“Nuevas fotos muestran a Damiano David como un jovencito de rostro formal”, anunciaba el tabloide británico Daily Mail el pasado martes. “Las imágenes de Damiano David, de Maneskin, como un cayetano”, tituló en España la web de LOS40. Sobre el titular, dos imágenes enfrentadas: a la derecha, el cantante en la rueda de prensa tras ganar Eurovisión gracias a la canción Zitti e buoni de su grupo Måneskin, ojos pintados de negro, pelo revuelto, pendientes, sin camiseta y con un tatuaje que reza Il ballo della vita (La danza de la vida, en español) en el pecho. A la izquierda, un joven de peinado con raya a un lado, expresión formal y camisa blanca planchada y pulcra. Y son la misma persona. Esa es la noticia. Y siempre ha sido la noticia.
Justo ahora cumple diez años uno de los debates más encendidos y flagrantes sobre el concepto de autenticidad en la música. En 2011 Lana del Rey surgía en el mercado musical como una joven misteriosa, triste y trágica que parecía vivir y cantar de espaldas a la realidad y cuyo timbre de voz, composiciones y estilo bebían de Nina Simone o Nancy Sinatra. Por supuesto, internet hizo su magia y pronto surgieron las imágenes y las canciones de Lizzy Grant, el nombre real con el que Del Rey había publicado un disco anterior que apenas había tenido notoriedad y había sido un fracaso. Diferente nombre, diferente aspecto. De repente algunos seguidores (y muchos detractores) de Del Rey, que ya entonces se contaban por millones, se preguntaron si la cantante les había engañado. Se la acusó de ser, lejos de la outsider peligrosa y triste que aparentaba en sus canciones, una pija cuyo padre millonario había financiado aquel primer disco. “Es solo una cantante comercial fracasada a la que un sello con mucho dinero ha transformado en una nueva marca”, escribió Hipster Runoff, entonces uno de los blogueros más influyentes de la escena indie. La cuestión llegó a la MTV o a New Musical Express, biblias del pop y el rock. La discográfica negó que su padre hubiese pagado por su música, como si eso la legitimase ante los ojos de ciertos puristas. Porque lo puro es aquí la cuestión.
¿Tenía que venir Lana del Rey de una vida marginal en una caravana para cantar sobre desamor, aflicción y muerte? ¿Tenía que venir Damiano David de una vida peligrosa, desafortunada y salvaje para gritar con una guitarra sobre un escenario? El caso de Lana del Rey es llamativo y un punto de inflexión porque las críticas que recibió no tuvieron precedentes. El debate que suscitó sobre la autenticidad en la música fue un auténtico fenómeno que llegó a programas como Saturday Night Live. En una magnífica parodia, la actriz cómica Kristen Wiig, caracterizada de Lana del Rey, dijo algo que podría perfectamente servir como resumen de todo este artículo al que aún le quedan ocho largos párrafos. “Dicen que soy una operación de marketing y tienen toda la razón. Ningún músico serio se atrevería a cambiar su nombre, excepto, tal vez, Sting, Cher, Elton John, Lady Gaga, Jay Z y todo el mundo en el hip hop, sin olvidar a Bob Dylan”.
El discurso disfrazaba de humor un manifiesto firme: que el artificio, el cambio y el disfraz siempre habían estado ahí. Simplemente, Lana del Rey había llegado en el momento correcto para ser castigada por ello (las redes sociales empezaban a ser el tribunal inquisidor que son hoy) y, ayudada de un cabello cardado, maquillaje abundante, uñas kilométricas y labios prominentes, había hecho de ese artificio su sello de identidad. El caso de Damiano David nos retrotrae (salvando las distancias) a otro al que nadie llamó jamás impostor. A Iggy Pop nadie lo acusó de haber ido a un colegio de ricos con el hijo del presidente de Ford ni de esas fotos de juventud en las que posa inocente, lozano y repeinado con camisa y corbata. La pregunta que persigue a Damiano es: ¿es un rockero o un pijo? La otra pregunta es obvia: ¿son conceptos excluyentes?
“Valorar a un artista por la cuenta corriente de sus padres o el patrimonio familiar es absurdo”, opina Mauro Canut, compositor de algunos clásicos del pop español, presidente del jurado español de Eurovisión en 2009 y además, a su manera, víctima también de cierta presunción en los ochenta, pues a grupos que cantaron sus composiciones, como Alaska y Dinarama, se los acusó de ser jóvenes de buena familia a los que un día les dio por abrazar el punk. “Cuando escuchas una canción, lees un libro, ves una película o miras un cuadro, ¿piensas en eso? Además, ¿qué hace un artista auténtico en cuanto gana dinero? Comprarse un casoplón en un barrio pijo”. De pijos también habló el trapero granadino Yung Beef, que sí parece poner una barrera: “Me considero la misma mierda que mi público. [El trap] es música de calle y no es una experiencia segura, como la del público pijo“, declaró en 2018. “Nosotros hacíamos música de vender drogas. El trap es eso, básicamente”, contó a ICON.
Yung Beef parece fiel a su personaje escénico. Otros no lo son y eso sigue provocando en muchos espectadores un cortocircuito, de nuevo manifestado en esas dos fotografías enfrentadas de Damiano David. “Nadie nace siendo rockero, ni diva, ni estrella del trap”, continúa Canut. “Son decisiones que se toman cuando una persona descubre que quiere ser artista, encuentra su estilo y qué es lo que quiere expresar con su música. Tan respetable me parece que se descubra con 11 años, como con 20 o con 40. Gente como Bowie, Bob Dylan o los Beatles han cambiado de estilo muchas veces a lo largo de su carrera y por ello no dejan de ser auténticos”.
¿Podríamos hablar en casos como los de Damiano David o Lana del Rey de ese concepto que lleva años coleando en los países anglosajones y que Rosalía trajo a España al cantar flamenco habiendo nacido en Barcelona llamado (redoble de tambores) apropiación cultural? “Claro que se puede”, responde Manuel Segade, director del Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M). “Lo fundamental es cómo se construye esa ficción y, en el caso de que el apropiacionismo implique la absorción de repertorios culturales de una comunidad minorizada concreta, cuál ha sido el diálogo previo con ese colectivo, si ha habido una forma de permiso o cesión, y también el retorno de riqueza, visibilidad o capital simbólico que se va a restituir”. Esto tiene un vivo ejemplo en aquella ocasión en la que una marca de lujo estadounidense lanzó una colección que reproducía patrones, bordados y estampados típicos de algunas zonas de México, como Oaxaca. Cuando el Ministerio de Cultura de México pidió explicaciones, la marca habló de homenaje y amor por este país. A la pregunta del ministerio sobre cómo las comunidades mexicanas que habían creado esa estética se beneficiarían de alguna forma con la colección, solo hubo silencio.
¿Cómo se aplica esto al grupo ganador de Eurovisión? Como rockeros, beben de un género que tuvo su origen en la población negra del sur de Estados Unidos y que solo fue socialmente aceptado cuando comenzaron a cantarlo los blancos (con Elvis Presley a la cabeza). Pero aquí la pregunta es: si esto fue un robo, ¿no ha prescrito el delito décadas después, con el rock convertido en un concepto global, pervertido y desdibujado? “Desde hace décadas todo es una apropiación cultural porque ya estaba todo inventado en los setenta”, argumenta Canut. “¿Hay algo menos auténtico o una apropiación cultural más flagrante que un rockero de Madrid o de Bilbao o de cualquier rincón de Europa haciendo una cosa inventada en el sur de EE UU hace más de cincuenta años?”.
“Apropiar es inevitable”, razona Segade, “pero es posible hacerlo de otra manera”. Y matiza que a veces hablamos de apropiación cuando lo que queremos es sacar a colación “otro tipo de repetición temporalizada, el revival, un fenómeno relacionado con el consumo y la moda proyectado sobre lo social”.
Otro asunto es el del artificio, el de la negativa del público a creerse que un artista no es tal y como aparece sobre el escenario. ¿De quién es la culpa? Segade mantiene que “el público debería asumir la importancia de la ficción y, sobre todo, su uso político como elemento de representación”. Pero esto choca frontalmente contra una industria del entretenimiento cuya mayor estrategia de marketing ha sido siempre vender naturalidad: que nuestra cantante favorita es una bomba sexual pero a la vez virgen –el tiempo y Britney Spears demostraron que el sueño de la razón produjo monstruos– o que nuestro cantante indie-melódico de cabecera es tan sencillo y natural como el vecino de al lado. “¿Alguien se cree que ese grupo rockero o indie no ha estado horas y horas pensando en qué camisa a cuadros va a ponerse en el próximo concierto o en la sesión de fotos para parecer auténtico?”, se pregunta Canut. “Además, es obligatorio que todo artista tenga un concepto detrás”. En este sentido es interesante analizar cuántas grandes estrellas surgieron no de las escuelas de música, sino de las facultades de Bellas Artes, dispuestas por lo tanto a crear, más que una canción, una obra de arte que a menudo fueron ellos mismos: John Lennon, David Bowie, M.I.A., los miembros de Roxy Music, Talking Heads o Sonic Youth.
No es el caso de Damiano David. En él se mezclan tantas vías para llegar hasta aquí que es imposible ponerlo en una tipología de rockero, si es que existen. La banda Maneskin tocaba en las calles del centro de Roma (punto para la autenticidad tal y como la entiende el gran público), pero ganaron popularidad en Italia gracias a ser finalistas en el concurso televisivo de talentos Factor X (punto para el artificio). El mismo formato en el que –Risto Mejide no dejó de repetirlo cuando era jurado de Operación Triunfo– se buscan productos que limar y poner a disposición del público. La desafortunada trayectoria vital de Susan Boyle y su entrada y salida de un centro de salud mental demostró, ya a principios de la pasada década, lo que le puede pasar a alguien cuando ambos conceptos chocan y se llevan a un ser humano por delante.
“Criticar que un artista no sea en su vida real tal y como se presenta sobre el escenario implica exigir a Beyoncé que vaya siempre vestida de etiqueta en su casa o a los Kiss que vayan por la calle vestidos y maquillados”, concluye Canut. Justo a Gene Simmons, cantante de la banda que casi inventó el merchandising en el rock y decidió cobrar por cada foto con los fans, se le atribuye una cita que dice: “Vive y piensa como un pobre y siempre te irá bien”. También se le atribuyen 400 millones de dólares de fortuna personal. Suerte con ello.
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