Texto: Jesús Peña/ Fotografía: Omar Saucedo
Vanguardia/ Hub de Periodismo de Investigación de la Frontera Norte
Todos en la colonia Pedregal, en Cuatrociénegas, dicen lo mismo: que cuando estaba vivo, Eduardo Antonio Rodríguez Herrera tenía sueños.
Los vecinos lo apodaban Harry Potter por los espejuelos cristalinos, su cabeza como ovalo, sus cabellos negros, lacios y revueltos, y su cuerpo flaco y espigado. Como si J.K. Rowling se hubiera inspirado en él para diseñar al mago más famoso del mundo.
Pero en vez de trasladarse en una escoba Nimbus 2000, Lalo (como le gustaba que le dijeran) soñaba con tener una troca. La quería para irse a Estados Unidos, ganar plata, ayudar a sus padres y tener una familia.
Y aunque él no era el niño de ninguna profecía, sí parecía destinado a algo grande: desde chico Lalo fue fanático de las ciencias exactas. Era adicto a la química y a la física, y en matemáticas solía corregir a sus maestros de secundaria.
Pero, al mismo tiempo, Lalo, entonces un plebe de 19 años que había terminado la preparatoria y trabajaba de aprendiz de albañil en una constructora, tenía otros sueños. Menos convencionales. Menos normales. Más… perturbadores. Soñaba con su muerte.
Él dentro del féretro y un cortejo multitudinario: sus amigos de La Pedre, con quienes había pasado su infancia; su madre, su padre y sus hermanas, llevándolo al panteón; y detrás de la muchedumbre una bocina sonando a todo volumen la rola de Mi última caravana, de Gerardo Díaz y su Gerarquía, la preferida de Eduardo.
A Lalo, le fascinaba escuchar esa letra que cuenta la historia de un alegre muchacho, cuya última voluntad es que cuando se muera lo paseen por calles de su pueblo. Con música fuerte, tragos y una caravana de carros. El ataúd en su troca y sus amigos cargando la caja hasta su tumba.
Entre marzo y abril de 2021, Lalo le preguntó a Juan Antonio Ramírez Guía, su padrastro: “Apá, ¿cuánto vale una troca?”.
Su viejo le dijo que había de 5 mil, de 10 mil, de 15 mil, de lo que quisiera. Juan sabía de lo que hablaba; a la fecha trabaja transportando explosivos para las minas en un trailer.
–Le digo: “Ahí está la mía. Nomás no tomes, agárrala y llévatela”. Él dijo: “No, yo quiero una troca mía”. Y estaba juntando pa’ su troca él –cuenta Juan.
A principios de mayo, Lalo le gritó a Azucena Margarita Herrera Bueno, su mamá, que esa rola de la Última caravana se la iban a cantar cuando se muriera. Fue durante una tarde nublada, pero pegajosa, mientras su madre cosía ropa, en el pequeño cuarto con máquina de coser e hilos de todos colores.
Esa suerte de taller es importante porque al huerco de Lalo le daba un sabe qué ver a su madre todo el día ahí. Por eso quería irse a los iunaites, para cobrar en dolares y dejar descansar a su jefita un rato.
Qué irónico que de los dos sueños más recurrentes, solo uno se haría realidad: la muerte.
La madrugada del domingo 16 de mayo, en una de esas fiestas que los jóvenes arman de improvisto, hastiados del encierro al que los ha condenado la pandemia, un block de concreto le estrelló la cabeza.
Horas antes de la tragedia, Lalo había estado departiendo con varios de sus amigos en Los Cántaros, una cantina donde los jóvenes de Ciénegas acostumbran tomar cerveza y bailar.
–Ese día había una fiesta. Iba todo el montón –dice Jaime Hugo Barrera Cárdenas, maestro de la Secundaria Venustiano Carranza y uno de los profesores más entrañables de Lalo.
¿Qué más se puede hacer en una ciudad del norte del país donde el virus clausuró los únicos lugares de esparcimiento: la pista, una especie de ciudad deportiva, donde los chicos iban a hacer atletismo; y el auditorio, en el que se congregaban para jugar pelota?
Pero esta no es una historia donde se culpa al muerto, no es una historia donde se dice que las cosas son por culpa del alcohol. Ya llegaremos a eso.
Su mamá no alcanzó a despedirse
–No me di cuenta cuando se fue. Me dijo mi hija: “Mami, te estuvo diciendo Lalo que ya se iba”. Yo siempre le decía a mijo: “Que Dios te ayude“; dije: bueno, pos que Dios lo ayude”.
Eduardo Rodríguez y sus amigos cerraron el Cántaros y decidieron seguirla en una fiesta a la que habían sido invitados a través un gif por WhatsApp, parte de los usos y costumbres en Ciénegas.
Antes de que Eduardo se fuera de ahí, su amigo Jesús René Arredondo Carreón, de 19 años, le dijo que se cuidara mucho, que lo quería y que dejara de gastar dinero en cosas innecesarias.
Para entender la muerte de Eduardo, todos van al lugar común al que se acude en estos casos para explicar lo inexplicable: que a Lalo le tocó estar en el sitio y a la hora equivocados.
Ese lugar fue un pleito de borrachos que culminó en una tromba de piedras y fragmentos de block que cayeron sobre una multitud que gritaba de pavor y huía despavorida, según los videos que navegan en las redes sociales.
–No tenía vela en el entierro, le cayó la mala suerte, le tocó la pedrada grande –dice Edson Huerta, amigo de Lalo desde el jardín de infancia.
En la refriega, a Lalo le habían tumbado los lentes. El oculista se los había recetado desde que tenía 6 años, porque a Lalo le costaba leer las letras del pizarrón en clase. Le tumbaron los anteojos sin los que nunca salía a la calle y que le hacían parecer un nerd del siglo XXl.
–Eh, me tumbaron mis lentes, ayúdame a buscarlos –le gritó Lalo a Edson.
En pleno zafarrancho, Edson se tiró pecho a tierra y se puso a tantear el suelo. Cuando al fin los encontró fue donde Lalo para entregárselas, pero ya no lo vio.
–Estábamos recargados en una barda cuando alguien gritó: “al tiro con los golpes” –cuenta Edson.
Sobre el momento en que golpearon a Lalo, corren de boca en boca por el pueblo dos versiones:
Una que habla de que cuando él se agachó al piso para buscar sus antiparras, un block del número 10 que pesa alrededor de 10 kilos le cayó de lleno en la cabeza, causándole un daño irreversible en el cerebro.
La segunda dice que mientras Lalo contemplaba de pie la gresca, Jorge Eduardo “N”, el principal implicado en su asesinato, le lanzó un block directamente a la cabeza, derribándolo.
Cualquiera que sea la versión correcta, Lalo quedó tendido en el piso, inconsciente, sangrando. Así lo vio Edson después de que encontrara sus característicos lentes.
Nada que ver con el Eduardo que se juntaban a jugar canicas, trompo, hulera. Nada que ver con el Eduardo que salía a coquear o fritear en las banquetas, afuera de su casa o bajo el fresno macho que da mucha sombra y que los chavalos bautizaron como el árbol de La Pedre.
Coquear y fritear, en el diccionario de los chicos de Ciénegas, es el acto de tomar Coca Cola y comer fritos.
Todo cambió. A Eduardo le arrebataron la vida. Por eso días después familiares y amigos montaron una manifestación pacífica para exigir justicia.
“Lo de Lalo no fue accidente, fue homicidio”, se lee en las pancartas y calcomanías con el rostro del chico.
Un muchacho encantador
–Él no se metía con nadie. Se lo digo yo, se lo dicen todos mis compañeros, se lo dice el pueblo y mucha, mucha gente –declara en medio de la protesta Jesús René Arredondo Carreón.
Aquella madrugada mortal, la ambulancia que pidieron nunca llegó. Tuvieron que trasladar a Lalo, malherido, en la cabina de un carro-policía. Aunque René no fue a la fiesta, le llamaron por teléfono para contarle de su amigo. Terminó acompañándolo en la patrulla.
Alguien le contó a Azucena Margarita, la madre, que los oficiales querían echar a su hijo en la batea de la camioneta, como si fuese cualquier cosa.
Cuando arribaron al sanatorio, René cargó a Lalo para bajarlo de la patrulla. Eduardo lo pescó con ahínco por un dedo, como quien se pesca de una rama o una cuerda para no caer a un precipicio. Los paramédicos tuvieron que quitárselo.
–Vas a estar bien, hermano, te quiero”–le dijo René sin saber que serían las últimas palabras hacia él.
Lalo ya no habló, solo se quejaba con ayes largos que subían hasta sus labios desde las profundidades de su pecho.
Los sueños de Eduardo Antonio Rodríguez Herrera, de tener una troca, de tener una casa, de tener una familia, de irse a Estados Unidos para ayudar a su padre trilero y a su madre costurera, se velaban con los primeros rayos de sol del domingo infausto.
Jocelyn Yamileth Barbosa Jiménez, de 18 años, la exnovia, dice de Lalo que soñaba con casarse con ella, vivir juntos, tener hijos.
Jocelyn lo conoció por un tío de él. Empezaron a platicar por feis, luego a salir, hasta que se pusieron de novios.
Iban a fiestas, les gustaba caminar por la plaza, tomar una nieve o iban a casa de la madre de Jocelyn que vendía postres.
Una sucesión de fotos y videos que viajan por las redes sociales dan cuenta del carácter encantador de Lalo: Con sus amigos de la niñez bebiendo cerveza y bailando; nadando en una alberca con sus camaradas de La Pedre; posando en el patio del Centro de Bachillerato Tecnológico Agropecuario (CBTA), su alma mater; junto al en pastel de cumpleaños de Juan Antonio, su papá; abrazando a Jocelyn por la espalda; él solo, sonriendo.
–Me dolió mucho, me puse supertriste, me sentía mal porque yo le dije que ya no quería nada con él y… me sentía un poco arrepentida por eso, lo quería todavía –confiesa Jocelyn.
Nada bueno pasa después de las 3:00 de la mañana
De vuelta al taller de costura en casa de la familia de Lalo, Azucena Margarita, la madre, evoca, con los ojos secos de tantos llorar, la madrugada que Evelin Juanita, la hija menor, le llamó para informarle que a Eduardo le habían dado un blocazo y estaba en el hospital.
–Pos’ sabrá Dios qué pasaría… Es un golpecito, no es nada grave –pensó Azucena.
Tan pronto cruzó la puerta del centro de salud de Ciénegas se encontró con la noticia de que los médicos ya habían desahuciado a Lalo.
En las primeras horas del domingo 16 de mayo, Eduardo Rodríguez fue trasladado en ambulancia a la Clínica 7 del IMSS en Monclova, una ciudad a 80 kilómetros de distancia. Apenas entró fue confinado en el área de terapia intensiva.
Horas más tarde, Lalo fue llevado a la clínica 21 del IMSS en Monterrey, Nuevo León, a 200 kilómetros.
Nomás verlo, el médico de guardia le anunció a Azucena que Lalo llevaba las pupilas muy dilatadas y ya no podía hacer prácticamente nada por él. Las pupilas dilatadas, dicen los doctores, es el signo inequívoco de daño o lesión cerebral.
–Es señal de que hay desconexión entre el cerebro y sus funciones como la respiración, movimiento intestinal, latido cardiaco. Incluso una vez que el trauma fue tan fuerte estas funciones se pierden en su totalidad, lo que se denomina muerte –dice el médico general Juan Carlos Vargas Domínguez.
Aquel mismo día, Lalo fue retornado al IMSS de Monclova, donde al cabo de algunas horas llegó la muerte; le concedieron uno de sus sueños: morir y que le pusieran su canción.
¿Sabía Lalo que iba morir?
–Mami, vas a ver que cuando yo me muera, me van a cantar esta canción (Mi última caravana, de Gerardo Díaz). Y tú me vas a pasear por todo el pueblo –le había dicho Lalo a Azucena.
Así lo cuenta Evelin Juanita Ramírez Herrera, de 17 años, estudiante de preparatoria, la hermana menor de Eduardo, el Harry Potter de la Pedre.
Evelin había sido una de los presentes en aquella fiesta de la calle Rayón 107 en la Colonia Venustiano Carranza, que terminó en tragedia para el pueblo de Ciénegas.
–Yo le dije: “Eh, ya me voy” –explica la joven–. Él respondió: “Bueno, me marcas cuando llegues a la casa”.
Era un hermano celoso, dice Evelin, la regañaba cuando en las noches se hablaba con algún chavalo por celular o la veía en la calle paseando con sus amigas.
A los 10 minutos de haberse retirado de la fiesta, una amiga le marcó y le dijo que a su hermano se lo había llevado la policía inconsciente al hospital.
Amigos de toda la vida
De los momentos previos a la muerte de Lalo, Sebastián Cobas Espinoza, de 19 años, el mejor amigo de Eduardo, recuerda a una madre que no se rompió.
–Muy fuerte la mamá de Lalo, nunca le vi una lágrima –suelta.
En cambio, Sebastián le lloró a Lalo la madrugada que lo golpearon; le lloró la mañana que estaba en el IMSS de Monclova y le dio un paro cardiaco; le lloró en la noche que le avisaron de su muerte. No lloró cuando lo trajeron a la colonia para que sus vecinos se despidieran de él; no lloró en el funeral; no lloró en el panteón, hasta después que lloró. Últimamente, añade, no le he llorado.
–Era como otro hijo para mi familia, fue mi hermano del alma –dice.
Sebastián era uno de los amigos con quienes Lalo salía todas las tardes, después de hacer su tarea, a jugar canicas o trompos, a cazar pájaros en el monte, a coquear y fritear en las baquetas.
Uno de los amigos con quienes Lalo iba de casa en casa acompañando a las señoras que rezan, allá entre octubre y diciembre, cuando a la Virgen María se le dedican 46 rosarios. “Hasta se peleaban por ver quién los rezaba”, dice Rosa Martha Maldonado, una de las vecinas.
Otras tardes, la pandilla se echaba al monte a cortar pitayas y leña para vender. O trabajaban pintando casas, limpiando terrenos, lavando carros. A veces Lalo se iba de paletero. Le gustaba el trabajo, ganar la plata. Plata para los sueños de la troca, ayudar a sus jefes, la familia, cruzarse al lado gringo.
Lalo y Sebastián se habían hecho los mejores amigos después que éste lo invitó a trabajar en su negocio de carpintería cuando ambos rondaban los 14 años.
Sebas, que había sido desde niño un emprendedor nato, consiguió montar una fábrica de muebles siendo estudiante de tercero de secundaria. Le preguntó a Lalo si quería ser su ayudante y este dijo que sí.
–Tenía muchos trabajadores, pero él fue el más esencial. Era muy intuitivo, le gustaba desarrollar nuevas formas, nuevas alternativas para que el trabajo fuera mejor, rompía con lo básico –recuerda su cómplice.
‘¿Ya no vas a estudiar, Lalito?’
Una vez que Lalo se graduó de la preparatoria decidió que ya no quería estudiar.
–¿Ya no va a estudiar, Lalito?’ –preguntó una de sus maestras.
–No quiso –respondió su madre.
Detrás de esta aparente rebeldía, bajo este supuesto descaro, Eduardo lo que no quería era darle lata a su papá para que se esforzara demás en pagarle los estudios. Lo confirma Azucena.
Sebastián, el cómplice de vida, se había enrolado en la carrera de arquitectura en una universidad privada de Saltillo y se vio obligado a cerrar su carpintería.
Consiguió entonces colocar a Lalo como aprendiz de albañil en una constructora de Ciénegas.
Su madre y sus hermanas reviraron:
–Le decíamos: “Nombre, negrito, tú eres pa’ que anduvieras en una oficina, sentado en el aire acondicionado” –narra Evelín, su hermana.
Pero a él lo que le gustaba era la albañilería, asolearse, aunque a su madre y a sus hermanas les disgustara verlo trabajar así.
La última vez que Sebas vio a Lalo con vida fue el sábado 15 de mayo, ese de la fiesta fúnebre. Pero no lo vio ahí, fue en el día cuando andaba hasta arriba de una escalera pintando las letras del anuncio de un negocio.
Cuando llevaron a su amigo a enterrar Sebastián, en lugar de aventarle un puño de tierra, le dejó un taladro y un pulidor.
–Pa’ que allá siga haciendo trabajos él –se sincera.
Lalo soñaba con tener su troca, su casa, una familia, fundar una mueblería con Sebastián. Pero la muerte se atravesó.
Los caprichos de la muerte
Jaime Hugo Barrera Cárdenas, maestro de español de Eduardo Rodríguez en la secundaria, dice que como el de Lalo hay más casos de muchachos en Cuatrociénegas que tienen que elegir entre seguir en la escuela o desertar para buscar trabajo.
–Es la falta de oportunidades porque sí son buenos estudiantes. Esa generación de Lalo casi todos están estudiando. La mayoría tiene hambre de salir adelante, pero desafortunadamente aquí, al no haber empresas, una fuente de trabajo formal, como en una ciudad, tienen que emigrar –precisa el docente.
La verdad es que desde nene, Lalo había estado en la mira, en el blanco de la muerte.
La primera vez cuando a los dos años, estando al cuidado de una tía, mientras su madre trabajaba en una maquiladora, ingirió unos tragos de un envase de Coca Cola que no contenía refresco sino Estufol, una sustancia corrosiva que se utiliza para limpiar estufas, y el esófago se le cerró, se le quemó, le salieron llagas.
Lalo duró tres o cuatro días en coma.
Consiguió escapar de la muerte después que, por un año y medio, todos los lunes lo llevaban al hospital en Monterrey para que le hicieran dilataciones. A veces eran sus padres ( Azucena y su esposo, Juan Antonio); a veces Jesús, su abuelo paterno.
La segunda vez que la muerte acorraló a Lalo fue en marzo de 2021. Se hallaba en una carne asada que Sebastián Cobas, su hermano del alma, había armado en el patio de su casa, cuando de pronto se le atoró un trozo de bistec en el esófago.
Se atragantó, se le fue el aire, se desvaneció. Sus compas se espantaron. También fue a dar al hospital, donde los doctores le dieron a beber un líquido con el que el pedazo de carne aflojó y resbaló hasta su estómago.
La muerte siguió ahí acechando, acechando, acechando a Lalo y a los suyos.
Había entrado al pueblo, como entró en todo el mundo, disfrazada de coronavirus y diezmando a la familia de Eduardo, como diezmó a tantas familias del mundo.
La familia de Lalo, de hecho, perdió a tres miembros por lel Covid-19: Jesús Ramírez y Antonia Guía, sus abuelos paternos; Elizabeth Ramírez; la tía. Todo habría terminado ahí, pero con los caprichos de la muerte, Eduardo, Harry Potter, el carpintero, Lalito, fue el cuarto en irse.
El recuerdo de Lalo
Cuando se le pide que pinte a Lalo, Juan Antonio Ramírez, su padre, alza los ojos como buscando una respuesta y dice: “Andaba pachuco, pachuquito él. Con el pelo corto, cachucha”. Juan está en la pieza que fue de Lalo, donde todavía huele a su perfume
En la pared, junto a la cama de Lalo, hay un grafitti, una placa, la placa de Lalo: es una corona y en el centro unas inscripciones. Más allá están un Cristo, una Virgen, su armario y hasta arriba su sombrero. En el peinador está la alcancía de Lalo, sus inseparables lentes. En el suelo su colección de tenis, una mochila llena con los juguetes de Lalo.
–Son recuerdos de él, de cuando estaba chiquito. Todos se los traje yo –le dice Juan a Azucena–. Mira, este futbolito se lo compré uuuuuh, hace mucho se lo compramos, ¿te acuerdas?
A Lalo le gustaba salir a cotorrear con sus amigos de toda la vida, la fiesta, tomar cerveza.
–Donde quiera andaba mijo, tenía muchos amigos –platica Azucena con la voz entrecortada.
Juan Antonio se juntó con Azucena Margarita, la madre de Lalo, cuando ella venía de un fracaso matrimonial. Natalian, la hermana mayor, ya había nacido. Lalo, entonces de 2 años, le dijo papi desde el inicio. Ya luego nació Evelin Juanita, la más chica. Pero en la familia decían que Juan quería más a Lalo que a su propia nena.
–Qué le puedo decir, me quitaron todo lo que yo tenía–, musita Azucena Margarita y se tapa con los dedos los lagrimales como para impedir que se desborden.
El día que Lalo murió, su cuerpo fue llevado por última vez a La Pedre, ahí sus familiares, amigos y vecinos, le rindieron homenaje durante una hora.
Después el cortejo partió por las calles del pueblo rumbo al cementerio de San José. Atrás la muchedumbre, sus padres, sus hermanas, sus amigos, y más atrás una bocina tocando a toda pastilla Mi última caravana, tal y como él lo había soñado.
Epílogo
El martes 18 de mayo policías del mando único de Cuatrociénegas detuvieron a Jorge Eduardo “N”, uno de los tres implicados en el asesinato de Eduardo Antonio Rodríguez Herrera.
Jorge “N”, el principal acusado de matar a Eduardo Ramírez fue trasladado a Monclova y puesto en la cárcel preventiva de la región.
Una semana más tarde, durante la primera audiencia, Jorge fue hallado culpable del delito de homicidio calificado, por haber actuado con ventaja, y vinculado a proceso.
Actualmente, Jorge “N” se encuentra en prisión preventiva en el penal de Saltillo.
Espera que se realice la segunda audiencia fechada para el 24 de agosto en la que habrá de definirse su situación legal.
Este reportaje forma parte del Hub de Periodismo de Investigación de la Frontera Norte, un proyecto del International Center for Journalists, en alianza con el Border Center for Journalists and Bloggers.
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