“Los niños en Gaza tienen miedo de todo”

Muchos no habían nacido hace siete años, cuando se produjo el último de los conflictos recientes en la franja de Gaza. Ahora ya forman parte de una memoria colectiva del sufrimiento. “Si hay un infierno en la tierra, está en la vida de los niños en Gaza”, clamaba el secretario general de la ONU, António Guterres, el pasado jueves, poco antes de que entrara el vigor el alto el fuego entre Israel y las milicias de la Franja tras 11 días de hostilidades. Una cuarta parte de los 243 palestinos muertos en los bombardeos son menores, pero todos ellos han sufrido el impacto directo en sus vidas de la mayor conflagración desde 2014, una guerra corta pero intensa en la que ya nadie recuerda el nombre de la operación militar que la desató.

“Los niños ya no quieren ir solos al baño. Tienen miedo de todo”, relata Ignacio Casares, de 56 años, jefe de la misión del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) en Gaza. “Mis colaboradores locales me explican que por la noche dudan si dormir con todos sus hijos juntos, para morir de una vez en el mismo ataque, o separados en grupos, para que al menos una parte de la familia se salve”, explica este coronel del Ejército en excedencia, curtido en Bosnia y Afganistán, y que desde hace ocho años trabaja para el CICR en destinos como Yemen o Irak.

Ignacio Casares.
Ignacio Casares.Foto cedida por el entrevistado.

Los niños ya no quieren ir solos al baño

Ignacio Casares, jefe de la misión del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) en Gaza.

Es prácticamente el único español no residente permanente en la Franja, que ha vivido desde dentro la conflagración y cuya misión en la zona iba a concluir el pasado día 10 cuando empezaron a caer las bombas israelíes tras el disparo de cohetes gazatíes hacia Jerusalén. Tres días después tuvo que desalojar a la carrera su oficina en la capital del enclave tras recibir el aviso israelí del bombardeo que derribó la cercana torre Al Shoruk —”allí me habían hecho una entrevista de despedida pocos días antes”, recuerda—, sede de los principales medios de comunicación palestinos.

A Fadi Shaik y a su familia nadie les alertó hace una semana del bombardeo en el que murieron 42 personas en el distrito de Rimal de Gaza. “Llevaba muchas noches durmiendo con mi mujer y mis dos hijos en el corredor de nuestro piso, la única estancia sin ventanas, acurrucados juntos, con colchones y mantas, con documentos y algo de ropa por si había que escapar”, rememora este profesor de inglés sobre lo ocurrido en la madrugada del día 17, cuando se registró el ataque más mortífero de la escalada bélica. Su hijo mayor, Nabil, de nueve años, trata de describir cómo la explosión sacudió toda la casa, mientras su hermana Jood, de seis, asiente aún con cara de susto.

Al igual que el responsable internacional humanitario —”en Gaza ahora llueve sobre mojado con la pandemia”, destaca Casares–, el profesor Shaik advierte de que la covid-19 amenaza con golpear con fuerza a la población civil. Los bombardeos han dejado inservible la clínica Al Rimal, el único laboratorio del enclave que practicaba pruebas de detección del coronavirus. Obligado a impartir clases por vía telemática desde hace más de dos meses, su chat de mensajes con los alumnos de las dos últimas semanas no ha estado centrado en la gramática inglesa, sino en las bombas.

Qaukab Hasimi, en la izquierda, y Sadia Daud, junto a algunos de sus hijos, este sábado en Gaza.
Qaukab Hasimi, en la izquierda, y Sadia Daud, junto a algunos de sus hijos, este sábado en Gaza.Juan Carlos Sanz

––”Hoy tenemos una fiesta con aviones”, escribió en WhatsApp Muyahid, de 14 años.

El profesor repasa con aire preocupado —”no sé cómo saldrán los chicos de todo esto”— otros mensajes de sus estudiantes en los que un irónico sentido del humor apenas oculta el pánico de los adolescentes.

––”Feliz Eid el Fitr”, en referencia a la fiesta posterior al Ramadán, que coincidió con los bombardeos más intensos del conflicto. “Han venido a visitarnos”, trataba de describir con sorna sus temores el mismo Muyahid.

Harb Shokar, junto a sus cuatro hijos, este sábado en Gaza.
Harb Shokar, junto a sus cuatro hijos, este sábado en Gaza.Juan Carlos Sanz

Los tengo que tener a todos entre mis brazos para que se puedan dormir

Harb Shokar, gazatí de 30 años.

“Hemos sufrido mucho durante años con el apagón informativo de los medios occidentales sobre la situación de los palestinos. Esperamos que al menos, después de tanta destrucción y tanta muerte, el mundo vuelva a poner el foco en Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este”, argumenta este docente gazatí, que da clases en un colegio gestionado por la agencia para los refugiados palestinos de Naciones Unidas (UNRWA).

La escuela Abu Hasi de la UNRWA, en el campo de refugiados de Shati de la capital gazatí, alberga a unos dos centenares de familias que han perdido sus hogares. “No nos conocíamos hasta hace poco y ahora somos como hermanas”, detallan al alimón Qauqab Hasimi, de 42 años y madre de nueve hijos, y Sadia Daub, de 18 y que se ocupa de sus cinco hermanos mientras su madre da a luz al sexto. En un aula presidida por un arcoíris conviven ahora dos decenas de palestinos sin hogar, separados por añejos cortinajes y recostados sobre alfombras y mantas aportadas por vecinos del área próxima al centro.

Casi todos son niños que corretean descalzos por la clase. “Muchos se orinan por la noche. Otros no hablan”, revela la primera mujer. “Ninguno está herido, pero todos sufren secuelas psicológicas”, abunda la segunda. “Se asustan con cualquier cosa”, coinciden. “Sin trabajo y con el coronavirus ya estábamos mal antes de esta guerra, y ahora…”, lamenta Hasimi, la mayor de ellas. “Por favor, que no se olviden de nosotros”, suplica Daud, la más joven. Más de 70.000 civiles han buscado refugio durante las hostilidades en los centros de la UNRWA, aunque algunas escuelas que ofrecían cobijo a las familias más cercanas a la frontera israelí ya se han vaciado tras el alto el fuego.

Sin energía ni agua

La electricidad solo llega a las casas durante unas cuatro horas al día, antes de un corte de suministro de al menos seis horas. Gaza ha vuelto a la oscuridad, pero también a beber agua contaminada. Sin energía, las desaladoras que abastecen a unas 400.000 personas han dejado de operar, igual que las depuradoras que impiden que el reflujo de las cloacas envenene los acuíferos.

Hamari Debesh, junto a sus cuatro hijos, este sábado en Gaza
Hamari Debesh, junto a sus cuatro hijos, este sábado en GazaJuan Carlos Sanz

A nadie le deseo vivir así con sus hijos

Hamari Debesh, gazatí de 30 años.

El Ministerio de Vivienda ha contabilizado 16.800 casas dañadas, de las que 2.800 han quedado arrasadas o inhabitables. Estimaciones de las autoridades palestinas citadas por la columnista Amira Hass en el diario israelí Haaretz evalúan en unos 250 millones de euros los daños causados por los ataques israelíes en Gaza.

En la misma escuela Abu Hasi de la UNRWA, convertida en corrala y patio de vecindad para quienes han huido de los escombros, el chatarrero Harb Shokar, de 30 años, fuma en cuclillas recién llegado de visitar los restos de su casa en Al Tufah, al este de la Franja. “Allí ya no queda nada”, responde ensimismado. Lo ha perdido todo, menos a su esposa y a sus hijos de siete, seis, cuatro, dos y un año. “Los tengo que tener a todos entre mis brazos para que se puedan dormir”, confiesa sin dejar de expresar su tristeza. En la guerra de 2014 su casa ya quedó parcialmente dañada por un bombardeo.

Hamari Debesh, de 30 años, también ha perdido su hogar en Yabalia, al norte de Gaza. “Llevamos más de una semana sin poder cambiarnos de ropa”, explica rodeada de sus cuatro hijos. “Los baños del colegio están saturados con tanta gente. Si hubiese al menos una habitación de mi casa en pie, no estaríamos aquí”, se queja a punto de caer en la desesperación. “A nadie le deseo vivir así con sus hijos”.

“Los civiles no han tenido ni un momento de respiro, ni una pausa humanitaria durante 11 días”, constataba el responsable de Cruz Roja en la Franja palestina en una conversación mantenida pocas horas antes del alto el fuego. “Lo que queda al final de la violencia es el miedo de los niños, que se preguntan por qué les atacan, que no entienden lo que está pasando”, asegura el coronel Casares, habituado a los escenarios bélicos, pero sorprendido por los intensos ataques sobre las calles de Gaza.


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