Es su tribu. “Mi mujer, mis hijos, mis relaciones…”, enumera Sebastião Salgado, que ha viajado a los rincones más remotos del planeta, donde ha convivido con tribus perdidas y ha admirado a estos hombres y mujeres en los que él vio un espejo de la humanidad. Casi medio siglo lleva Salgado intentando extraer con su cámara fotográfica algo parecido a la esencia del mundo y de la humanidad, como hacían los novelistas desmesurados del siglo XIX o sus coetáneos latinoamericanos del siglo XX como García Márquez o Vargas Llosa.
Pero él no se confunde. Sabe que su tribu no está al fondo de la Amazonia o en Sumatra. Y cuenta que a su edad ya no está para esos trotes. Sebastião Salgado lo anuncia en su estudio en París: “Es la hora de empezar a calmarme un poco”.
FOTOGALERÍA: Almas de un bosque eterno por Sebastião Salgado
La editorial Taschen publica en formato de libro Amazônia. Y hasta finales de octubre se puede ver una exposición que lleva el mismo título en la Ciudad de la Música en París. Ambos, el libro y la exposición, los ha editado y concebido Lélia Wanick Salgado, su compañera desde que se conocieron en la Alianza Francesa de la ciudad de Vitória, en Brasil, cuando él tenía 20 años y ella 17, y su media naranja profesional desde que, al cumplir los 30, él abandonó una prometedora carrera de economista en organizaciones internacionales por la fotografía.
Amazônia es la saga de las comunidades indígenas, retratadas a ras de suelo, en sus vidas cotidianas, y al mismo tiempo de la selva como raramente se ha visto, fotografiada desde aviones y helicópteros. Es el último gran proyecto del hombre que revolucionó la fotografía documental con sus imágenes en blanco y negro que reflejaban la dureza del trabajo, la miseria del mundo, la naturaleza en su estado primigenio. No habrá más.
“Muchachito, ¿sabe?, tengo 77 años”, dice, y cuenta que durante los viajes a la selva, entre 2013 y 2019, para realizar este proyecto ha enfermado varias veces y su cuerpo ya no da para estas misiones descabelladas. “Ahora es el momento de editar todo lo que tengo aquí. Posiblemente yo sea el fotógrafo que más trabajó en la historia de la fotografía. Tengo muchas historias para editar”.
El fotógrafo, con un aire de reportero bregado y perfecto español con el dulce acento de Brasil, saca una cajita con viejas fotos en blanco y negro. Lo que aparece no son tribus lejanas, ni refugiados hambrientos, ni morsas, ni ballenas.
—Mire, este es Josef Koudelka. Y este, Henri Cartier-Bresson.
Son fotos de los primeros años de vida laboral, un autodidacta que se había hecho un nombre como fotógrafo en agencias como Sigma y Magnum y aprendía junto a los maestros del oficio.
Salgado muestra más fotos. Hay varias con amigos latinoamericanos y otras privadas, sus hijos, Juliano y Rodrigo, el álbum de una familia progre de los setenta que unos años antes había huido de la dictadura militar en Brasil y se había exiliado en Francia.
En una aparece un joven Sebastião, barba y melena rubia, en una playa tomando el sol, desnudo. “Hacíamos mucho nudismo entonces”, aclara. En otra se ve a Lélia en una cama, desnuda también y de espaldas. “Lélia ha sido de las muchachas más guapas del mundo”.
Fue Lélia quien compró la primera cámara fotográfica de la pareja. Ya vivían en Francia. Ella estudiaba Arquitectura y la necesitaba para sus trabajos de campo; él era estudiante de doctorado en Economía. “A Sebastião le gustó tanto que no es que yo le diese la máquina, ¡me la robó!”, sonríe. “Él jugaba… Montó un pequeño laboratorio en nuestro cuarto de la Ciudad Universitaria y empezó a hacer unas fotos muy lindas”.
El tándem se forjó entonces, en aquella habitación de una residencia de estudiantes en París. La maquinaria se perfeccionó en las décadas siguientes. Él, en el terreno; ella, con la edición de los libros —Otras Américas, Trabajadores, Éxodos, Génesis…— y la organización de exposiciones. “Lo que yo sé hacer, él no sabe hacerlo. Y viceversa”, resume Lélia Wanick Salgado. “Sebastião trabaja con muchos ítems distintos. Yo tengo que imaginar cómo ordenarlos y, con ellos, inventar una historia”.
El proceso es siempre parecido. Sebastião trae las fotografías de sus viajes, Lélia se las lleva a un altillo en el estudio de París. Las cuelga de una pared y va construyendo la secuencia. Él está tan metido en las fotografías que a ella le cuesta menos tomar distancia y ver con más claridad el relato que esconden las imágenes. Pero en ocasiones se complican las cosas y entonces Sebastião le dice a Lélia:
—Yo quiero que esta fotografía esté.
—Lo intentamos.
Así, mano a mano, han fabricado los libros y exposiciones, y así han creado Amazônia: el punto final de una carrera y un regreso al origen.
“Yo nací en una floresta”, declara Sebastião. Su “floresta” originaria no es la Amazonia, sino una granja en el Estado occidental de Minas Gerais en medio de un valle “tan grande como Portugal”, pero resume su vida: América, una idea del ser humano, la naturaleza.
“Necesitamos la Amazonia porque es la mayor concentración de biodiversidad del planeta”, argumenta. “La necesitamos por las aguas: es la mayor concentración de agua dulce del planeta. Y por la humedad que se distribuye en todo el planeta por medio de los ríos voladores, un concepto nuevo: hay más agua que se evapora de la Amazonia por vía aérea cada día que el volumen de agua que el mayor río del mundo, que es el Amazonas, echa en el océano Atlántico”.
El libro y la exposición han requerido un esfuerzo logístico y físico desmedido. El viaje, de entrada, no es fácil: “Hay que pedir las autorizaciones con un año de antelación para visitar estas comunidades. Después, llegar a la comunidad: una semana o 10 días de navegación. Más 10 o 12 días en cuarentena antes de entrar. E integrarse requiere tiempo: todo sucede despacio”.
La época romántica del fotorreportero solo con su cámara queda lejos; este es un trabajo de equipo: “No tengo derecho a comer la comida de los indígenas y tengo que traérmela: por eso voy con un cocinero. Voy con un antropólogo o un traductor, una persona que les conoce, porque no hablo la lengua. Y con una o dos personas de la Fundación Nacional del Indio, que conocen la selva. Tengo una persona que sabe operar las piraguas, las barcas, porque es muy difícil llevarlas por los ríos pequeños”.
Una vez alcanzado el destino, monta un estudio portátil donde los indígenas, vestidos con plumas, posan para el visitante. “Entran en otro mundo: es la primera vez que se aíslan”, relata. “La relación con el fotógrafo es muy interesante. A veces vienen uno o dos, a veces una familia, a veces 10, a veces 30”.
No es su tribu, pero cuando fotografía en la Amazonia —cosa que empezó a hacer a principios de los ochenta: media vida— enseguida se siente en casa. “Los indígenas somos nosotros. Cuando vas a trabajar con las comunidades indígenas, estás con tu comunidad, la comunidad del Homo sapiens”, dice. “Pero es una comunidad protegida, que no ha sido violada, que no ha tenido las influencias de las grandes corrientes religiosas ni de las deformaciones impuestas por los límites de los Estados, ni por el dominio del capital ni de la política. ¡Son seres libres! Viven en paz”. En otro momento afirma: “Aquel mundo está cerca del concepto inicial de lo que para nosotros es el paraíso. ¡El paraíso existe! Imagine que despierta y puede ir a cazar o no, ir a la pesca o no ir, dormir cuando uno quiere”.
—¿No los idealiza un poco?
—¡No! Yo viví ahí, soy de los pocos que realmente vivieron ahí. Solo para este proyecto pasé siete años.
El proyecto —el libro, la exposición, la música de Jean-Michel Jarre que la acompañará— está listo para ver la luz, y ahora Sebastião y Lélia miran al futuro: las decenas de miles de fotos por editar, el material acumulado que quizá contenga más libros y exposiciones. Y hablan de sus hijos: de Juliano, cineasta, que tiene 47 años y vive en São Paulo, en Brasil, y de Rodrigo, de 41 años, quien vive con ellos en París y dedica sus días a pintar. Rodrigo nació con síndrome de Down y aquello transformó a la tribu de los Salgado-Wanick. Los ojos se les iluminan al hablar de él y al escucharles es difícil evitar un pensamiento: después de recorrer el mundo, de volver la mirada a otros paisajes y otros seres humanos —la épica planetaria—, este podría ser su próximo gran proyecto: la épica de la intimidad.
Sebastião: “Rodrigo influyó en nuestra vida, en mi manera de fotografiar, de relacionarme con las personas, la paciencia que desarrollé. Nos situó en otro nivel de la vida”.
Lélia: “Es una persona maravillosa. Somos lo que somos por Rodrigo”.
Sebastião: “Se parece mucho a los indígenas de los que le hablaba hace un momento. Es bueno, puro, sano. Es colosal”.
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