Puede que no lo parezca, pero un iPhone o un MacBook Pro parten de los mismos fundamentos que un exprimidor de naranjas específico, uno eléctrico y de color blanco roto, con las cinco letras de la firma alemana Braun escritas al frente. El Citromatic MPZ 2, así se llama el artilugio, salió al mercado en 1972, y en 2011 Jony Ive, el señor que estuvo al mando del diseño de Apple durante casi tres décadas, recordaba el día en que sus padres compraron el exprimidor en cuestión, justo en el prólogo de un libro sobre Dieter Rams, el diseñador que lo ideó: “Sus superficies carecían de imperfecciones, eran audaces, puras, coherentes, estaban perfectamente proporcionadas. Ninguna parte parecía oculta o exagerada. De un vistazo se sabía lo que era el producto y cómo utilizarlo. Yo estaba encantado con él, y caló en mi memoria. Tanto, que aún lo recuerdo con una claridad sorprendente”.
Lo que Ive comentaba entonces, aparte de aclarar de dónde salen los dispositivos intuitivos de la famosa manzanita, ayuda a explicar por qué el Citromatic triunfó en su día. Su diseño estaba pensado para minimizar las pegas de un ejercicio rutinario, en vez de dejarse la muñeca preparando el zumo de cada mañana. Nada más colocar media naranja sobre el exprimidor con forma de piña, que era mecánica y giratoria y no arrancaba la pulpa de la fruta, el jugo salía por la boquilla antigoteo, que permitía cerrarla cuando el vaso estaba lleno, conservar la vitamina C en la que las madres tanto insisten, y abrirla de nuevo si se quería rellenar un segundo vaso.
Además, Citromatic tampoco generaba dramas al lavarlo. Sus piezas se separaban sin problema y, una vez secas, no hacía falta guardarlas en el armario de la cocina: podían montarse de nuevo y dejar el exprimidor a la vista de todos, porque no estorbaba. Sus líneas se habían reducido a lo esencial, el cuerpo no venía sobrecargado de colores –todo lo contrario, era monocromo-, y su forma, en el fondo, resultaba silenciosa, invisible, o muy poco intrusiva, tal y como el crítico de diseño Stephen Bayley, en 2007, describió los objetos de Dieter Rams en el diario británico The Guardian.
Objetos, por cierto, que en el caso de los que ingenió para Braun iban desde transistores, radiófonos y altavoces, hasta básculas para pesarse, secadores de pelo, ventiladores que también eran calefactores, despertadores, e incluso mecheros y calculadoras. Todos ellos aparecen ahora en la exposición virtual con la que la marca alemana celebra 100 años de vida, y en la que se traza un recorrido por sus grandes hitos hasta llegar a una conclusión: Braun es lo que es, en gran parte, gracias a Rams –Stephen Bayley también lo apodó el Miguel Ángel de la era de la máquina-, aunque Rams jamás habría dado con esos productos de no ser por el contexto que rodeó a la compañía de Frankfurt en 1951, cuando los dos hijos del fundador tomaron las riendas.
Uno era ingeniero, y su objetivo era despuntar en el campo de la electrónica. El otro, un apasionado del diseño, se tomó al pie de la letra lo que señaló Wilhelm Wagenfeld, profesor de la Bauhaus, en una conferencia sobre el futuro del sector: hay que aspirar a productos simples. Dicho y hecho. Braun buscó la colaboración de la escuela de Ulm –precisamente, la sucesora de la Bauhaus- antes de contratar a Rams como el arquitecto recién graduado que era, y al que todavía ni se le había ocurrido acercarse al diseño industrial. Lo hizo una vez ya dentro de la casa alemana, y a principios de los años sesenta le nombraron diseñador jefe.
A partir de ahí, él fue haciendo lo que consideraba, acompañado de Gerd Alfred Müller –autor en 1957 del KM 32, una versión simplificada de los robots de cocina actuales–, Floiran Seiffert –suya es la cafetera KF 20 Aromaster datada del 72–, Reinhold Weiss –firmó la tostadora HT 1– o Jurgen Greubel, con quien Rams hizo el Citromatic de la mano del catalán Gabriel Lluelles, después de que Braun adquiriera la empresa española Primer y comenzara a producir en su nueva sede de Barcelona. El exprimidor, en 1970, se llevó la medalla de oro en los Premis Delta de la Ciudad Condal, junto a un jarrón-papelera de Ramón Bigas y la máquina de escribir Lettera 36, de Ettore Sottsass.
Para seguir celebrando el centenario de Braun, por supuesto conservando las normas que respetaron los originales: nada de pantallitas, el logo de la marca debía aparecer de forma casi imperceptible, fuera botones innecesarios, y los que no había más remedio que añadir, sí o sí tenían que ser multifunción. Todo esto, no por gusto o manía, sino porque un objeto necesitaba ser útil, entendible para cualquiera, discreto y honesto con quien lo utilizara, consecuente en cada uno de sus detalles, además de estético, atemporal, con un cierto grado de innovación, duradero a largo plazo, y por tanto, sostenible con el medio ambiente. Eran los principios que Dieter Rams tuvo en mente a la hora de plantear sus diseños, que para que fueran buenos, según él, debían llevar el menor diseño posible.
Rams ya no está en la marca alemana, pero lo cierto es que Braun sí continúa explorando la idea del buen diseño en 2021. A finales de año convocará una nueva edición de su BraunPrize, enfocado a jóvenes diseñadores de producto, mientras que estos meses su equipo se está reuniendo con varias figuras para debatir sobre el tema. La primera ha sido Virgil Abloh. Y como el director creativo estadounidense ya ha demostrado, para él un buen diseño en el siglo XXI pasa por versionar algo que ya se ha hecho en el pasado. En concreto, un aparato de audio de Rams, titulado Wandanlange, de 1965.
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