“Los dólares de los contribuyentes estadounidenses se usarán para comprar productos estadounidenses con el fin de crear empleos estadounidenses. Así es como se supone que debe ser y así será en esta Administración”.
“Nuestras existencias de vacunas (…) se convertirán en el arsenal de vacunas para otros países, del mismo modo que Estados Unidos fue un arsenal de democracia para el mundo, pero cada estadounidense tendrá acceso [a ellas] antes de que eso ocurra”.
“Wall Street no construyó este país, la clase media construyó este país, y los sindicatos construyeron la clase media. Por eso pido al Congreso que apruebe la ley de protección del derecho de organización y podamos apoyar el derecho a sindicalizarse”.
“Y, por cierto, si están pensando en enviarme cosas [leyes] para firmar… Subamos el salario mínimo hasta los 15 dólares [por hora]”.
Ni las dos primeras frases han salido de los labios de Donald Trump ni las dos segundas proceden del senador izquierdista Bernie Sanders, socialista declarado desde los setenta, cuando Estados Unidos asociaba el término al comunismo (algo que, en realidad, aún ocurre en buena parte del país). Se trata de fragmentos del discurso con el que la semana pasada Joe Biden se estrenó ante el Congreso como presidente de Estados Unidos, coincidiendo con unos primeros 100 días de mandato que han dejado pasmado a medio mundo.
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El veterano político de Washington llegó al Despacho Oval al tercer intento, a los 78 años y bajo la etiqueta de centrista irredento, pero ha impulsado el mayor cambio de discurso económico en décadas, con una férrea defensa del Estado de bienestar y el papel del Gobierno federal, rompiendo de paso tabúes con su apoyo explícito a la sindicalización de los trabajadores de empresas concretas (Amazon), con la retirada de las tropas de Afganistán o, como hizo este miércoles, la suspensión temporal de las patentes de las vacunas contra el coronavirus para universalizar su uso.
Porque después de los primeros 100 frenéticos días de Joe Biden, llegó el 106, cuando descolocó a la comunidad internacional cambiando de opinión sobre un asunto tan controvertido como el de las patentes, que implica para las empresas compartir la tecnología con otros países que, en algunos casos, respetan muy poco la propiedad intelectual.
Con este órdago, acaba de poner a prueba su liderazgo en el mundo, porque potencias como Alemania ya han dejado clara su postura contraria, y, sobre todo, acaba de exhibir sus artes de viejo rockero de la política: lo que Washington sí tiene en su mano es permitir la exportación vacunas, como ha hecho la Unión Europea, en tanto que el 40% de la población se encuentran completamente vacunada, con datos de este sábado, y el reto de las autoridades es precisamente animar al resto.
“Los presidentes con imagen de moderados tienen más fácil hacer cosas más radicales o intentar hacerlas. No olvide que Franklin Delano Roosevelt no era socialista, había sido miembro del Gobierno de Woodrow Wilson, y Lyndon B. Johnson era un sureño sin imagen progresista antes de llegar a la Casa Blanca”, comenta el historiador de Georgetown Michael Kazin, que está escribiendo un libro sobre la historia del Partido Demócrata. Biden, dice Kazin, “tiene un gran olfato para ver dónde va su partido, que lleva años inmerso en ese giro progresista, y al mismo tiempo sabe para ver por dónde va el país”. Y, luego, encontrar el camino que converge entre ambos.
El demócrata mantiene ahora un índice de popularidad del 53%, que son dos puntos más que el porcentaje de voto popular que consiguió en las elecciones, lo que significa, apunta el historiador, que no está ahuyentando a nadie. “Creo que también le ha ayudado el hecho de ser un hombre blanco mayor, no asusta a los blancos mayores, y esos votan principalmente al Partido Republicano”, dice.
¿Cómo hubiera reaccionado el mundo si estas propuestas hubieran partido de Sanders o de la congresista Alexandria Ocasio-Cortez, la nueva estrella de la izquierda estadounidense?
Hay que ser Joe Biden -y vivir una policrisis como la actual- para hacer todo esto sin escándalo. Para impulsar una subida de impuestos para las empresas y la rentas más altas con el fin de financiar unos programas que el país no veía desde los años sesenta. Para decidir la retirada de Afganistán, con la amenaza talibán creciente y Al Qaeda aún vivo, asumiendo abiertamente que no había motivos para esperar mejoras; o para decir que el líder del régimen chino, Xi Jinping, “no tiene un solo hueso democrático en el cuerpo”. Para dar nuevos impulsos a programas como Compra producto americano que ponen nerviosos a los globalistas ortodoxos y mantener todos y cada uno de los aranceles impuestos a China por la Administración de Donald Trump.
Biden también ha devuelto a Estados Unidos el espíritu de la multilateralidad y se ha colocado a la cabeza de la manifestación en la lucha global contra la crisis climática, elevando los objetivos de reducción de emisiones, pero quien esperaba -tal vez medio planeta- una segunda edición de la Administración de Barack Obama se ha topado, en resumen, con un presidente de nuevo credo y escasos complejos.
Paul Laudicina, asesor del equipo de transición del Gobierno y director legislativo de Biden en su etapa de senador, explica: “La diferencia ahora es que él ya no es la última persona que se queda en la habitación para dar consejo a quien toma la decisión”, que es el modo en el que Biden describió su vocación como número dos de Obama. “Ahora”, continúa Laudicina, es “Biden el que toma esas decisiones”. Y, sobre todo, se ha encontrado con unos problemas de naturaleza muy diferente a la Gran Recesión de 2008 y 2009, que piden políticas “atrevidas”.
Laurence Tribe, un profesor de Derecho de Harvard que le ha asesorado en asuntos constitucionales desde su etapa como senador, se expresa en términos parecidos por correo electrónico. “Este es el Joe Biden que yo he conocido desde mediados de los ochenta, mucho más decidido y enérgico de lo que la gente le ha reconocido”. A su juicio, si la percepción de Biden como candidato es diferente de la que se tiene de Biden como presidente se debe a la idea equivocada que se tenía de él, “no a que haya un cambio real en sus valores o su concepción de para qué sirve el poder presidencial”.
Hay cierto mito en el tan traído y llevado giro de Biden a la izquierda, en opinión de Larry Sabato, analista electoral de referencia en Estados Unidos y director del Centro de Políticas de la Universidad de Virginia. “Los republicanos dicen eso y en algunos casos es cierto, pero Biden es muy pragmático. Él cambiará de postura en ciertos asuntos cuando sea necesario, como hizo con el cupo de refugiados, por ejemplo [después de afirmar que mantendría el tope de la Administración de Trump la Casa Blanca lo elevó 62.500 este año, como había prometido]”, afirma, y continúa: “un mandato presidencial tiene 1.500 días, no juzguen todo solo por los 100 primeros”.
La reforma fiscal que ha presentado tiene poco de revolucionaria. Propone subir el impuesto de sociedades del 21% al 28%, que supone un salto de siete puntos pero no recupera ni de lejos el tijeretazo que le dio en 2017 la Administración de Donald Trump, que la redujo del 35% al 21%. El economista francés Gabriel Zucman, discípulo de Thomas Piketty, hizo un análisis sobre todas las subidas de tributos planteadas por el presidente -la de sociedades, las de inversión y las de las rentas altas- para The New York Times y concluyó que, de entrar en vigor, dejaría la presión fiscal sobre los ricos en un nivel inferior al que estaban a mediados de los 90, y eso que había pasado ya gran rebaja de Ronald Reagan (aprobada en el Congreso con notable apoyo demócrata, como el del senador Joe Biden, en 1986).
Para Gary Hufbauer, experto en comercio internacional del Peterson Institute, el discurso de Biden sobre comercio “tiene ecos del America first [de Trump], sin ninguna duda, y esas políticas que defiende serán utilizadas por otros países como precedente para hacer cosas similares”. “Es mala política económica, es nacionalista”, se queja. Pero el clima de opinión sobre la globalización y los grandes tratados comerciales ha cambiado desde hace años en Estados Unidos. Ya en la campaña de 2016, una criatura del establishment como Hillary Clinton admitía los perjuicios causados por parte de los tratados comerciales, proponía cambios y se desmarcó del Tratado del Pacífico que acababa de impulsar Obama.
Si el mundo arquea las cejas se debe, sobre todo, a la retórica con la que acompaña una batería de medidas que, en buena parte, dependen del frágil control de los demócratas en la Cámara de Representantes y en el Senado, una débil mayoría que además se juegan de nuevo en las elecciones legislativas de noviembre de 2022. Es decir, en la mitad de esos largos 1.500 días de los que hablaba Larry Sabato. Era, hasta hace muy poco, una extravagancia pensar que un presidente de Estados Unidos podía grabar un vídeo animando a los trabajadores de Amazon a unirse a un sindicato. Y Biden lo ha hecho alegremente.
Un politólogo de Yale llamado Stephen Skowronek tiene una interesante teoría sobre los periodos de Estados Unidos, según la cual los ciclos presidenciales se pueden medir en lapsos de 40 a 60 años que sientan las fronteras de las posibilidades políticas a sus sucesores, independientemente del partido al que pertenezcan. Estos periodos comienzan con un presidente que marca un cambio profundo sobre el modo de pensar y de hacer las cosas respecto al pasado, pero conforme avanza ese ciclo, el modelo va perdiendo popularidad. Y el que cierra ese periodo es una especie de último mohicano que trata de ser rupturista en algunos aspectos para intentar salvar el régimen, pero fracasa. Y así empieza otro ciclo.
Franklin D. Roosevelt abrió un ciclo y todos los republicanos y demócratas que vienen después bendicen las ideas básicas del New Deal y el gran Gobierno. Jimmy Carter es el que lo cierra. El siguiente presidente que inauguró un ciclo, según su teoría, es Ronald Reagan y Donald Trump encaja en esa figura rompedora que no puede evitar la transición a otro esquema (y, como Carter, tampoco logra salir reelegido). Con la victoria electoral de Joe Biden, quintaesencia del establishment con 50 años de carrera política, la teoría perdía vigencia, el ciclo parecía haberse saltado a esa figura refundadora del sistema.
Pero Biden ha llegado con ganas de rock and roll y, a los 78 años, con poco que perder, salvo la misa de los domingos. Porque los que han puesto el grito en el cielo con el demócrata son los obispos católicos de Estados Unidos, que en su reunión de junio debatirán si emiten un comunicado para disuadirle de tomar la comunión a él o a cualquier otra figura que defienda públicamente el derecho al aborto. Tienen un problema con él. Se trata del segundo presidente católico de la historia de Estados Unidos, solo precedido por John F. Kennedy, y es además un católico devoto, orgulloso practicante, pero el primero que apoya sin ambages la libertad para interrumpir un embarazo o el matrimonio de personas de mismo sexo. Ya lo hizo, como vicepresidente, antes que Obama. Hasta en eso Biden ha roto el molde.
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