Los europeos comparten su espacio vital con seis grandes carnívoros, uno de ellos realmente grande, el oso, y otro decididamente feroz, el glotón [una especie de mustélido]. Los linces, boreal e ibérico, son vistos con simpatía, mientras que el chacal dorado se mantiene como un animal secreto, escondido en los Balcanes. Solo uno protagoniza desde tiempos remotos un enfrentamiento con los humanos y ha dejado la huella animal más profunda en la cultura, el folclore y los temores populares: el lobo. Desde que en los años setenta y ochenta del siglo pasado comenzaron a recuperarse sus poblaciones en Europa y Estados Unidos, después de siglos de caza masiva, el conflicto entre ganaderos y lobos se ha hecho más intenso y refleja, a su vez, la creciente división entre el mundo rural y el urbano.
En todos los países europeos, y en Estados Unidos, se mantiene el mismo debate en torno a la caza de este cánido: los ganaderos la defienden como única forma de que sus negocios puedan sobrevivir, mientras que los ecologistas abogan por su prohibición. Los biólogos creen que la convivencia pasa por que la ganadería se adapte a su presencia con mastines y corrales fortificados. En España, donde viven entre 2.000 y 2.500 ejemplares, el Gobierno acaba de decidir la prohibición total de cazarlos a partir del 25 de septiembre, lo que ha reavivado la disputa y ha provocado protestas de comunidades como Castilla y León, Cantabria, Galicia y Asturias, donde se localizan la mayoría de las manadas y se producen casi todos los ataques al ganado. En Eslovaquia entrará en vigor una medida similar el 1 de junio, mientras que en el resto de los países europeos las polémicas se multiplican, incluso con ribetes políticos, como en Alemania, donde la caza del lobo se ha convertido en una de las banderas de la ultraderecha.
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“El lobo ha sido durante siglos una especie maldita”, explica el biólogo Juan Carlos Blanco, uno de los mayores expertos españoles en esta especie y miembro de la Iniciativa Europea para los Grandes Carnívoros. “Cuando surgieron los primeros investigadores que abogaron por la protección del lobo, como José Antonio Valverde o Félix Rodríguez de la Fuente, era algo que solo defendían los más avanzados. La fascinación por el lobo como símbolo de la naturaleza salvaje ha ido creciendo conforme la sociedad se ha ido urbanizando y la naturaleza ha ido cobrando importancia: ha pasado de ser un símbolo de la crueldad, el maligno de las sociedades rurales, a ser el símbolo de la conservación”.
La investigadora Jennifer Raynor, profesora asistente de estudios ambientales especializada en economía en la Universidad Wesleyan (EE UU), se pronuncia en un sentido parecido: “El verdadero reto de la gestión del lobo es que diferentes personas asumen los costes frente a los beneficios. Por ejemplo, los residentes urbanos valoran el hecho de saber que existen en la naturaleza, pero no tienen que lidiar con las consecuencias de los lobos. En cambio, los ganaderos y los cazadores de ciervos y alces experimentan en gran medida los costes. El truco para avanzar es encontrar la manera de que los que se benefician de los lobos compensen a los que soportan sus costes”.
Raynor forma parte de un equipo que acaba de publicar un estudio que ha analizado 22 años de accidentes de tráfico en Wisconsin, durante los que se produjeron 19.757 colisiones con ciervos, con 477 heridos y ocho muertos. En las zonas con alta presencia de lobos, las colisiones se redujeron en un 25%, con un ahorro de 10,9 millones de dólares al año, 63 veces más de lo que se gastó el Estado en indemnizaciones a ganaderos. En otras palabras, la presencia de lobos es rentable, aunque los legisladores de Wisconsin no parecen estar muy de acuerdo porque votaron una ley que ordenó una de las cacerías de lobos más brutales que se recuerdan: en tres días de febrero de 2021 se mataron 216 lobos, un 20% de la población. Otros Estados, como Idaho, pretenden ir todavía más lejos: sus legisladores quieren aprobar una ley para reducir la población de lobos en un 90% y pasar de unos 1.500 a 150.
Se trata de cacerías de otros tiempos. Durante siglos, los lobos eran considerados una peste y la caza fue tan intensa que tanto en Europa como en Estados Unidos fuera de Alaska estuvieron a punto de desaparecer. Juan Carlos Blanco recuerda haber conocido todavía a los últimos alimañeros, en los años ochenta, que se dedicaban a localizar las madrigueras y llevarse a los cachorros. Pese al mito, al menos desde que hay datos científicos en los años setenta, no se han registrado ataques de lobos a humanos: es más, los alimañeros se llevaban a las crías ante las lobas, que no les atacaban. Tratar de hacer lo mismo con una osa sería una idea poco afortunada.
Las políticas de conservación permitieron la recuperación del carnívoro, que ha ido ocupando cada vez más hábitats: actualmente viven unos 12.000 ejemplares en 28 países de Europa y 18.000 en Estados Unidos, dos tercios de ellos en Alaska. Los lobos han llegado incluso a las puertas de las grandes ciudades: en Madrid se han encontrado ejemplares a apenas 40 kilómetros de la capital y en Alemania existe al menos una manada cerca de Berlín.
“El lobo ha vuelto a la actualidad desde su reintroducción en la naturaleza”, escribe el historiador de los animales y los colores Michel Pastoureau en Le loup. Une histoire culturelle (Seuil). “Rehabilitado, se funde con el paisaje, capaz de integrarse sin destruir, testigo de la buena salud ecológica e incluso un modelo de vida social, porque las manadas se organizan en torno a estructuras familiares y jerarquías sociales admirables”, prosigue. Pastoureau repasa en su libro todos los mitos relacionados con este animal, desde la loba que alimenta a Rómulo y Remo hasta su transformación en una bestia feroz, como la que protagoniza el cuento de Caperucita Roja, que aparece por primera vez en torno al año 1000.
Se trata de un animal esquivo, que rehúye a los humanos, aunque puede atraer mucho turismo lobero, como ocurre en la sierra de la Culebra, en Zamora. Es indudable que puede desatar matanzas tremendas de ganado, incluso de animales que no llega a comerse, y que el lobo puede ser un lobo para el lobo, porque en zonas donde no hay humanos es el principal responsable de la muerte de ejemplares de la misma especie, como acaba de certificar un estudio de la Universidad de Minnesota. Sin embargo, dentro de la manada, todos los miembros, no solo las hembras, “son extraordinariamente cariñosos con los cachorros”, explica Juan Carlos Blanco. No es una casualidad que en El libro de la selva el animal que adopta a Mowgli como uno de los suyos sea, precisamente, el lobo.
El naturalista Carl Safina reflexiona en su libro Mentes maravillosas (Galaxia Gutenberg) sobre esa profunda relación entre humanos y lobos y no solo por su domesticación, de la que surgieron los perros. “Si uno observa a los lobos, no solo con toda su belleza, su flexibilidad y su capacidad de adaptación”, escribe Safina, “sino también con su violencia a la hora de defenderse y de cazar, es difícil evitar la conclusión de que no existen dos especies más parecidas que los lobos y los humanos. No es extraño que los indios norteamericanos consideraran a los lobos como almas gemelas”.
Más allá de la mezcla milenaria de temor y fascinación, la presencia de los lobos sirve para recordarnos que no estamos solos en la tierra, que la naturaleza no nos pertenece. “El lobo muestra al humano que las relaciones posibles para hacer el mundo habitable no se ciñen a la dominación exclusiva del territorio”, escribe el naturalista francés Baptiste Morizot, en el epílogo del cómic de Jean-Marc Rochette Le loup (Casterman), sobre la relación entre un lobo y un pastor en los Alpes. “Simboliza nuestra capacidad para compartir el mundo con una forma de vida que no nos aporta nada y que nos obliga a trabajar de otra manera, porque cuando aparece el lobo los pastores tienen que actuar de otra forma”.
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