta ley es una respuesta directa a toda esa comunidad negra y otras minorías que vinieron a votar”, asegura Gebresilassie, también de raza negra.
La activista, impulsora de Protect the vote GA (Protege el voto de Georgia), habla en plena calle, en una de las grandes arterias que cruza Atlanta, con un cartel en la mano que pide justicia para Jamarion Robinson, un joven negro abatido por la policía en 2016, en una operación policial. Tras las elecciones del 3 de noviembre, varios Estados republicanos, como Iowa, Texas y Arizona, han impulsado otras reformas electorales de características similares, pero en ningún sitio cobra esta batalla tanto simbolismo y fuerza como en Georgia, con su historial de violencia racial, y sobre todo en Atlanta.
Cuna de Martin Luther King y de John Lewis, la ciudad ocupa el condado de Fulton, uno de esos trozos de tierra donde Donald Trump se dejó media presidencia. Es, además, la casa de buques insignia de la economía americana, como Coca-Cola o la aerolínea Delta, que se han posicionado contra la ley, dando alas a una disputa paralela y llamamientos al boicoteo. Georgia es también el lugar donde, por primera vez en décadas, salieron elegidos dos senadores demócratas y, por la mínima, dieron el control al partido de Joe Biden en la Cámara alta de Washington.
Para el exmandatario republicano, se convirtió en una obsesión. Fue al secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, al que telefoneó a primeros de enero para insistir en su teoría del fraude e instar a “encontrar” los “11.780 votes” con los que el resultado de todo el Estado se daría la vuelta. Raffensperger soportó la presión, pero la nueva ley también cambiaría este capítulo de la historia si se repite. Con el cambio, el ocupante de este cargo tendrá menos poder, pues dejará de ser miembro del Consejo Electoral del Estado y este tendrá potestad para cesar a las autoridades locales o del condado encargadas del proceso electoral en caso de negligencia.
Los republicanos argumentan que su ley, de hecho, expande el voto temprano en algunos territorios, garantiza el cese de funcionarios corruptos y, en cuanto a la polémica del agua, los trabajadores del centro sí pueden proveer bebida. Seguirán haciendo, además, más buzones de voto de los que había en 2016.
Dos icónicas barberías de la ciudad acogen esos dos polos de pensamiento. La una, de Tommy Thomas, ha sido parada habitual de notables políticos republicanos durante años, como muestran las fotografías de las paredes, entre las que figura un gran sombrero rojo con el lema trumpista: “Make America Great Again”. La otra, Bobby’s Barbershop, exhibe las fotografías de Barack Obama, Kamala Harris o el difunto John Lewis -uno de sus ilustres clientes-, también un dibujo del rostro de George Floyd y un cartel con el lema: Black lives matter.
En la primera, Thomas, un hombre de mediana edad que encarna la generación al frente del negocio, responde rápido y decidido, como un torrente sobre la ley en disputa: “Me parece estupenda, cuando voy al banco o cuando subo al avión, enseño el carnet de conducir, hasta cuando quiero comprar una botella de licor, a mi edad, tengo que enseñarlo. No es justo que la gente pueda solicitar el voto a distancia sin presentar uno, todos deberíamos tener un carnet”, explica el barbero.
La de la identificación personal es una de esas disputas más difíciles de comprender fuera de Estados Unidos. En dicho país no existe un documento nacional de identidad. La forma de identificación más común es la licencia de conducir o algún otro tipo de documento expedido por los Estados, pero muchos ciudadanos (entidades como el Instituto Brenan y otros lo elevan al 11% de la población -normalmente los más ancianos, pobres o excluidos)- carecen de ellos o no están actualizados, porque tampoco cuentan con los documentos de soporte necesarios para obtenerlo y el proceso para lograrlos cuesta una tasa que no pueden pagar.
Thomas fue uno de los sorprendidos por la derrota republicana, A su juicio, “hubo fraude, aunque hay quien dice no lo bastante para cambiar las elecciones”. “Yo no lo sé exactamente”, añade, “¿nos robaron? Probablemente, pero hoy es ya otro día. Vamos a organizarnos mejor”.
Desde la puerta de Bobby’s Barbershop, Samuel Deall, de 70 años, recuerda cómo votó por primera vez en Atlanta 1965, rodeado de soldados de la Guardia Nacional, en un ambiente volcánico que “podía entrar en erupción en cualquier momento”. Él no ha dejado de hacerlo ni una sola vez en su vida desde entonces, pero muchos otros sí: “Cualquier cambio de datos que no notificar te crea un problema, mucha gente no tiene ordenador, y entonces les cuesta más, o no tiene un centro de votación cerca y tienes problemas de movilidad, o tiene muy pocas horas libres para votar… Si quieres una buena democracia, lo que haces es facilitar todo eso”.
Organizaciones como la histórica Unión de defensa de los derechos y libertades civiles de Estados Unidos (Aclu, en sus siglas en inglés) o la NAACP (la gran asociación de defensa de las personas negras), consideran que el paquete de medidas se traduce en una operación de “supresión de voto” con fines partidistas y han llevado el asunto a los tribunales.
La batalla de fondo es de ámbito nacional y los demócratas han respondido con la propuesta de una ley común proponiendo una ley común que, por el contrario, busca ampliar y blindar unos mínimos de acceso al sufragio en todo el país. También Estados azules, como el progresista Washington, reacciona con normas estatales que buscan expandir el voto de exconvictos. Para Cliff Albright, director ejecutivo de Black Voters Matter, “hay que remontarse, literalmente, a la época de reconstrucción tras la Guerra Civil para ver una ley de tendencias restrictivas como esta, así de histórico es este intento de supresión de voto”.
La trifulca ha subido de voltaje con el tiempo. El presidente, Joe Biden ha llegado a asociar la legislación con “Jim Crow”, en referencia a las reglas que institucionalizaron la segregación racial a finales del siglo XIX. La MLB (Liga Principal de Béisbol, según las siglas en inglés) ha retirado de Atlanta la edición 91ª del Partido de las Estrellas. Para el líder republicano en el Senado, Mitch McConnell, la organización comete “chantaje económico”. Pero si el efecto final de estos cambios está por verse en las urnas, las limitaciones que algunos Estados han ido impulsando en los últimos años a propósito de las identificaciones personales se han respondido con un mayor esfuerzo de movilización de los demócratas. La participación de 2020 batió un récord de 120 años. Entre demócratas y entre republicanos.
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