El niño se despertaba a las cinco de la mañana, cuando todavía era de noche. En la cocina preparaba el almuerzo iluminado por la luz de una vela. Se prevenía del frío con un poncho y guardaba en el bolsillo un plástico por si acaso llovía. Después rodeaba montañas y senderos escarpados de tierra y piedra hasta llegar al colegio, a dos horas a pie. Bordeaba quebradas a 3.000 metros de altura, con la sensación de vivir en el techo del mundo. Las nubes no le dejaban contemplar el abismo que tenía bajo los pies. Aquel muchacho bajito y menudo se pasaba todo el camino haciendo gestos y moviendo las manos de forma vehemente, como un director de orquesta. Los vecinos lo veían pasar mientras cosechaban patatas y maíz en sus huertos. Uno de ellos se preocupó y fue a hablar con su madre.
—Haga curar a Pedrito—, le aconsejó el vecino. Está trastornado.
La madre esperó aquel día a su hijo, inquieta. Le pidió explicaciones en cuanto llegó. La gente del pueblo, le advirtió, creía que estaba perdiendo la cabeza. “No haga caso, no estoy enfermizo. Voy haciendo mis tareas, escribo en el aire. Así cuando llego a clase ya me lo sé”, le respondió el niño. Después le dio un beso en la cabeza a su madre y se fue a dormir.
Doña Mavila Terrones recuerda aquello como el instante en el que descubrió que su hijo era especial, que iba a llegar lejos en la vida pese a haber nacido en San Luis de Puña, una zona pobre y remota de Perú. “¡Pero no que iba a ir tan alto! Solo somos campesinos”, añade Ireño Castillo, un anciano con sombrero de palma. Son los padres de Pedro Castillo, el profesor de escuela de izquierda que lidera, por una pequeña diferencia, las encuestas para ser el próximo presidente de su país. Sus padres acuden un miércoles, después de haber recibido la primera dosis de la vacuna contra el coronavirus, a rezar a una iglesia oscura y húmeda. Colocan cerca del altar del Señor de la Misericordia tres velas blancas encomendadas a Pedro, el último empujón de cara al domingo, cuando se enfrenta a Keiko Fujimori, una política conservadora, hija del autócrata Alberto Fujimori, que se crio en Lima, en una ciudad de grandes edificios frente al mar.
Los orígenes de los dos contendientes son los más dispares que uno se pueda llegar a imaginar. “Diosito, escúchanos”, bisbisea doña Mavila de rodillas en un reclinatorio. El señor Ireño, mientras, se queda sentado en un banco. Al quitarse el sombrero deja ver su pelo canoso y aplastado. Nació hace 85 años en una hacienda de los Herrera, una familia de terratenientes en la sierra de Cajamarca, una zona de los Andes. No fue al colegio, igual que su esposa. No saben leer ni escribir. El hombre trabajó en el campo en unas tierras por las que pagaba un alquiler a sus dueños hasta junio de 1969, cuando el general Juan Velasco Alvarado llevó a cabo una reforma agraria tras dar haber dado un golpe de Estado. Repartió los latifundios, hasta entonces en unas pocas manos, entre los campesinos. “Dejamos de ser esclavos”, recuerda Ireño. En los mítines de su hijo suele haber retratos en blanco y negro de aquel general de cabeza grande y bigote fino.
Castillo, de 51 años, ha liderado las encuentras durante las primeras semanas de campaña por 20 puntos de diferencia. Keiko Fujimori, en las últimas, ha reducido la distancia hasta casi lograr un empate técnico. Él sacó el 19,09% de los votos en la primera vuelta, ella el 13,36. Ambos conservadores en lo social, se distinguen por su modelo económico de país. Ahora solo puede quedar uno. La candidata de Fuerza Popular y el establishment peruano han hecho una campaña muy agresiva contra el sindicalista, al que acusan de querer destruir la democracia para instaurar un sistema comunista. El profesor ha firmado dos compromisos democráticos, en los que asegura que protegerá las instituciones. En el debate del domingo pasado repitió sin cesar que respetará la propiedad privada, el sistema de pensiones y las empresas. Intentó atraer a la izquierda urbanita, que podría tener la tentación de ver en Fujimori una opción menos aventurera.
Más información
El profesor ha centrado su discurso en la necesidad de reconocer la salud y la educación como derechos fundamentales y en el combate a la corrupción, el aspecto más cuestionable de su rival, a la que persiguen varios casos abiertos. Castillo está adscrito a Perú Libre, la formación marxista-leninista que lidera un exgobernador suspendido del cargo por un caso de corrupción, Vladimir Cerrón. Ese es el flanco por el que más le ha atacado Fujimori. Cerrón es un izquierdista dogmático, cercano a los gobiernos populistas y autoritarios de América Latina. Castillo ha intentado distanciarse de esa figura a marchas forzadas.
Algunas de sus declaraciones han generado polémicas. Aseguró que en Venezuela actúa una democracia o que, una vez en el poder, consultará en un referéndum la aprobación de una asamblea constituyente. En otras ocasiones ha tenido que matizar lo que propone. Dijo que acabaría con el sistema de pensiones, más tarde que solo lo modificaría. En sus mítines ha atacado a las empresas extractivas, lo que llevó a Fujimori a proclamar que él quería nacionalizarlas. Su propuesta, en realidad, consiste en renegociar con las mineras y las empresas de gas para que reinviertan un porcentaje de sus ganancias en el país.
El camino de Castillo, desde la sierra profunda a las puertas del poder, ha sido largo. De niño compaginó el colegio con las labores del campo. Cargaba baldes de agua, cocinaba, recogía leña. “Y pronto fue bien juicioso. Nos enseñaba mejor cómo hacer las cosas”, cuenta su hermana mayor, Mercedes Castillo, mientras siembra yuca. De adolescentes los dos se fueron a trabajar a la Amazonía peruana, donde cultivaron arroz. En las ciudades vendían helados. Castillo ahorraba para pagarse los estudios. Eso explica que llevase dos años de retraso en la secundaria. Gracias a eso conoció en clase a Lilia Paredes, la madre de sus tres hijos, una mujer devota y temperamental.
Estudió magisterio. Dio clase en Puña, donde nació. La mayoría de los alumnos guardaba algún parentesco con el profesor. 25 años después, en ese mismo colegio, enclavado entre dos quebradas, la maestra es sobrina de Castillo y los seis alumnos están relacionados con el candidato de una forma u otra. Bien visto, hasta se parecen a Pedro. El tiempo parece detenido aquí arriba, donde Castillo es un pequeño Dios. Rara es la persona que surge en el camino que no haya vivido alguna experiencia con él, un momento que revele su bondad, su talento o su liderazgo. Hay quien asegura que llora escuchándole hablar. Entre estas paredes de piedra el profesor de sombrero y verbo encendido, en muy poco tiempo, ha adquirido el carácter de mito.
Regresemos a los hechos. En 2002 entró por primera vez en política. Se presentó a la alcaldía de Anguía, un pueblito cercano al suyo, por Perú Posible, el partido de Alejandro Toledo, el primer presidente tras los diez años de poder autoritario de Fujimori padre. Castillo salió derrotado, pero perteneció a esa formación hasta 2017. Castillo y Toledo comparten orígenes humildes. El padre de Toledo, al que su esposa belga, en una arenga pública llamó “cholo (andino) sano y sagrado”, era limpiabotas. Pero hay algunas diferencias entre ellos. Toledo estudió con beca en Estados Unidos y antes de lanzarse a la carrera presidencial había hecho carrera como analista económico en Lima. Era un urbanita. Castillo, en cambio, sigue siendo un hombre de campo. El día después de pasar por sorpresa a la segunda vuelta, en abril, los periodistas que subieron a su terreno se lo encontraron caminando sin zapatos por la hierba, cargando un barreño. Venía de ordeñar una vaca.
En 2017, Castillo se convirtió en líder sindical durante una huelga de educación. Reclamaba mejores sueldos para los de su gremio, entre otras cosas. Se hizo la cara visible de los profesores que negociaban con los congresistas. Vivió un chispazo de popularidad. Acabada la huelga, la gente se olvidó de él. Cuando se presentó como candidato no todo el mundo lo recordaba. El sindicato de maestro le apoyó. En los mítines blande un lápiz gigante. Su lema de campaña es “no más pobres en un país rico”. Se ha recorrido Perú de arriba a abajo. En un mes le han escrito 32 canciones de cumbia, música tradicional y moderna. Su dimensión popular es incuestionable.
Pase lo que pase el domingo, Castillo se despertará al día siguiente temprano, como cuando era niño, y se ocupará de sus animales. Ahora vive en una casa de nueve habitaciones encaramada en una loma en Chugur, justo en la aldea a la que llegaba caminando después de dos horas de travesía. La familia suele almorzar en una cocina desconchada, con hornillo de fuego a un lado y un calendario religioso al otro. Su hija mayor, Jenifer, recuerda que en enero su padre le dijo que invitara a almorzar al pastor. Tenía algo importante que anunciar. A su mujer le pidió que cocinara un caldo de gallina. Ese día, al acabar de comer, todos se dieron la mano y Castillo anunció, desde ese lugar lejano del mundo, que deseaba ser el próximo presidente de Perú.
“Amén”, contestó el resto.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región.
Source link