Palabras que condicionan


Cuánto influyen las palabras que nos designan. La palabra “electricista” induce a quien la asume para sí a estar pendiente de los nuevos adelantos que logran evitar por fin que salten los plomos. A eso anima la palabra “electricista”, y si un electricista incumpliera con esos requisitos dejaríamos de considerarlo electricista. El vocablo “torpe” aplicado a un niño le disculpará toda su vida cuando cometa torpezas, porque un día se decidió que era un torpe y esto acabará constituyendo para él una zona confortable en la que se desempeñará sin esfuerzo, pues de quienes asumen la palabra “torpe” se espera que sigan siéndolo.

Otro tanto sucede con el término “oposición”: obliga a oponerse. Así, la oposición se opondrá tanto si el Gobierno hace una cosa como si deja de hacerla. Censurará que tome el mando contra la pandemia porque eso equivale a ejercer “una dictadura constitucional” (Pablo Casado) y a invadir el espacio autonómico mediante “un 155 sanitario” (José Luis Martínez-Almeida); pero meses después criticará también el “caos jurídico” derivado de que el Gobierno no haya tomado el mando de la pandemia y deje ese espacio a las autonomías.

De igual modo, “el partido del Gobierno”, en este caso principalmente el PSOE, cumplirá el papel contrario: apoyar al presidente como el abogado defensor asume ese adjetivo para defender siempre al reo: sin fisuras, desechando las propuestas del rival y rebatiendo toda acusación. Porque de otra forma no se puede ser ni partido del Gobierno ni abogado defensor.

El discurso del Rey en Nochebuena constituye cada año un ejemplo perfecto: se sabe de antemano cómo lo juzgarán después los partidos, siempre en función de las palabras que los nombran a cada uno: republicanos, monárquicos, independentistas, constitucionalistas. Todas las crónicas sobre las reacciones del día de Navidad se podrían haber escrito durante el sorteo de la Lotería.

En cambio, nuestro sistema político y jurídico dispone de una palabra que no condiciona necesariamente el comportamiento de quien la representa: el término “fiscal”. Porque ese vocablo carece de la capacidad de nombrar una función unilateral con la que ha de cumplir inexorablemente quien asuma la palabra. La voz “fiscal” obliga a fiscalizar, no a acusar ni a defender. Los fiscales pueden lo mismo pedir una absolución que solicitar 30 años de cárcel.

Fiscal viene del latín fiscus: la espuerta de juncos y mimbres en la que se guardaban las monedas. Y “fisco” nombró luego, mediante sinécdoque (contenido por continente), un dinero de propiedad colectiva (Corominas y Pascual). De ahí, el significante “fiscal” pasó a referirse al interés público.

Si un día, como por ensalmo, nos diera a todos por desechar para siempre el sintagma “partido de la oposición”, por ejemplo, y colocar en su lugar “partido del control”, “partido de la fiscalización” o “partido fiscal”, es un decir, los nombrados quedarían exentos de la obligación de oponerse, y por ello de vez en cuando podrían mostrarse coherentes con sus palabras previas, apoyar al contrincante en medidas idóneas, ser leales en la renovación de los organismos estatales o colaborar ante la pandemia.

Sin embargo, mientras las expresiones “oposición” o “partido del Gobierno” pesen sobre las cabezas de unos y de otros, resultará difícil discernir si hablan en conciencia o si más bien lo hacen obligados por la rutina de las palabras que los nombran.


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